Hay una frase a mitad de Isla Decepción (Seix Barral, 2021) con la que Paulina Flores (Santiago de Chile, 1988) bien podría haber hablado de sí misma: «lo que sea que venga, viene a arder»; y es que la autora chilena, nombrada como una de las 25 mejores narradoras jóvenes en español por la revista Granta, no escribe textos ignífugos, sino todo lo contrario: llenos de madera, chispas y gasoil. Tras su aclamado debut literario -la antología de relatos Qué vergüenza (Seix Barral, 2016)-, charlamos con ella sobre su primera novela: una obra redonda acerca de la huida, la amistad, el amor y la incomunicación.
PREGUNTA: Decía Marta Sanz al final de pequeñas mujeres rojas (Anagrama, 2020) que «quien escribe siempre es, centrípetamente, personaje de una obra y que los personajes de una obra son las centrifugaciones enmascaradas de quien escribe». ¿A ti te ocurre? Concretamente, ¿te ha sucedido en Isla Decepción, donde la protagonista se llama Marcela -que es, sin ir más lejos, tu segundo nombre-?
RESPUESTA: En este caso, lo que me pasó a mí con Marcela fue más bien un desafío. Le puse ese nombre porque cuando escribo necesito que los personajes me suenen familiares, naturales, que no me hagan ruido; pero, aunque es algo que suelo hacer a menudo, con Marcela fue distinto. Con ella, mi intención principal, más allá de conocerla, era irla descubriendo poco a poco. De partida era virgo, lo que la convertía en alguien muy distinta a mí y con quien muy difícilmente yo hubiese congeniado [risas].
Por norma general, lo que suelo hacer al escribir es ponerme en el lugar de mis personajes: pensar como ellos pensarían, vivir las experiencias que ellos vivirían, jugar un poco a la detective. Sí que es verdad que tomo muchas cosas de anécdotas personales, de historias que tengo con amigos -o con gente desconocida-, de esas noches mágicas e intensas que todos solemos tener de vez en cuando, pero luego lo transformo y voy adaptando la realidad. En el caso de Marcela, como digo, fue más una investigación que otra cosa: ponerme en su papel, obligarme a hacer actividades que yo, de hecho, no haría nunca… y gracias a eso creo que la terminé entendiendo.
P: ¿Dirías que has encontrado en lo opuesto del personaje otras maneras de narrarte a ti misma?
R: Isla Decepción es una novela que tardé en escribir cuatro años y medio, aproximadamente, y en algún punto llegué a sentir que veía a Marcela por las calles. Sentía que era un personaje que se me escapaba, que se estaba transformando en una realidad. Quería presentársela a mis amigos, que pudieran irse todos juntos de fiesta; y se me iba, se me iba todo el tiempo. En definitiva, Marcela para mí resultó ser alguien a quien conocía muchísimo, pero que por otro lado no era para nada yo. Por supuesto, yo misma fui cambiando mientras escribía la obra, y seguramente los protagonistas se alimenten de algunos de esos procesos, pero, no sé, a veces me sobrepasaba. Con Marcela quise construir un personaje femenino fuerte, pero hubo momentos en que esa fortaleza me dejaba exhausta. ¡Menos mal que tenía a las figuras de Lee o de Miguel para descansar de vez en cuando!
P: Uno de los aspectos esenciales de la novela es la incapacidad de comunicación: entre personas que hablan distintos idiomas, sí; pero también entre personas que aun teniendo la misma lengua y habitando la misma casa no coinciden en nada. A veces, ¿no nos sobran las palabras?
R: Fíjate, lo que yo creo que emparenta y hace que en algún punto sí que logren comunicarse los tres protagonistas entre sí es precisamente que todos guardan secretos, grandes dolores y cosas que jamás le contarían -ni le cuentan- a nadie. Bueno, al final Marcela y su padre sí que se cuentan las cosas, pero tampoco es suficiente.
Por otro lado, en el caso de Lee y Marcela lo que yo trataba de abordar eran todos esos elementos que se encuentran más allá de la comunicación. Cuando conocemos a alguien, es innegable que hay una parte muy intensa de nosotros que nos fuerza a contar historias: la de nuestro primer amor, la de nuestra identidad, nuestros estudios o nuestras pasiones; y esas historias, al margen de ser muy entretenidas, son las que nos pasamos la vida entera recordando. Puede que los protagonistas vayan cambiando, pero siempre hablamos de lo mismo: de amor e identidad; y eso es también lo que trata de hacer Marcela con Lee todo el rato, aunque éste no sea capaz de entenderla. Pero en su manera de contar las cosas lo que importa de verdad es todo lo que sucede alrededor: la temperatura, la atmósfera, la naturaleza que rodea la comunicación; esas otras cosas latentes, como una mirada, unos pájaros que pasan, el zumbido de una mosca… Es en el silencio, además, donde ella encuentra la tranquilidad suficiente como para confesar determinados desengaños, dentro de ese convencimiento que tienen los tres protagonistas de saberse proscritos. A Marcela, además, le sucede que por mucho hablar, por mucho que se exprese y vomite sus ideas no deja hablar al otro. A Lee se lo dice un par de veces: que por mucho que supiera comunicarse también en español no le quedaría mucho margen para conversar con ella; o como lo que le dice al final, que tras mucho interrogarle se da cuenta de que nunca le había preguntado por lo más importante: su felicidad.
Luego, con su papá sucede que ha ido a buscar en él algo con demasiada fuerza, con demasiado ímpetu y con demasiadas ganas, pero sin saber muy bien qué está buscando; y cuando lo encuentra se lleva el impacto. Al fin y al cabo, ella, que se encuentra en la treintena, lo que quería era lograr una especie de síntesis, entender algunas cosas -como su desorientación en el amor- y decir: «¡por fin lo hemos logrado! ¡Alcanzamos la meta juntos, papá!», pero realmente no es así. A pesar de que ambos se quieran, se admiren y sean muy parecidos, las personas van cambiando; y mientras uno avanza para un lado los demás pueden estar dirigiendo sus pasos hacia el contrario. Y también puede que de repente te encuentres con lo que estabas buscando, pero ese encuentro suele ser efímero.
P: En Afortunada de mí, uno de los relatos de tu primera obra publicada, Qué vergüenza (Seix Barral, 2016), decías, precisamente, que «la confianza solo era posible cuando no sabías de antemano todo sobre el otro». Siguiendo estas palabras, ¿no tendríamos que entablar más relaciones con desconocidos?
R: Eso es ya como una adicción para mí: hablar con desconocidos [risas]. Hubo una época, de hecho, en que trabajé como periodista para un diario chileno que se regalaba en el metro y donde mi labor consistía en entrevistar a cualquier persona que estuviera caminando por la calle y que me llamara la atención. Yo simplemente me acercaba y le decía: «hola, ¿podemos hablar?», y me pasaba como una hora entera escuchando su historia para luego transcribirla y resumirla en 300 palabras. Coincidí, además, con un amigo fotógrafo que también se dedicaba a retratar y a buscar personajes por la ciudad, y en esas experiencias fue donde descubrí todas estas cosas maravillosas de las que antes hablábamos, todo lo que es capaz de suceder alrededor de una conversación, como si las luces se fuesen apagando y fuéramos quedando poco a poco en intimidad. Es, también, una especie de sueño, ¿no? ¿o soy yo la única que anda mirando a desconocidos todo el rato?

P: Hace poco publicabas en Cuadernos hispanoamericanos una historia sobre tu obsesión con el papel higiénico cuando llegaste a Barcelona. En ella, escribías: «¿Una persona que elige un papel higiénico rosa tendrá también un temperamento tranquilo? ¿o funciona como con el amor y nos atraen los polos opuestos, aquello que nos hace falta?» Siguiendo con la metáfora, ¿podríamos decir que el amor es -a veces- una mierda?
R: ¡Ay, no! Si me hubieras hecho esta pregunta hace unas semanas te hubiera dicho que el amor es una frivolidad, que ahora lo importante es luchar contra el fascismo, pero mi opinión va cambiando según el contexto; y aunque hace unas semanas creyese que ya no me gustaba nadie, que eso era algo ridículo e infantil, ahora ya volví a mi centro, donde el amor, el romanticismo y el discurso amoroso son elementos esenciales. O sea, personalmente estoy como en una búsqueda, que es algo que a Marcela también le sucedía cuando se daba cuenta de que si continuaba amando de la forma en que lo hacía iba a terminar matando a alguien -o matándose a sí misma-, pues su modo de querer era muy tóxico, muy intenso, muy aferrado a los principios -a pesar de que ella fuese infiel y mentirosa-.
Lo que sucede hoy en día con el amor es que una gran parte de la población está -y yo misma me incluyo- experimentando y abriéndose a nuevos tipos de relaciones -algo a lo que, por cierto, han contribuido mucho el feminismo y los movimientos sociales-. Y yo también estoy en eso: experimentando, buscando, dándome cuenta de que el futuro que la gente extrapolaba para mí cuando tenía 15 o 20 años no se está cumpliendo, y ahí sigo: haciendo de mi vida una aventura. Del amor también, claro; y es que cuando tenía unos cuantos años menos para mí el amor estaba relacionado con las proyecciones de ser adulto, con lograr ciertas metas y alcanzar la madurez, pero ahora que tengo 32 me doy cuenta de que lo verdaderamente asqueroso es ser adulto y no el amor. Al fin y al cabo, todos podemos llegar a ser ciudadanos y amantes responsables sin la necesidad de ser maduros. Ya sabemos que nada es de color de rosas, pero en este punto de mi vida todo me parece interesante; y las cosas relativas al amor me tienen muy atenta: con mis amigos, con mis familiares, con mis parejas… aunque ya no se usa tanto la palabra «pareja», ¿no? Ahora se habla más de vínculos, que es algo que a mí -a pesar de parecerme un término un poco desangelado- me gusta más.
P: La protagonista de Isla Decepción tiene, de hecho, una concepción bastante particular acerca del amor; o, más bien, acerca de la (in)fidelidad. Entre otras cosas, afirma que «cuando eres infiel una vez, luego solo sigues haciéndolo. Es que es muy difícil detenerse. Yo creo que se parece a escapar». Sin embargo, hasta los infieles le prestan fidelidad a algo, aunque sea al deseo…
R: En el caso de Marcela, ella es una persona que sufre mucho y que traiciona mucho a la vez. Para ella, ser infiel es una especie de alimento creativo, una forma distinta de conectar con los demás, de cambiar, de transformarse… es el único momento en que se permite dejar de ser rígida, dúctil, vulnerable, e interpreta a otra persona. Lo que pasa, sin querer hacer yo una defensa de la infidelidad [risas], es que el deseo no tiene que ver con el amor: simplemente pasa por otro lado. Desear no implica dejar de amar, es un concepto mucho más complejo, algo que no puede entenderse a partir de una sola teoría, sino a través de las miles de situaciones que nos pasan a diario. Es lo mismo que nos sucedía cuando nos enamorábamos por primera vez: en el colegio, en el instituto, en la universidad… donde no sólo construías un amor, sino que también te ibas construyendo poco a poco a ti mismo. Y es muy complicado desapegarse de esa idea, de esa identidad primigenia que forjaste y de la que tienes que despedirte cuando se termina una relación determinada… Además, cuando estás en esa época de tránsito hacia la adultez -que no es otra cosa que trabajar, ser un asalariado y darse cuenta de que el mundo es una mierda- como que las cosas son doblemente dolorosas, porque ya ni siquiera sientes el consuelo del amor.
Lo cierto es que yo quería mostrar en la novela a una mujer así: infiel, desafiante, juerguista, que lo pasara bien; porque sentía que no habían muchos modelos, y que todos los que había estaban pasados por la pluma masculina. Necesitaba mostrar mi propia versión [risas].
P: El deseo tiene muchas vertientes de todas formas. ¿Cómo dirías que se desarrolla este impulso en tu manera de escribir?
R: Pues de un modo total. Justo el otro día en una charla alguien me decía: «el amor no es sufrimiento», y a mí instintivamente me salió responderle con una pregunta: «tú, cuando escribes, ¿amas escribir? ¿y no sufres también a veces?», a lo que la persona en cuestión me contestó que sí, que también [risas]. En este sentido, a mí me sucede lo mismo: disfruto intensamente escribiendo, pero esa intensidad a veces me pasa factura. Isla Decepción yo la confeccioné de un modo frenético: poniéndome a trabajar a las siete de la mañana de lunes a viernes, terminando algunos días a las siete de la tarde, experimentando jornadas maratonianas en las que, además, no terminaban de salir muchas palabras -porque yo suelo escribir muy lento-, pero disfrutaba de cada momento y pensaba: «no puedo ser más feliz». Estar en mi escritorio, siendo consciente de ese instante y de ese lugar de verdad que suponía para mí la felicidad máxima, y ayudaba a contrarrestar los también infinitos momentos de frustración: esos ratos en que maldecía mi educación, en que me sentía tonta, estúpida, incapaz de encontrar las palabras adecuadas… A veces también me venía abajo porque nada funcionaba, semanas enteras que se iban a pique pero que, por fortuna, justo el viernes remontaban porque empezaba a surgir algo. Sólo hay que tener fe y paciencia, aunque esa paciencia sea exclusivamente teórica.
A mí, por ejemplo, la ansiedad me ayuda mucho a producir. Soy como Kanye West: no llego a fases maníacas, pero estar ansiosa me ayuda a pensar en un millón de posibilidades distintas para un mismo problema -ficticio-; y eso al escribir es muy valioso, pues te ayuda a sopesar todas las acciones y todas las palabras.
También le debo muchísimo a mis amigues, por supuesto; que no sólo me levantaban en los momentos difíciles, sino que también me aportaban un montón de ideas en la faceta creativa. Cada vez que tenía una duda los llamaba, nos juntábamos, íbamos a tomar algo… y eso me aportaba unas dosis de inspiración altísimas. De verdad, es muy útil juntarte con personas que piensan de forma distinta: con amigas ingenieras, con escultores de cerámica, con fotógrafos, con amigos que trabajan en un call center… al fin y al cabo, todos tenemos cerebros diferentes y eso puede ayudarte a abordar los problemas de una manera distinta, como cuando te enfrentas a una ecuación matemática. Desde luego, por su parte fueron hartos años, harta inspiración y harta humanidad.


P: En tu obra hay muchas referencias musicales. Al comienzo de Buda Flaite, por ejemplo -que es el cuento con el que apareciste en la revista Granta después de haber sido nombrada como una de las 25 mejores voces mejores de 35 años en español-, encontramos a un personaje que está escuchando la canción ‘Bendiciones’ de Bad Bunny en el móvil, que es algo que a ti te sirve para declarar que la música «-cualquier música, siempre-» afirma irrevocablemente que estamos aquí. Ahora que ha salido James Rhodes diciendo que él no entiende el panorama actual y que, por favor, alguien le explique «lo del reguetón y Bad Bunny», ¿tú que le dirías?
R: Ay, pues no conocía esta polémica. Sí que conocía a James Rhodes porque cuando era más chica, como con 26 años o así, me vi su serie sobre cómo la música y sus compositores favoritos le habían ayudado a superar la depresión, que era algo que por aquel entonces yo también estaba viviendo. Sea como sea, lo primero que se me pasa por la cabeza es que la música no puede explicarse: es algo que sientes o que no sientes, ya está.
De partida, y siendo yo de Latinoamérica, el reguetón en términos musicales es para mí un motivo de orgullo máximo, como para Rhodes debe de serlo un pianista clásico europeo. Para mí es cultura, es lo que hemos importado, es pura decisión, pura alegría y puro cuerpo. En este mundo post-pandémico sin discotecas nos hemos dado cuenta de lo importante que es lo corporal: para vivir, para el alma, para generar nuevas instancias de comunicación con el baile, con el cuerpo, con la fiesta… Y en específico Bad Bunny es para mí como un amigo -aunque no lo conozca-, una persona con la que tengo muchísimas cosas en común y con la que sintonizo en el plano estético, literario y actitudinal. Es alguien a quien yo quiero mucho, pero repito que la música es algo que no se puede explicar: o la sientes o no.
Con los géneros urbanos es muy bonito ver también los feeds que se producen: cómo hay tanta gente joven y talentosa lanzándose a hacer cosas nuevas de un modo contracultural, al margen de la radiofórmula y predispuestos a colaborar. No sé, es algo que yo encuentro fantástico en todo esto: la conexión que se establece; porque igual tú estás en Chile componiendo, pero de repente te da por incorporar a tu canción una palabra de la jerga argentina o española o puertorriqueña, porque necesitas una sílaba específica o una rima concreta y la intercambias: así, sin más, con otros artistas que están haciendo lo mismo. Y es que compartir palabras es lo más bonito del mundo, porque con ello estás compartiendo siempre un poquito de tu identidad; y a mí eso me encanta.
P: Hablando de Bad Bunny… en Isla Decepción hay un montón de referencias a la cultura asiática, que es algo que a él también le apasiona: a películas coreanas, a bebidas japonesas, a series de anime… En mi caso, si pienso en islas, lo primero que se me viene a la cabeza es One Piece, donde sus protagonistas salen a descubrir mundo ondeando -entre otras cosas- la bandera de la libertad. Si de repente entraras a formar parte de una tripulación pirata -como la de Luffy y compañía-, ¿qué perseguirías?
R: Bueno, para contestarte voy a hacer mención a un cancelado total como es Roman Polanski, pero que en su película El cuchillo en el agua tiene una frase preciosa que afirma que «sólo se navega por el placer de navegar». Para mí, si surcase los mares, estar simplemente navegando ya sería un premio de por sí. Funciona igual en la escritura: «¡qué placer esta pena!», ¿cachái? Al final yo también escribo por eso: porque me gusta, porque disfruto haciéndolo a diario, no porque haya un objetivo detrás o una intención oculta; y creo que con la navegación me sucedería lo mismo: que lo haría porque es lo que querría estar haciendo.
P: Sobre la felicidad, la tristeza y la escritura siempre me acordaré de la primera frase de Olvidar a Freddy, otro de tus relatos en Qué vergüenza, que decía lo siguiente: «estoy tan triste que podría empezar un diario de vida». A la hora de empezar a narrar, ¿a ti qué te mueve más: el dolor o la alegría?
R: Pues paso por todos los estados de un modo esquizofrénico e imprevisto. A veces escribo muy bien triste, por ejemplo; otras, eufórica, que es lo que me está pasando últimamente cuando escribo poesía, que es algo que además estoy haciendo de forma instantánea, impulsiva, en el celular, probando nuevos registros. Yo solía ser antes muy cuadriculada, muy perfeccionista: atada a un escritorio y a una serie de manías; pero desde que me fui de Chile siento que soy capaz abstraerme de cualquier circunstancia -aunque esté con mi grupo de amigos- y escribir hasta de pie. Sólo necesito algo donde poder afirmarme, como las notas del móvil o una libreta y un lápiz -que siempre llevo conmigo-. Lo que me interesa más que nada es estar conectada con el presente y ser consciente de todo lo que me rodea, más que de una sensación específica.

P: Para la escritora gallega Berta Dávila, que curiosamente también tiene una obra titulada Illa Decepción (Galaxia, 2020), «la literatura es levantar una isla desde la nada, elevar el relato de lo que nos pasa para situarnos dentro de él». También, «a diferencia de la vida, permite acotar el territorio dentro de un límite, le da al novelista la oportunidad de cerrar una puerta y señalar que todo lo que hay dentro de ella es un universo completo. Por eso, la novela como lugar es una isla, y el poder fundamental del escritor es nombrarla y determinar dónde termina la costa y dónde comienza el mar». ¿Estás de acuerdo con esa imagen?
R: Al escribir la novela, yo lo que quería era quedarme a vivir en la Isla Decepción. No quería salir de ella, llegando incluso a episodios de locura que se presentaban cuando yo misma no sabía cómo cerrar la historia, cómo huir. Hace poco tuve una conversación con una chica en la Universidad de Granada que era DJ y que me preguntaba acerca del proceso creativo. Ella me decía que no le costaba nada empezar con sus proyectos, pero que no sabía cómo terminarlos; y luego también me daba la respuesta, porque es que en la vida los finales realmente no existen. Todos los días te vas a acostar y al día siguiente de nuevo amanece, ¿no? El único fin real podría ser, acaso, la muerte, pero es que ni siquiera tenemos una conciencia real de ese momento. En el arte, ponerle fin a las cosas es lo más artificial que existe; y al igual que hacemos miles y miles de rituales para empezar, también deberíamos hacerlos para ponerle fin a las cosas, o para que al menos nos ayuden a ser un poco más conscientes de esto.
Por otro lado, la Isla Decepción de la novela para mí también funciona como un chiste, como una muestra de lo difícil que es lograr el aislamiento, a pesar de lo mucho que se empeñan los protagonistas en conseguirlo. Es, en cierto sentido, una comedia de equivocaciones, una suerte de fábula acerca de la gentrificación en un momento en que ni siquiera en una isla desierta seríamos capaces de hallar la soledad, pues siempre va a haber una botella de Coca-Cola que nos recuerde que no estamos solos.
P: Y si la literatura es una isla, ¿cómo sería la tuya particular?
R: Yo creo que sería un lugar medio esquizofrénico [risas]. Tendría montañas, selva, grandes mesetas… algo mitad llanura y mitad tropical, algo muy extraño [risas], y donde coexistieran a la vez todas las estaciones del año; un poco como mi manera de escribir.
*Fotografía de cabecera tomada y cedida por Paloma Palomino.
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