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Marina Garcés: «Las utopías y las distopías no son sino formas neorreligiosas de activar el imaginario de la condena y de la salvación»

Entrevistamos a la autora de 'Un mundo común' (Bellaterra, 2013) o 'Escuela de aprendices' (Galaxia Gutenberg, 2020) y le preguntamos acerca del futuro, el utopismo y la deriva de la civilización.

El pasado 30 de noviembre arrancaba en el Centro de Cultura Contemporánea Condeduque otra fantástica temporada de coloquios de su área de Pensamiento, capitaneada por la inigualable Giselle Etcheverry Walker. En esta ocasión, la sesión inaugural llevaba el título de Utopías: deseos de futuro, y fue introducida por el escritor Daniel Gascón y protagonizada por el politólogo Manuel Arias Maldonado, el historiador Juan Pro y la filósofa Marina Garcés, junto a la que conjuramos al espíritu de Tomás Moro para hablar sobre el origen de las utopías modernas, el papel -nunca salvador- de la cultura y el verdadero significado de una vida rica y valiosa. Tras una fantástica charla mantenida en las primeras -y privilegiadas- filas de un auditorio vacío -no el del evento, por supuesto, que estuvo rebosante-, volvemos a poner el foco sobre ella, que ilumina el «campo de batalla» con un halo de sabiduría al margen de cualquier estereotipo o parábola de redención.

PREGUNTA: En el prólogo de Utopía que publicaron desde la editorial Sarpe en 1984, los responsables de la colección Los grandes pensadores recordaban la influencia que tuvo la obra original de Tomás Moro en tanto descubridora de cómo «el lugar mejor se convirtió en el futuro mejor» en la época de los grandes descubrimientos y conquistas. A día de hoy, ¿qué lugar sería ese?

RESPUESTA: La idea de que el lugar mejor es el futuro mejor puede tener maneras muy distintas de entenderse y de traducirse, porque para mí, inequívocamente, la siguiente pregunta sería: ¿para quién? ¿Un lugar mejor para todos, de forma universal, de forma igualitaria? ¿O un lugar mejor entendido de manera privatizada, oportunista? Es decir, ¿el «lugar mejor» será para aquellos que lo pidan -y que quieran garantizárselo para sí mismos y para los suyos, sin importarles los demás- o lo estamos abordando de un modo colectivo, a partir de proyectos transversales y que obedezcan a los principios de la justicia universal? Aquí está la disputa de nuestro tiempo, y toda la historia de la modernidad se articula alrededor de esta respuesta. Yo creo, además, que ahora mismo nos encontramos en un momento de futuros en disputa donde nadie termina de ser capaz de imaginar un futuro para todos. Al contrario: cada uno trata de garantizarse el suyo a toda costa y de que éste sea, encima, mejor que el de los demás.

P: A este respecto, tú misma sostienes en el ensayo Un mundo común (Bellaterra, 2013) que «en las sociedades occidentales modernas la palabra nosotros no nombra una realidad sino un problema. Es el problema sobre el que se ha edificado toda nuestra historia de construcción y de destrucción. Incluso podríamos decir que la modernidad occidental, hasta hoy, es la historia ambiciosa y sangrante del problema del nosotros». ¿Hasta qué punto son capaces de coexistir estas apreciaciones?

R: El hecho de que la palabra «nosotros» nombre un problema lo que quiere decir -también- es que nombra algo para lo que no hay una única respuesta, y no sólo en un sentido teórico o retórico, sino también en un sentido ético y político. Para algunos, la respuesta siempre será de tipo particularista -ya sea a nivel individual, grupal, identitario, territorial, nacional…-; y para otros, con posiciones ideológicas y políticas distintas, ninguna respuesta particular valdrá nunca si ésta no es capaz de abarcar a todo el mundo, un poco como la idea marxiana que sostiene que «yo no soy libre si no lo son todos» o de que «no hay dignidad que no interpele a todos los seres humanos», como sostenía Albert Camus. Y aquí es, precisamente, donde se juega la batalla política: preguntándonos qué tipo de respuestas dar ante cada situación y qué posición tomamos frente a ellas, teniendo en cuenta las condiciones materiales e históricas de cada momento. Desde luego, quien encuentre la respuesta más eficaz será quien gane la partida, y es eso a lo que estamos jugando ahora mismo, mientras vamos renunciando a obtener conclusiones de tipo colectivo y universal; y esta es, sin duda, una renuncia muy peligrosa que nos acecha y nos persigue a todos por igual.

P: También decía Tomás Moro en Utopía que «donde todo se mida por el dinero, no se podrá alcanzar que en el Estado reinen la justicia y la prosperidad». Una de las partes que más me llamó a mí la atención del clásico, de hecho, tenía que ver con el modo en que las joyas y el oro sólo servían para hacer cadenas y retener a los presos, por sus condiciones de dureza y durabilidad… Dinos: en una época en que las joyas y el dinero nos tienen también atrapados, pero de una manera completamente distinta, ¿cómo debemos actuar?

R: Bueno, en el ejemplo que mencionas de cómo Tomás Moro se refería al oro y a las joyas en esa supuesta Utopía tenemos el camino, ¿no? En realidad, ahí lo que está haciendo el autor es diferenciar entre el valor de uso y el valor de cambio -adelantándose a Marx un par de siglos, incluso-. No en vano, el oro ha tenido valor en todas las sociedades por sus características como metal incorruptible, vinculando su atractivo a su utilidad; otra cosa ya es, luego, su valor especulativo, que es donde podríamos empezar a hablar del dinero como continuación de esa idea hasta llegar a su valor financiero, que responde a una derivación cada vez más exponencial de lo que suponía en una primera instancia. Claro, el conflicto histórico entre el valor de uso y el valor de cambio, entre lo que nos da valor en la vida -la riqueza entendida como aquello que hace que la vida sea mejor- y lo que constituye un valor a causa de la acumulación y la especulación, es el motivo por el cual el capitalismo construye sus propias nociones, cuyo mantra es la consigna del «valor que genera valor» por sí mismo. A partir de ahí, la cosa puede complicarse, y podemos hacer muchas carreras de Economía y muchos másteres, pero la cuestión es precisamente esta: el capitalismo no es una cuestión de tener más o menos riquezas -ya se acumulaban tesoros en la antigüedad y ya surgió el rey Midas como mito en la época de los griegos-, sino entender que las cosas tienen valor en tanto que son capaces de generar más valor por ellas mismas, que es de donde surgen los problemas.

Por ejemplo, una de las mayores dificultades que tenemos nosotros como sociedad es la que nos encontramos al ver en qué hemos convertido los metros cuadrados en los que vivimos. Cuando la casa, el hogar, el espacio de vida y de convivencia por excelencia se convierte en un bien especulativo -como también le ha ocurrido a los alimentos- y debemos entenderlo como tal, por encima de su valor vital, nos encontramos con una definición bastante acertada de lo que es el capitalismo; y nos enseña, también, aquello contra lo que debemos luchar. Porque, dime, ¿qué es lo que hace que una vida sea rica? De valor, de sentido, de bienes placenteros… yo, particularmente, creo que la dignidad, que es lo que nos permite a fin de cuentas que todo lo anterior sea posible -y ya no sólo deseable-.

P: Y en todo esto, ¿la cultura qué papel juega? Recuerdo otra de tus reflexiones en Un mundo común donde afirmabas que «la cultura no es un producto a vender ni un patrimonio a defender. Es una actividad viva, plural y conflictiva con la que hombres y mujeres damos sentido al mundo que compartimos y nos implicamos en él». ¿Es, entonces, la cultura un garante de la justicia y la prosperidad?

R: Cuando hablamos de «cultura», así, a secas, yo opino que lo mejor es levantar todas las sospechas históricas posibles. Es decir, admitir que la cultura por sí misma no es buena -cosa que no quiere decir, por supuesto, que sea mala-, sino el conjunto de sentidos y de formas posibles que vinculan a una sociedad que: primero, la siente como suya -o como ajena, pero cercana-, y segundo, que es capaz de recibir de ella toda clase de valores, desde los más jerárquicos, machistas, capitalistas, racistas y dominantes hasta justo los opuestos. Entonces, yo vuelvo a la pregunta de «¿quién?» y «¿para quién?»; es decir, ¿de qué cultura estamos hablando? E igual de importante: la cultura, ¿entendida para quién?

Esa consigna que les encanta pronunciar a los políticos de que «la cultura nos salvará» es una rotunda mentira, por ejemplo. La cultura nos ha sacrificado cuando ha hecho falta, ha despreciado a otras culturas cuando éstas no le encajaban, ha creado códigos de valor y jerarquías de todo tipo -desde lingüísticas hasta estéticas-; vaya, que es un instrumento de creación de sentido y vínculos, y este vínculo puede llegar a actuar de muchas formas. Lo que hay que hacer es entenderlo como un campo de batalla entre valores y sentidos diversos, entre sujetos políticos diversos, y como campo de batalla debe de ser un espacio común, abierto y en constante disputa. Si no, ya conocemos las consecuencias, muy relacionadas con lo que llevamos viendo desde hace un tiempo en el mercado: la versión de la «cultura» como gestora de las diferencias, los gustos y las capacidades de consumo, que es lo que la ha convertido en una cárcel de lo posible, muy alejada del propósito emancipador al que antes nos referíamos.

P: Has escrito mucho también sobre la necesidad de que los hombres y las mujeres se impliquen en el mundo. ¿De qué forma dirías que debemos hacerlo? O, más bien, ¿qué significa «implicarse» hoy en día?

R: Es algo que también tiene muchos sentidos posibles. Yo pienso que últimamente las personas nos hemos convertido sobre todo en espectadores y consumidores, en clientes de nuestras propias sociedades. Sin ir más lejos, es algo que nos sucede con los servicios públicos, especialmente con la Sanidad y la Educación, que son nuestros pero a los que accedemos y nos acercamos única y exclusivamente como usuarios. También es algo que sucede de forma evidente en el mundo cultural, por supuesto; es decir, que la propia cultura se presente a sí misma como una industria, que tenga unos públicos entendidos como targets y cuotas de mercado, sin disimularlo siquiera, lo que señala es que ser espectador y consumidor es un determinado modo de estar en el mundo que neutraliza lo que yo vengo a llamar implicación.

La implicación, por su parte, no exige estar haciendo cosas todo el rato, porque también existe una cultura participativa muy falsa por ahí, como cuando nos dicen que en una obra de teatro inmersiva estamos siendo protagonistas de la pieza y en realidad ya están todos nuestros movimientos calculados. Participar e implicarse no es, desde luego, hacer lo que otros ya saben que vamos a hacer. Es otra cosa. Implicarse, por ejemplo, podría ser escuchar bien: un concierto, una clase, una charla… ¿y qué quiere decir «bien»? Pues que el contexto de sentido en que eso está pasando tenga que ver con algún tipo de inquietud compartida, aunque no sea la tuya. Por suerte siempre va a haber gente que sepa de cosas de las que yo no tengo ni idea, y que será capaz de programar y enseñarme otras cuestiones que, de no ser así, yo jamás dominaría; en este sentido, la receptividad no tiene por qué ser menos implicada. ¿Cuáles son los contextos de implicación, entonces? Aquellos en los que hay algún tipo de pregunta que pueda ser compartida, y donde si alguien cuenta algo es porque de algún modo considera que la cuestión a tratar puede ser entendida como nuestra y capaz, así, de tomar sentidos diversos. A partir de ahí, la implicación empezará a volverse activa, pero si no hay un contexto común de experiencia la participación se vuelve estéril, y ese es el hándicap con el que cuentan hoy en día muchos procesos participativos: que se llevan a cabo sin buscar ni pretender esta experiencia colectiva.

P: En tus propias palabras, además de la implicación «hay [otros] dos supuestos fundamentales de la creación moderna y contemporánea que hoy necesitan ser repensados: el compromiso, como condición del creador y la intervención, como horizonte de su actividad creadora». ¿Cómo?

R: Para mí, todo lo que conlleva la palabra «compromiso» es muy interesante, pues podemos entenderlo de maneras muy diversas. Desde el punto de vista de una cultura muy voluntarista, por ejemplo, donde el sujeto es el dueño, el amo y el causante tanto de su conciencia como de su voluntad -el sujeto político clásico-, el compromiso es siempre fruto de una decisión; pero ¿qué es lo que nos mueve a comprometernos de verdad con aquello que vivimos? En esa doble relación -entre actividad y receptividad- no todo lo que uno asimila deviene en compromiso, eso está claro; al igual que no todo lo que nos compromete es fruto de nuestra propia decisión, como podría ser el estallido de una guerra, que para la mayoría de sus combatientes -y esto es algo que nos toca muy de cerca en España- nunca suele ser un evento deseable, pero que, sin duda, no por ello deja de encerrar un compromiso. Y es que, ¿cómo afrontar una responsabilidad de tal envergadura, un compromiso no buscado? La vida está plagada de ellos, e implican ya no sólo nuestro posicionamiento, sino que pueden llegar a alterar incluso nuestra realidad de un modo profundo. ¿Cómo enfrentarnos a todo esto sin llegar a ser únicamente piezas del destino, pero sin ser tampoco dueños absolutos de nuestra existencia? Así es, al menos, como a mí me gusta pensar acerca de estos términos: desde su parte activa -la decisión, la visión- y desde su parte receptiva -siendo conscientes de que vivimos en un mundo que no hemos escogido y que, por tanto, nos implica mucho más de lo que nosotros mismos hubiéramos querido vivir y/o hacer-.

P: En tu biografía de Twitter abogas por una filosofía de guerrillas. ¿Qué quieres decir exactamente con ello? ¿En qué consiste esta postura?

R: Lo que a mí más me llama la atención de la idea de guerrilla es que ésta aparece y desaparece allí donde no se la espera. Mientras el ejército opera en el campo de batalla, la guerrilla inventa el suyo -o lo encuentra, por seguir con esta doble vertiente de sentido activo y pasivo de la realidad-. De este modo, tú te conviertes en parte de una guerrilla allí donde aparece una lucha -por vivir, por ganar un trazo de existencia, por lograr un desplazamiento del sentido, por vencer en un combate directo…-, y yo creo que la filosofía tiene mucho de esto. No en balde, cuando la filosofía acepta y se resigna a operar solamente en el campo de batalla de lo establecido lo que tenemos es una filosofía disciplinada, disciplinaria, convertida en algo que conoce muy bien hasta dónde llegan las reglas y los límites del juego, y de esto ya hay demasiado -por desgracia-. Y esta no es sólo una crítica que afecte a la filosofía académica como tal, sino también a esa otra filosofía no académica que acepta unos códigos y unos lenguajes ya construidos, así como unas maneras de estar en la esfera pública ya determinadas. La filosofía de guerrilla, en cambio, es la que genera su propio mapa actuando, interviniendo en la realidad, liberando pueblos ocupados, conceptos codificados… y lo hace mediante la labor constante de retomar y operar en el lenguaje para poder pensar o desplazar los límites de lo pensable más allá de lo conocido.

Fotografía de todos los integrantes del coloquio ‘Utopías: deseos de futuro’. De izq. a dcha.: Manuel Arias Maldonado, Marina Garcés, Juan Pro, Daniel Gascón y su magnífica organizadora, Giselle Etcheverry Walker.

P: Hemos estado hablando de utopía como lugar, como no-lugar, ¿pero qué me dices del tiempo? ¿No habría también que reconquistarlo?

R: En mi último libro, Escuela de aprendices (Galaxia Gutenberg, 2020), sin ir más lejos, yo empiezo recordando un momento en plena pandemia donde, conduciendo en mitad de la noche en pleno verano -el primer verano después del confinamiento, cuando volvían a activarse las restricciones-, de repente me saltó en el teléfono una canción de Manolo García cuyo estribillo -conocido por muchos- decía «nunca el tiempo es perdido», e hice de él un poco el motivo del ensayo: cómo aprender a recuperar el tiempo en una vida que ya se ha ido acostumbrando a rodar sin la posibilidad de perderlo; porque perder el tiempo sería sinónimo de perder valor, volviendo al tema del capitalismo. También quería hablar de cómo hasta la educación más básica de todas ha caído presa de esta fiebre y de estas prisas, de cómo los niños sienten ansiedad por pasar de curso y entienden el proceso de aprendizaje como una inversión, aunque sea en potencial, en creatividad, en imaginación…, pero es que un niño, cuando juega, no está -ni debe estar- pensando en eso. Ver cómo todos los aspectos del día a día van siendo capturados por esa especie de cárcel sobre el tiempo -sobre el tiempo vivido– es lo que me anima a pensar en el campo de batalla, que hoy por hoy no es otro que el que se centra en la manera en que espacio y tiempo hacen posible -o imposible- vivir.

P: Llegados a este punto, la pregunta que me surge es: en esto de las utopías, ¿cuánto hay de reflexión y cuánto hay de capacidad imaginativa?

R: Precisamente, Escuela de aprendices termina con un capítulo que se titula ‘Políticas de la imaginación’. Para mí, de hecho, la imaginación no es la fantasía entendida únicamente como la capacidad que tenemos los seres humanos de fabular sin límites acerca de cualquier posibilidad más o menos distinta, sino la facultad de relacionarnos de forma viva -y no cautiva- con los límites de lo posible. Ahí es donde la imaginación trabaja: vinculando lo pensable -que es humanamente infinito- y lo experimentable -que es algo un poco más limitado-.

En el fondo, cuando lo experimentable va más allá de lo vivido es cuando surge la imaginación, y en este sentido se constituye como un arte de los límites, un arte libre, manifiesto y emancipador. Lo que sucede es que hoy en día nos cuesta tanto relacionarnos con lo vivido -y con lo vivible- que la imaginación rápidamente hace el salto a la fantasía y entra a sustituir a la realidad, presentándonos el mundo en función de apocalipsis o parábolas redentoras, de utopías, tecno-utopías o distopías al más puro estilo de la ciencia ficción. Es decir, necesitamos un salto muy grande, algo que sea capaz de alejarnos de la experiencia real porque ésta nos atrapa en su literalidad, que implica un peso tan grande que vuelve muy costosa la imaginación. Y como es tan difícil imaginar, fantaseamos; y así damos el salto a una especie de totalitarismo del límite, dejando claro que pensar en ellos implica un final, bien positivo o bien negativo, que es el formato más demandado. En mi opinión, las utopías y las distopías no son sino formas neorreligiosas de activar el imaginario de la condena y de la salvación.

P: ¿Y son cosas mías o de propósitos aparentemente buenos se han derivado infinitud de consecuencias nefastas? Es decir, ¿la constante búsqueda de la utopía no nos estará acercando cada vez más a la temida distopía?

R: Totalmente. Es que utopía y distopía mantienen una de estas relaciones lógicas donde se necesitan la una a la otra; por lo tanto, es una cuestión donde es muy sencillo darle la vuelta a las cosas, del mismo modo que grandes proyectos salvadores acabaron con muchos condenados -y al revés-. Para mí, la tarea del pensamiento crítico de hoy es la de encontrar el modo de alejarse de este paradigma, pues ambos preceptos son igual de peligrosos. Lo que hay es vida -vida mejor o vida peor, pero vida al fin y al cabo- y cabe recordar que las peores pesadillas de la humanidad han surgido de momentos en que nos queríamos salvar a toda costa. Algo muy distinto a todo esto es querer vivir, por supuesto; pero querer vivir -y no me importa repetirme- no tiene nada que ver con que uno quiera redimirse. Yo misma soy muy poco utopista precisamente por esto: porque, para mí, el compromiso ha de estar con este mundo y no con otros, teniendo siempre en cuenta que no existe una única realidad -la que se nos muestra y se nos impone como obvia, inequívoca y evidente-, sino que también existen posibilidades distintas de habitar lo conocido. No le quito valor a la utopía como elemento crítico, eso sí, como la posibilidad de inventar mundos que nos hacen ver lo que hay de malo o de rechazable en este por medio de la fantasía y del pensamiento, pero como objetivo u horizonte político yo creo que termina siendo parte de los mensajes de salvación.


*Imágenes cedidas por el Centro de Cultura Contemporánea Condeduque.

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