Destacados Entrevistas Literatura

Jorge Díaz de Losada: «Cada persona encuentra una isla en su particular patria chica»

Parafraseando la dedicatoria que nos regaló, pasamos con Jorge Díaz de Losada (Santa Cruz de Tenerife, 1975) una tarde «ni muy larga ni muy corta», y mantenemos «una excelente conversación» a propósito de su flamante poemario: 'El eco de la mirada' (Cuadranta, 2022).

Hace poco descubrí una reflexión atribuida a San Agustín de Hipona que decía lo siguiente: «¿Cómo mido el tiempo? Con la sílaba, con la línea, con el poema». Y, desde luego, también podría haber salido de la pluma del chicharrero Jorge Díaz de Losada (Santa Cruz de Tenerife, 1975), que acaba de publicar su primera obra, El eco de la mirada (Cuadranta, 2022), un libro atemporal que recoge reflexiones deslumbrantes sobre el paso de los días, la distorsión de la memoria y lo infinito de la vida -o las vidas-, que nunca empieza ni acaba en uno mismo. Para él, eso sí, la sílaba obedecería necesariamente al ritmo de la música, la línea sería curva, como la de una chumbera, y el poema… bueno, del poema -o poemas, más bien- charlamos a continuación.

PREGUNTA: En tu caso, también empiezas citando una de las confesiones de San Agustín, donde el místico se preguntaba: «¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé». ¿Dirías que la escritura te ha ayudado a comprenderlo?

RESPUESTA: La cita de San Agustín es sublime, ¿verdad? Del mismo modo, es uno de los primeros resultados que te encuentras cuando te pones a investigar sobre el tiempo, porque es una frase que llama la atención y refleja a la perfección esa inquietud y esa incapacidad de definición que todos sentimos cuando nos vemos cuestionados al respecto. Yo, al menos, me siento así: incapaz de explicar el asunto de manera sencilla. Por si fuera poco, no dejan de salir estudios que difuminan las evidencias, como uno que leí hace no mucho en Quanta que explicaba cómo el tiempo podría, incluso, no existir, ¡así que imagínate tú lo complejo que se vuelve todo!

En este sentido, la primera impresión que a mí me sobreviene cuando hablo de estas cosas es que la magnitud del tiempo, como digo en el prólogo, no me resulta en muchas ocasiones real. Es decir, el hecho de cómo percibimos el transcurso del tiempo, y de cómo eso es capaz de afectarnos en nuestras relaciones personales o en nuestra relación con el medio, es algo que me parece muy sugerente, sumamente poético, pues perder la noción del tiempo es como perder el apoyo del suelo, mientras por otro lado surgen nuevas formas de estar, de pensar y de entenderte.

A nivel personal, mi forma de experimentar el paso de los días es la misma que tiene casi todo el mundo, creo: vivo corriendo detrás de un reloj, me gusta ser puntual, soy bastante estricto con ello -sobre todo con mis hijos, porque entiendo que es algo importante para organizarte y para poder sacarle partido a la jornada-, pero también soy consciente de que todo esto puede esfumarse en cualquier instante, como cuando nos sentimos en nuestro elemento, que diría Ken Robinson al hablar de cuando estamos profundamente embebidos en un asunto y no sabemos las horas que llevamos en ello. O como cuando estamos soñando despiertos, vaya. ¿No hay, acaso, minutos que se hacen larguísimos y horas que se pasan en un suspiro? Esa es la sensación que yo vivo a diario, al menos. Y es, efectivamente, la que me ha llevado escribir muchos de los poemas de El eco de la mirada.

P: Sea como sea, el tiempo es algo que se enmarca entre el ayer y el mañana. O como tú mismo apuntas: entre «la necesidad de construir constantemente la identidad» y de «mantener un arraigo».

R: Esto es algo inevitable, ¿no? En el transcurso de nuestra vida, de nuestra propia historia vamos creando diferentes facetas que van surgiendo, que vamos sacando y con las que vamos experimentando y haciendo camino; pero siempre necesitamos sostenernos en un arraigo, mantener ese hilo conductor que te vincula con el pasado, con la niñez, con eso que llamamos «identidad» y que tan relacionada está con la memoria. Pero, por desgracia, la memoria tiene que ver muy poco con la realidad -a veces es una distorsión, a veces es una invención-, y por eso me parecía interesante darle relevancia a esa dicotomía, ya que asentar una buena base, unos buenos cimientos es lo que nos permite luego avanzar sin demasiados titubeos.

Todo esto también lo vivo mucho con mis hijos. Hay una frase muy repetida en el mundo de la crianza, de hecho, que resume a la perfección este dilema, que es: «dale a tus hijos alas para volar y raíces para volver», y que del mismo modo se vincula de una forma muy precisa al paso del tiempo. Porque hay etapas en la vida que vuelan y también hay otras que se arraigan, que se asientan, como bien supo trasladarnos Thomas Mann en La montaña mágica. Allí, de la mano de sus inolvidables personajes, que se encontraban perdidos de la mano de Dios, en un sanatorio de los Alpes suizos, nos enseña que los periodos de la vida en que siempre estamos haciendo lo mismo, y que en nuestro día a día sentimos como largos porque se nos vuelven aburridos, arduos y tediosos, la memoria los transforma en instantes brevísimos, pues todas las jornadas terminan pareciéndonos iguales; mientras tanto, aquellas etapas que uno vive encadenando novedades y cambios, y que en el momento se perciben de una forma veloz y palpitante, en el recuerdo, cuando pasan los años, aparecen como lapsos de tiempo reposados -dilatados, incluso-. Y ahí volvemos al tema de la distorsión. Al modo en que uno vive, sí, pero también al modo en que uno mantiene en la memoria los tiempos pasados.

P: ¿De dónde beben las raíces de tu curiosidad literaria?

R: A mí siempre me ha gustado mucho leer, y he intentado ir acercándome -con mayor o menor fortuna- sobre todo a aquellas referencias importantes y canónicas, a esas obras de las que uno sabe que no vale la pena prescindir. De ahí surge, precisamente, un listado que llevo años confeccionando de obras de arte -literarias, pictóricas, musicales- que mis hijos no deberían perderse -si tienen la oportunidad, claro-. Pero sí: trato de leer todo lo que puedo, aunque curiosamente nunca me he adentrado demasiado -al menos bibliográficamente y de una forma concreta- en el tema principal del poemario. Es verdad que la poesía es un género que se presta mucho a él: a la nostalgia, al recuerdo, a los amores y a los desamores que inevitablemente tienen que ver con el paso del tiempo, pero yo he tratado de otorgarle al asunto mi propia perspectiva.

P: A la hora de escribir, ¿has pretendido hacer un ejercicio de arraigo o de rupturismo identitario?

R: En este sentido, el modo en que yo me relaciono con mi propia escritura es un tanto curioso, pues, si bien es verdad que me considero una persona bastante influenciable por el arte en general, que me llega y me emociona como pocas otras cosas, mi inquietud literaria no obedece a una ambición tan desmedida. Es decir, El eco de la mirada yo no lo concebí intentando seguir un hilo conductor desde el principio, sino que más bien he recopilado escritos míos de los últimos dos años -aunque también hay alguno anterior y alguno confeccionado ex profeso– y he tratado de darles forma y hacerlos funcionar con armonía, como las pequeñas partes que conforman un pequeño todo. La recopilación ha sido, de hecho, la que me ha permitido cuestionarme a posteriori por las líneas que conectan los sentidos concretos de algunos de mis poemas, no la voluntad previa de hacerlo. Al final, cuando yo me siento a escribir, escribo; y cuando escribo, plasmo todo aquello que me sale, que al cabo de dos o tres días puede terminar dando lugar a un único poema, a dos o ninguna pieza. Desde luego, cualquier atisbo de voluntad se forma más allá de ese constructo racional previo de la planificación. Poco a poco, las cosas que me van surgiendo se terminan decantando y acaban plasmadas en el papel, y ese es un proceso del que yo no soy del todo consciente.

A mí, por ejemplo, me molesta mucho esa idea generalizada que afirma que la poesía ha de ser algo súper íntimo, súper personal, súper visceral… que, oye, admiro a quien escribe cuando se siente mal y a quien consigue llevar a cabo una suerte de auto-sanación a través de la escritura, pero no es mi caso. A mí, realmente, me gusta mucho experimentar, ponerme en la piel de alguien que yo no soy y reflexionar acerca de cómo actuaría o reaccionaría ante determinadas circunstancias que a mí no me han acontecido. También trato de plantearme, por medio de la literatura, nuevas hipótesis o vincularlas con determinadas sensaciones y emociones, a ver qué me sale, a ver qué surge, a ver qué me aporta. Y no sabes todo lo que sorprende leerte con el tiempo y admitir: ¡anda, sí, soy yo! Aunque creo que esa es parte de la gracia.

P: «Rodeada de agua, / la tierra del recuerdo es infinita, / las orillas son solo del mar / donde la roca y las arenas se cobijan», escribes. Como isleño, ¿sientes que la tierra es más propensa al recuerdo y que el mar, por otro lado, es más propenso al futuro, a los sueños?

R: Desde luego, la condición de isleño está muy presente en la obra. Es un referente inevitable. Y, aunque manido, me hacía gracia tratar de darle la vuelta a algunos de sus tópicos más recurrentes. Por ejemplo, en este verso que citas yo lo que quería era poner en entredicho la idea de las orillas, porque nunca hablamos sobre dónde orilla el mar, siempre lo hacemos poniendo el foco en las orillas de la tierra; pero, dime, ¿dónde empiezan realmente éstas? Subvertir los conceptos es a veces necesario para reflexionar acerca de estos temas: los recuerdos, los orígenes, lo infinito de la memoria y los límites de la conciencia.

Luego, el mar ha sido siempre muy evocador para los poetas. En otro de los textos de El eco de la mirada, donde escribo acerca de la punta del muelle, hablo claramente acerca de ello: del salir a lo desconocido, del buscar, que también tiene que ver -como todo- con determinadas etapas de la vida en que uno sale y va escapando: de lo conocido, sí, pero también de lo salvaje, de lo indomable. Al final, existir consiste en eso: como el lobo blanco de la taiga, que probablemente no viaje nunca por los mismos caminos, que es la verdadera esencia de la naturaleza -y también lo que está más alejado de nuestra experiencia moderna, ya que nos solemos empeñar en la rutina-. Por suerte, en el mar sigue ocurriendo lo impredecible, y, como dirían algunos, es imposible que nos bañemos en el mismo río dos veces.

P: Al autor y periodista tinerfeño Juan Cruz le gusta mucho recordar que Samuel Beckett afirmaba que un isleño jamás abandona la isla. Pero, ¿y un poeta?

R: Yo creo que todos tenemos una raíces y una conexión con aquello que nos ha marcado en determinados momentos -que, por cierto, no tienen por qué ser siempre de la infancia-. Son referentes de nuestra historia de los cuales no podemos escapar, por mucho que experimentemos situaciones completamente distantes; y esto es algo que nos afecta por igual a los isleños y a las personas de secano. Una persona de Castilla, por ejemplo, por mucho que se embarque y por mucho que consiga dar la vuelta al mundo encima de un velero, siempre recordará sus campos y sus cerros. Los canarios a veces solemos hacer demasiada apología de nuestra insularidad, que es una condición que trae consigo muchas facetas estupendas, no cabe duda, pero también creo que es muy importante poder ver la vida desde fuera para empezar a valorar lo que en algunas ocasiones tenemos. En mi caso, cuando más he echado de menos las Islas, cuando más he escrito sobre ellas o cuando más me he emocionado recordándolas es cuando he estado lejos -en Madrid, por ejemplo-. Pero ya te digo que no creo que sea una condición exclusiva del isleño; en todo caso, cada persona encuentra una isla en su particular patria chica, entendida ésta no sólo como el lugar donde naciste o donde creciste, sino también como aquellos otros espacios de tu vida que significaron algo especial. En este sentido, yo jamás podré olvidar mis primeros años como padre o mi adolescencia, que fueron etapas tan relevantes que se han venido proyectando desde entonces en otras muchas facetas de mi día a día. Al final todo depende del lugar donde uno quiera poner el foco -y el límite-, y, así, hasta el mundo entero podría ser entendido como una isla.

P: En el poema VI hablas de la chumbera como una planta que «desde algún profundo estrato / sin remedio / una locura / atraviesa cenizas, escorias, basaltos, / se abre la vida contra todo. / Gracias a todo. / Impredecible, / sin posibilidad de éxito, / sin futuro cierto. / Existencia robada al imposible / erguida frente al mar, sobre la piedra / un grito al vacío, una extravagancia, / un desafío». ¿Es algo así también la poesía: un elemento capaz de crecer en lugares inhóspitos y dotarlos de existencia, desafíos y belleza?

R: Puede serlo, sin duda. Estoy seguro de que en algún caso lo es, de hecho; pero también puede no serlo. La poesía surge de muy distintas emociones, y cada escritor tendrá ya no sólo su propia manera de hacer las cosas, sino también muy diversos orígenes o motivaciones, que pueden abarcar desde la tranquilidad más absoluta hasta la más desesperada locura. Yo creo que lo más determinante aquí es el nivel de perplejidad que uno sea capaz de alcanzar ante la vida. No en vano, a partir de la gestación del ser humano todo es ya maravilloso, y lo raro, curiosamente, es que llegue a salir bien, ¿no? [risas]. Así, lo milagroso también puede tomar forma de chumbera, cuando una semilla que cae sin que nadie la plante y que crece sin que nadie la riegue es capaz de robarle algo de tiempo al infinito.

A este respecto, hubo hace un par de años una serie documental llamada One Strange Rock que exploraba todas esas coincidencias que, sin saber muy bien por qué se dan, han permitido la vida en la Tierra, como la distancia exacta a la que estamos del sol, los componentes de nuestra atmósfera… no sé, una confluencia de casualidades que a mí, particularmente, hacen que me estalle la cabeza. Desde luego, sin el milagro de la vida no habría ni poesía ni nada parecido. Y, fíjate, toda esta reflexión ha salido a raíz de una chumbera, pero creo que uno puede hacer con cada estímulo lo que le plazca, y esa es una de nuestras mayores riquezas como seres humanos. Luego, con un poco de trabajo, técnica y dedicación -que yo creo que son los elementos consustanciales a la poesía- puedes escribir, además, un buen poema; porque ahí también distingo a los auténticos poetas de quienes usan los versos para desahogarse -simple y llanamente-. En mi opinión, la escritura es un trabajo que exige un mínimo conocimiento y una mínima intención de querer expresar algo con lo que haces, que es lo que también marca la diferencia.

Fotografía de la Chumbera que inspiró el poema número VI de ‘El eco de la mirada’ (Cuadranta, 2022), tomada por el propio Jorge Díaz de Losada.

P: En tus textos hay alusiones muy claras a la música, pero sobre todo al jazz. Para Cortázar, que era el escritor del jazz, puramente, «frente a ciertas situaciones anímicas personales» sentía que «la música es el único vehículo adecuado, las palabras son inútiles». Del mismo modo, muchas veces afirmaba que «si fuera músico, al escribir ciertos pasajes de mis libros, me sentaría al piano o agarraría el saxo para tocarlo, tocar lo que tenía que decir». ¿A ti te ha pasado? ¿Qué relación exacta guardan ambas disciplinas artísticas en tu forma de concebir la literatura?

R: Lo cierto es que, además de haberme interesado por la literatura gracias a todas las lecturas y referencias de las que antes hablábamos, también estudié unos años de música -de enseñanza no reglada, he de admitir-, concretamente de guitarra clásica, que aprendí a tocar un poco por mi cuenta a la par que conseguía leer partituras y escuchaba a los maestros. Era algo que no se me daba nada bien, sino que tuve que lucharlo por la devoción que sentía y por la emoción que siempre me había producido, que fue el motivo principal por el que yo quise acercarme a un instrumento. A día de hoy sigo tocando de vez en cuando, y es algo que disfruto y que me sigue transmitiendo sensaciones que por otro lado no obtendría. Desde luego, Cortázar era un genio absoluto con un talento y una capacidad poética increíbles, y, como no podía ser de otra manera, estoy profundamente de acuerdo con él: hay cosas que no pueden materializarse por otra vía que no sea la música. Es asombroso el punto de nitidez que es capaz de producir una canción en el recuerdo, por ejemplo, y esta es una de las grandes ventajas del arte -en general- y de la música -en particular-. Por suerte, la sensibilidad es algo que también se educa, y de lo que yo he salido enormemente beneficiado en otros ámbitos, como podría ser el arte contemporáneo o la pintura, que es un tema sobre el que mi mujer sabe bastante y que me ha ido explicando. Pasarte la vida escuchando música o yendo a conciertos no deja de ser otro proceso de sensibilización formativa. En concreto, el jazz a mí me transporta, me transforma y me parece una forma de arte que, por sus contradicciones –a priori y debido a su propia naturaleza quizás no tendría que haberse grabado nunca [risas]-, a mí me evoca un montón de impresiones. La improvisación que lleva intrínseca me recuerda a la vida, sin ir más lejos: esa capacidad de improvisar con criterio, de ir haciendo y deshaciendo, de ir sintiendo poco a poco la libertad de no estar encorsetado por unos patrones demasiado rigurosos -porque patrones sí que hay, por mínimos que sean-. No sé, a mí el jazz de los años 50 o 60 me transporta a lugares que no he vivido, que es algo que me resulta enormemente llamativo y sugerente.

P: Es curioso, porque, según cuenta Pablo Caldera en El fracaso de lo bello (La Caja Books, 2021), para Kant la música constituía la última de las artes según su valor categórico, ya que suele haber en ella «cierta falta de urbanidad, y es que, sobre todo según la naturaleza de sus instrumentos, extiende su influencia más allá de lo que se desea (sobre la vecindad); y de ese modo, por así decirlo, se impone, y, por tanto, perjudica a la libertad de los que están fuera de la reunión musical, cosa que no hacen las artes que hablan a los ojos, puesto que basta con apartar la vista, si no se quiere recibir sus impresiones». En este sentido, y siendo conscientes de que jamás llegará a ser tan inoportuna, ¿la poesía a quién crees que puede molestar?

R: Pues esto es algo que yo hablo mucho con mis hijos, no te vayas a creer [risas]. Sobre todo cuando vemos por la calle a uno de estos ciudadanos que se desplazan en sus vehículos con las ventanas bajadas y la radio a todo volumen, de quienes yo siempre digo que son gente generosa, personas que quieren compartir su gusto musical con el resto del planeta [risas]. Volviendo a Kant, y respetando todas y cada una de sus razones, lo cierto es que yo nunca me he sentido en la necesidad de clasificar las artes de ninguna manera. De lo que yo sí que puedo hablar es de lo que a mí me emociona, de mis antecedentes, de mi historia personal, de cómo veo relaciones entre unas y otras. Por ejemplo, creo que la poesía le debe muchísimo al ritmo -que era algo que siempre le preocupó a José Hierro-, a la sonoridad y a la cadencia de la música; pero entiendo perfectamente que otros, debido a sus propias circunstancias y a sus propias trayectorias vitales, sean más sensibles a otras artes y se emocionen a partir de otros estímulos, y todo es igualmente válido y positivo, tanto para el que lo vive como para el resto.

En cuanto a la capacidad de molestar, yo considero que todo arte puede -y debe, en algunas ocasiones- al menos incomodar. Hay una buena faceta del arte que está hecha con esa intención, sin ir más lejos, y es bueno que así sea. Si quieres apartar la vista, allá tú, pero lo más probable es que antes de hacerlo ya le hayas echado un ojo [risas]. Y yo soy el primero que ha leído muchas cosas que no le han gustado, eh. O que ha escrito con esa pretensión de fastidiar, como hice con algunos de los textos de la última parte de El eco de la mirada, que están hechos para escocer y para tocar un poco la fibra.

P: Efectivamente, porque, como sostienes, los últimos poemas de El eco de la mirada tienen un cariz marcadamente político. Sin ir más lejos, en algunos de sus párrafos leemos que debemos «ser valientes, rebelarse en una lucha sincera. / ser fieles a esa lucha de dentro / amordazado por la comodidad y el tiempo (…). / Sentirse parte y decidir sereno / ser una ínfima fracción del antídoto / o una gota más del veneno. / Contemplar cada circunstancia y decidir / si ser una mano más / o una mano menos». ¿Es la literatura un modo de afianzar -y de compartir- nuestros propios compromisos?

R: Mira, esas ideas, que son del último poema de todos, Omós, tienen su origen en mi época de estudiante, cuando leí por primera vez -y archivé- un artículo escrito por José Antonio Jáuregui en el ABC titulado, precisamente, ‘Omós, Homo: el semejante’. En él, además de tratar asuntos interesantísimos y escritos de una forma muy hermosa y humana sobre la diversidad cultural, destacaba una frase que me ha rondado desde entonces: «Todos somos seres humanos, nada humano nos es ajeno», y fue desde esa seguridad, desde esa certeza de que todos somos lo mismo desde la cual yo también quise escribir algo. Y estuvo, como te digo, en mi cabeza muchos años.

Por un lado, el proceso de escribir es ponerse a hablar con uno mismo, pensar, reflexionar, y luego llegar a unas determinadas conclusiones o ideas que logramos más o menos materializar en forma de palabras. Por otro, también es una forma de compartir y de instigar a otros a que reaccionen, incluso a que te rebatan. Sin duda, creo que la escritura avanza en todas estas direcciones, además de suponer la fuente más relevante de pensamiento global y de contraste de la información.

P: «Hay una especie de interés equivocado en comprender la poesía como se puede comprender el Boletín Oficial del Estado (…). No se puede intentar ni desear una comprensión de carácter lógico o lineal, meramente discursivo (…). Si usted pretende comprender así, creo que usted está equivocado. ¿Cómo se comprende un fruto? Un fruto usted lo experimenta con los sentidos y queda enterado de que es pero a partir de una experiencia», afirmaba el poeta Antonio Gamoneda hace unos años. Por último, y aprovechando tu vertiente jurídica, ¿qué opinas al respecto? ¿Qué poética tienen las normas? ¿Qué reglas marcan los poemas?

R: ¡Me encanta! Sobre todo porque, como bien señalas, yo trabajo con el Boletín Oficial del Estado todos los días [risas]. Siendo así, recuerdo que una vez un profesor nos confesó que para ser buenos juristas había que leer mucha poesía, pues la riqueza del Derecho se encuentra en los matices del lenguaje, que es algo muy cierto. Aún así, son construcciones textuales muy diferentes y no puedo estar más de acuerdo con Antonio Gamoneda en su reflexión. Es verdad que el discurso narrativo suele ser más lógico, más fácil de seguir, pero el lenguaje poético -o la música, de la que tanto hemos hablado- gracias a su condición evocadora puede sugerirnos un espectro infinito de nuevas posibilidades. Sea como sea, si te aportan algo, ambos caminos son igual de válidos; aunque reitero la reflexión de que cuando alguien coge un poema no puede trabajarlo ni entenderlo de la misma manera con la que tratamos de aproximarnos al BOE -o a algo quizás menos aburrido, pero con una narrativa similar-, porque se utiliza en ellos una técnica distinta, una mirada distinta, una forma de entender las cosas completamente diferenciada.

Por su parte, y a mi juicio, las normas -y más hoy en día- cuentan con muy poca poética. En cualquier caso, esa poética podríamos encontrarla en la justicia, que es un poco el fin y el valor por el que el Derecho en un principio surge y se utiliza -y digo «en principio» porque tanto en el medio como en el final es otra cosa-, pero las leyes y los legisladores actualmente tienen mucha menos calidad, y esto es algo que se nota. Afortunadamente, quedan resquicios de una tradición jurídica que sigue valorando el uso de las palabras -y no un uso vacío y accesorio, precisamente- como vehículo para definir correctamente los conceptos. Porque las palabras están ahí para defender, proteger y definir ideas, y eso es algo sumamente bello; por desgracia, hoy en día esto lo vemos mucho más en la aplicación normativa que en su creación, y lo que encontramos son sentencias maravillosas, pero muy poca legislación cuya redacción esté a la altura de lo que se espera. Con todo, esa belleza es la propia de las construcciones lógicas, y no de la poesía, que, como adelantábamos antes, poco tiene que ver.

No sé si la poesía dicta alguna norma. Bebe de las suyas -que no son pocas-, eso está claro, pero es un género muy libre. De lo que no me cabe duda, eso sí, es de que la poesía es otra maravillosa forma de conocimiento, una herramienta para definir con la precisión y la claridad más absoluta determinados elementos. Y creo que leyéndola también somos capaces de llegar a determinadas certezas a las que no llegaríamos de otro modo. Ni con las matemáticas ni con la física. Ni siquiera con la narrativa.

1 comment on “Jorge Díaz de Losada: «Cada persona encuentra una isla en su particular patria chica»

  1. Toni Rodriguez

    “El eco en la mirada” es evocación, melodía y estética, algo importante en la poesía. Pero es algo más: una reflexión sobre el tiempo, el que fue, el que es y el que y/o será; un momento sin objeto de medida. Interesante este faro para no solo “verlo desde lejos”.
    Seguiremos atentos al autor.

    Me gusta

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s

A %d blogueros les gusta esto: