El verano ha acabado, de eso ya no cabe duda. Ahora, los días van a ser cada vez más cortos, el aire más frío, y la vida, en definitiva, más seria. En otras palabras: el momento perfecto para analizar —a modo de recuerdo, tal vez— algunas de las alegrías y las complicaciones que trae consigo nuestra actividad estiva favorita, el viajar. Para mitigar semejante dosis de seriedad otoñal me he juntado nuevamente con la magnífica Alexandra Semenova, quien ha ilustrado este ensayo con un espléndido dibujo pluriescénico. Sus partes individuales desarrollan algunas de las paradojas y absurdeces del turismo contemporáneo; en su suma, compone una bella veduta de Venecia, el punto de referencia más importante de este texto, y durante ya siglos uno de los destinos turísticos por excelencia, con todas las glorias y las penas que eso conlleva.
I (wanna) know what you did last summer.

La mirada turística: you are what you’re looking at
No es ningún secreto (sino un hecho más que estudiado) que el turismo, según lo conocemos hoy, tuvo su origen en la tradición del Grand Tour, en aquellos viajes —emprendidos en el primer momento por jóvenes aristócratas británicos, a los que después se sumarían nobles igualmente afortunados de Centroeuropa— por el sur del continente, que formaban parte de la educación de rigeur de las clases más pudientes durante prácticamente dos siglos, desde mediados del XVII hasta bien entrado el siglo XIX. De hecho, la palabra misma de ‘turista’ (en caso de que alguna vez os lo hayáis preguntado) nació designando justamente eso: se refería a uno de esos miembros de la jeunesse dorée que se encontraba de viaje por el corazón de la ‘cultura clásica’. Los viajes de esos proto-turistas estaban motivados por el deseo de conocer todo lo antiguo —en sintonía, desde luego, con el espíritu de la ilustración y del neoclasicismo— de primera mano; se emprendían sobre todo para ver con los propios ojos lo que se percibía (y en buena medida también lo es, naturalmente) como los fundamentos de la ‘civilización occidental’.
«Vedi Napoli e poi muori» le decían al turista Goethe en su visita a la capital campana para realzar su singular belleza. ‘Ver Nápoles y morir’: la mejor prueba literaria de que el principal modo turístico de percepción es el visual. Ni que decir tiene que el viajar constituye una experiencia plurisensorial en el mejor sentido del término, empezando con el olor característico de cada lugar. Con eso no me refiero, naturalmente, al aroma de ajo que le diagnosticó, hace tiempo ya, Victoria Beckham a España (luego rectificó diciendo que todo eso era fake news, que jamás haría pública una opinión tan ruda y grosera, cosa que a mí, como gran amante del ajo, me resultó aún más desconcertante). Pienso, antes bien, en esos olores que te indican ya en el aeropuerto que estás en otro país, en esas noches con perfumes extraños y delicados, en esas fragancias —y también en esos tufos— del todo desconocidas que luego se convierten en los recuerdos más apreciados. Todo eso, por cierto, es un tema que cuenta con algún que otro tratamiento literario sugerente, como por ejemplo aquel ‘conflicto olfativo’, plasmado por Thomas Mann en La muerte en Venecia, entre la fetidez de la laguna y el «olor dulce-oficinal» que desprendía el misterioso desinfectante que habían dispersado por toda la ciudad con el fin de combatir la lenta extensión de aquella innombrada enfermedad que la aquejaba.
Pero por muy involucrados que estén los demás sentidos, los turistas se sirven —nos servimos— sobre todo de la vista para explorar a fondo nuestros destinos. El gran Joseph Brodsky, otro viajero habitual a la ciudad de la laguna, constató en su declaración de amor a la misma, Watermark, que Venecia «is the city of the eye; your other faculties play a faint second fiddle». Una observación particularmente cierta en este caso, claro está, pero en verdad aplicable a cualquier viaje, a cualquier lugar: viajamos sobre todo —ya lo sabía Goethe— con los ojos. Y también los productos más habituales de nuestras, comedidas o salvajes, aventuras en el extranjero —las fotos— le conceden una primacía absoluta a este sentido, que se ve acrecentada, naturalmente, por las últimas plasmaciones del pictorial turn que son las redes sociales en pos de Facebook (‘OMG, demasiado texto, ¿quién va a leer eso?’).
La vida del turista no es la más fácil, sobre todo cuando se contempla desde un ángulo sociológico o antropológico, en estudios y artículos redactados —intuyo— por gente que cuenta con algún que otro viajecillo hecho a lo largo de su vida, aunque ahí —intuyo también— puede que estemos ante una variación negativa de esa divertida falacia del ‘autentico escocés’ (No true Scotsman!): los turistas ‘malos’, los ruidosos, los irrespetuosos, los groseros y los sencillamente tontos son —casi por definición— siempre los otros, los que no pertenecen al grupo de uno mismo. Es muy probable que el turismo de masas no haya sido el invento más brillante de la humanidad; aun así, esa mala fama que tienen (tenemos) los turistas no me parece que esté siempre justificada, sobre todo en lo que respecta la mirada del turista, ese particular modo de ver que ‘nos ponemos’ cuando estamos de viaje, de la misma manera que nos ponemos las gafas del sol.
La mirada turística es más intensa, más interesada, más perceptiva y perspicaz que la mirada ‘habitual’; al mismo tiempo es una mirada que lo ve todo solamente «como un signo de sí mismo», al menos si le hacemos caso a Jonathan Culler, uno de los pocos valedores del turista como categoría humana, tan aborrecida, generalmente, por la crítica cultural. En sus Mythologies, el gran Roland Barthes introduce la noción del álibi, de la coartada que permite ofuscar la verdadera naturaleza mitológica de un signo en favor de otra lectura más genérica, más ‘funcionalista’. Así, cuando uno se pone, por ejemplo, un abrigo de piel, tal abrigo significa, en un primer momento, sencillamente ‘abrigo de piel’, esto es, funciona como signo de su categoría. El álibi, por otro lado, es aquella coartada con la que pretendemos enmascarar esa relación semiótica fundante. Para el caso del abrigo de piel, entonces, podríamos decir que nos lo ponemos con el simple fin de disminuir el frío; una suerte de mentirijilla que deviene opinión aceptada e incuestionada, siguiendo la tendencia general de la «cultura pequeñoburguesa» de, como lo dice Barthes, convertir la historia en naturaleza ‘universal’.
El buen semiólogo lo que tiene que hacer, entonces, es dejar de lado el álibi, centrarse bien en el objeto e identificar en él las estructuras del signo. Sound difficult? Para nada. De hecho —si le hacemos caso a Culler— es tan fácil como irte de viaje, y, en realidad, cuanto menos sepas de tu destino, cuanto menos intentes verlo como lo ven los ‘locals’, mejor. Un inglés igual te va a decir que el pub es, sencillamente, un lugar divertido y práctico —‘natural’— donde comer pastel de riñones mientras te bebes unas pintas de ale; un veneciano opinará que la góndola es la manera más ‘natural’ de moverse por una ciudad cuyas calles son canales; un estadounidense, por el contrario, dirá lo mismo sobre el automóvil, cosa que no es de extrañar en un país tan enorme. No les creas. Esos objetos, esas prácticas que te vas encontrando a lo largo del viaje son, ante todo, signos culturales, por muy ‘naturales’ que les parezcan a los habitantes del lugar que visitas. Jonathan Culler está convencido de que (siguiendo, por cierto, una línea de investigación abierta ya por Dean MacCannell) eso lo sabemos todos los turistas, de que, de hecho, la gloria del turismo moderno reside en esa mirada extrañamente dual, que por un lado se deja intrigar y engatusar gratamente por todo lo desconocido, pero que, por el otro, de cándida tiene muy poco, ya que es capaz de obviar, de desenmascarar sin esfuerzo todos esos álibis cuidadosamente construidos por la sociedad, para centrarse directamente en el carácter de signo que encierra todo lo que ve.

Bettenburgen y overtourism
El deseo de hacer buen uso de esa mirada analítica, de ver algo distinto al entorno habitual —la motivación principal del turista, así a secas, según la ha identificado otro gran investigador del turismo, John Urry— no nos impulsa a todos en las mismas direcciones, eso es obvio. Nuestros destinos se distinguen en longitud, latitud y altitud, pero también se distinguen —mucho más interesante— en su ‘oferta turística’, un reflejo directo de nuestros gustos, inclinaciones y actitudes. A la vista de la complejidad que ha ido adquiriendo el fenómeno del turismo, es un poco ocioso, quizás, querer dividirlo en solamente dos tipos generales, pero lo voy a hacer no obstante. Por un lado, tenemos aquí conocido como turismo de ‘sol y playa’; por el otro, encontramos su reverso supuestamente más sofisticado y classy, más cultural, más enriquecedor y más interesado en el entorno específico: el de los culture trips a las metrópolis europeas, los viajes naturalistas al Amazonas o a La Palma, el dark tourism —yes, that’s a thing— a lugares históricos vinculados a la tragedia, la miseria y la muerte, o también el ocasional viaje transcontinental para empaparse uno en las maravillas de otro país y otras culturas lejanas.
Los que practican ese segundo tipo de turismo (entre ellos, yo) suelen contemplar el primero con cierto desdén, o bien con un ápice de fascinación morbosa, tras de los cuales late —estoy convencido— un clasismo velado (o no tanto). ¿No es mil veces más enriquecedor, a fin de cuentas, conocer los misterios de Machu Picchu de primera mano en lugar de repetir, por enésima vez, las mismas vacaciones en la misma urbanización vacacional? ¿No es tedioso ese ciclo de playa, cerveza, fiesta? ¿No te sientes mucho más realizado y enriquecido con un viaje cultureta en lugar de uno al centro de tu pereza? Lo que pasa es: el primer tipo de turismo —ese que se aloja en cualquier Bettenburg (un estupendo coloquialismo alemán para referirse a un hotel enorme y poco atractivo, literalmente un ‘castillo de camas’), que prefiere un día en la playa a una excursión por el centro histórico de un pueblo montañés, que se sacia, contento, en el buffet del hotel en lugar de buscar el bistró más escondido del barrio hípster— este tipo de turismo es, a todas luces, el más ecológico y sostenible. No lo parece a primera vista, lo tengo que admitir, puesto que es también el tipo de turismo que, a partir del gran boom de los años de posguerra, engendró atrocidades arquitectónicas en prácticamente toda la costa sureña de España, culminadas en el delicioso leviatán playero que es Benidorm. Cuenta, además, con unos antecedentes históricos bastante sospechosos —de Prora a Perlora—, los que a buen seguro han contribuido también a que los que nos creemos un poquito más ilustrados hayamos perdido el gusto por querer entender eso del ‘turismo de masas’.
Desde una perspectiva del todo actual, no obstante, la cosa se ve distinta: muchas de esas regiones del todo entregadas al turismo masivo antaño eran más bien agrestes, poco desarrolladas, hasta pobres. Cuando llegaron los turistas, también llegó una cierta mejora de las condiciones de vida, y —casi igual de importante— se construyeron las infraestructuras necesarias para aquellos números exorbitados de viajeros (y de paso también para la gente que de toda la vida vivía allí). Por descontado que el tipo de empleo que crea la hostelería no es el más deseable; cierto también que se han cometido verdaderos crímenes ecológicos, urbanísticos y arquitectónicos, aunque la definición exacta de qué tendría que ser considerado como un crimen de tales características ha fluctuado mucho desde la segunda mitad del XX, como lo ejemplifica muy bien la muestra Los orígenes de la ciudad vertical, que se inauguró hace ya quince años para conmemorar la entrada en vigor del Primer Plan de Ordenación de Benidorm (1956). En suma: es innegable que el establecimiento del turismo masivo en el pasado no sólo trajo una cierta prosperidad, sino también un montón de problemas. Afortunadamente, en la gran mayoría de los casos, esos problemas hoy día están solucionados, o cuando menos, mitigados y controlados. Muchas economías locales se han visto beneficiadas, las infraestructuras (transportes, agua, basura y toda la pesca) son capaces de soportar grandes números de visitantes, los ecosistemas —que sin duda sufrieron cuando comenzó aquello, eso está claro— en muchos casos se han estabilizado, y la situación de empleo, aunque por lo general no muy buena en muchas zonas vacacionales, estaría peor aún sin los hoteles y sus inquilinos.
La faceta más problemática del turismo actual no la encontramos, entonces, en aquellas regiones que llevan ya unas cuantas décadas conviviendo con él, sino, antes bien, en los lugares que, por una variedad de motivos, no se han podido adaptar a las nuevas circunstancias. No me entendáis mal: lo anterior puede que suene como si creyera que el turismo es una suerte de ‘fuerza natural’ a la que hay que adaptarse antes de que mate a uno. No lo creo. Es un fenómeno del todo humano, y como tal, susceptible de ser dirigido, influenciado y manipulado por distintas vías. Lo que pasa es: no siempre es fácil domarlo, y así ya no sólo viajamos a lugares donde sus repercusiones son beneficiosas y bienvenidas, sino también a otros sitios que parece que están perdiendo la lucha contra un número cada vez más grande de turistas, tanto con respecto a las tensiones sociales que ese flujo sin duda ocasiona, como también en cuanto al daño medioambiental y ecológico que produce.
Una de las leyes inquebrantables de nuestros días parece ser la siguiente: el impacto ecológico de nuestras actividades crece a medida que crece nuestro patrimonio, nuestro dinero disponible para entretenimientos tan ‘ociosos’ como el viajar. Honoré de Balzac insinuó hace tiempo ya —en su novela Le Père Goriot— que el origen de cualquier gran fortuna que aparece así ‘de repente’ debe de ser un gran crimen, y uno ‘bien hecho’, además, puesto que ha caído en el olvido mientras su autor sigue disfrutando impunemente del resultado de sus fechorías. George Monbiot, en un artículo para el Guardian, se muestra menos cínico que Balzac cuando, invirtiendo el dicho de este, constata justo lo contrario: «in front of every great fortune lies a great crime», esto es, un crimen contra la naturaleza y el ecosistema Tierra. Todo eso se aplica, naturalmente, sobre todo al sector del turismo, una actividad que se ve especialmente intensificada cuando uno dispone de mayores cantidades de dinero. En resumidas cuentas: cuanto más dinero hay, más (y mejores) viajes se emprenden, y esos viajes contribuyen, invariablemente, a la huella de carbono de cada uno y, en muchos casos, al deterioro de los entornos naturales (y también al desgaste de los ‘paisajes urbanos’) que se visitan.

El dilema del crucero: ecologías del viajar
Cierto es que son los superricos los que causan los mayores estragos para aquellos sistemas ecológicos que tienen la mala suerte de ser visitados por gente semejante: inolvidable, desde luego, el Google Camp que se organizó hace dos años en la localidad siciliana de Verdura, un ‘lugar de encuentro’ para las estrellas más, eh, ‘guays’ del momento, donde gente como Katy Perry o Barack Obama debatieron sobre el cambio climático. La ironía que encierra acudir a semejante evento en un total de 114 jets privados (¡cágate, lorito!) —para moverse después en un sinfín de megayates y cochazos con chófer por la isla italiana— la descubrió incluso el observador menos agudo; a los asistentes al Google Camp, no obstante, no pareció que les chirriara mucho. Y hablando de megayates: parece que todo el planeta estamos afligidos por el creciente deterioro de los arrecifes de coral, de los que muchos han pasado ya por la devastadora etapa final: el blanqueamiento. Tal es nuestra preocupación que incluso Naomi Klein —otra que ‘no pilla’ la ironía, me temo— se dignó a rodar todo un corto documental sobre el tema, gran parte del cual consiste en imágenes de ella y su hijo, los dos buceando felices en lo que queda del Great Barrier Reef. Esa lógica de ‘Ya sé que todo esto es consecuencia de la actividad humana, pero… es sólo media hora, voy a tener mucho cuidado’ la han llevado al paroxismo. Recientemente, algunos skippers por lo visto o tremendamente miopes o exageradamente vagos que querían ver los arrecifes (una última vez, entiendo) muy de cerca. Ahora sólo entras en el club de los Billionaire Boys si has chocado al menos una vez con tu yate contra un banco de corales, claro está.
Peor aún que el yate ‘pequeño’ es sólo una cosa: el crucero grande (que por cierto también es muy capaz de aniquilar arrecifes de coral), ese vehículo que destroza no sólo ecosistemas marinos en sentido literal, sino también ecosistemas urbanos más bien figurados. El gran David Foster Wallace nos habló de la realidad atronadoramente banal de un viaje en crucero: su ensayo A Supposedly Fun Thing I’ll Never Do Again despliega unas reflexiones existencialistas bastante angustiantes (pero no por ello menos fascinantes) cuyo sombrío brillo reluce tanto más sobre el transfondo trivial y frívolo, forzadamente feliz (y por tanto, nauseabundo) de su pasaje marítimo en el MS Nadir (que en realidad, obviamente, tenía un nombre mucho más grandilocuente: Zenit). Foster Wallace mostró cómo esa fórmula de mucha, mucha gente más ganas de pasarlo bien (un mandato, como dice, «autoritario», como si te obligasen tus padres) desemboca, invariablemente, en un gran festival de banalidades.
Y ahora parece que esa banalidad ha empezado a infectar también a las ciudades más frecuentadas por las compañías navieras. Hablaba antes del problema que supone la sobreabundancia de turistas en un lugar incapaz de lidiar con ellos, un fenómeno al que le hemos puesto el anglicismo guay de overtourism. Aunque ese fenómeno (como todos) tiene un origen multifactorial, el vinculo entre overtourism y crucero es evidente: Barcelona, Venecia y Dubrovnik —tres de las ciudades más afectadas por las estampidas turísticas— cuentan con una gran actividad portuaria, antes deseada y fomentada por agentes políticos y económicos, hoy, en cambio, identificada como una de las principales causas del ‘mal de las masas’. En una de las variaciones más extrañas del archiconocido lema de Marshall McLuhan —the medium is the message—, los grandes flujos de turistas no solamente sobrecargan las infraestructuras locales, sino que han ocasionado profundos cambios en el tejido urbano, acabando con la diversidad gastronómica y comercial en favor de una oferta cada vez más genérica, homogeneizada, banal. Tales desarrollos indeseables (no en último lugar —cabe tenerlo en cuenta, yo creo— porque disuaden a turistas más acomodados que se suelen quedar más tiempo y, por tanto, gastar más dinero) se están combatiendo con medidas muy diversas: Venecia ha empezado a cobrarles una tasa especial a aquellos turistas que no se quedan a dormir; Dubrovnik está simplemente limitando el número de atraques. Hasta la mismísima Organización Mundial del Turismo se preocupa por el asunto: ha publicado —fiel a su línea de organización híper-burocrática— un catálogo de nada menos que 68 medidas recomendadas, distribuidas en once estrategias distintas. La mejor ayuda en contra del overtourism, no obstante, parece que ha sido la gran tragedia de estos años, ya que, con las restricciones universales que acarreó, la pandemia acabó también con los flujos desmesurados de turistas en busca de esparcimiento. Está por ver si, una vez que todo esto haya terminado de veras, vamos a encontrarnos con unos paisajes turísticos cambiados, renovados y menos llenos, o si, sencillamente, conoceremos otro extraño avatar más del Eterno Retorno.
Pero sea cual sea el turismo del futuro, creo que haríamos bien teniendo en mente una cosa. No nos olvidemos de que —detrás de su apariencia gorda y grotesca, más allá de sus deformaciones obscenas— en el corazón de ese feo fenómeno del overtourism encontramos un pequeño cristal puro y luminoso: la suerte (que muchos de nosotros tenemos) de poder viajar, descubrir el mundo y ver con nuestros propios ojos (de semiólogo, diría Culler) todo aquello que antaño uno podía conocer solamente de forma mediada, de ‘segunda mano’. Muerte en Venecia o Watermark se leen de otra manera cuando uno ha estado allí. Quizá sea excesivo llamar a ese desarrollo ‘democratización del viajar’, pero algo de eso sí que hay en él. Demasiado de cualquier cosa es malo, y eso es especialmente cierto para el caso del turismo; pero volver a los orígenes, esto es, un turismo en plan Grand Tour, asequible exclusivamente para los happy few a los que el bueno de Stendhal —citando a Shakespeare— dedicó su novela La cartuja de Parma, sería mucho peor. E incluso hoy, en plena ‘temporada alta’, hay rincones en Venecia en los que, a la una de la noche y sin compañía alguna, uno tiene la impresión de que todo aquello se construyó para ese preciso momento, para ese efímero triángulo de agua, luna y corazón.

*Un millón de gracias, de nuevo, a la magnífica Alexandra Semenova, quien siempre nos enseña que el modo turístico de percepción más impactante es el visual, tal y como aprendió Goethe.
0 comments on “Cartografía del turismo: longitudes, latitudes y actitudes del viajero”