Me dijo que nosotros nos amamos como los pobres. Que esa fue la letra de un poema (quizás bolero) que escribió la Gata. Que nos amamos como los pobres porque no tenemos grandes lujos, sino que simplemente nos bastaba con querernos “con las manos”. Poco después pensé en leer aquel poema de Ana que relataba cómo lo ostentoso era solo un complemento de lo que realmente importa: El querer. Y sin embargo, al mismo tiempo, quiso expresar la humildad del amar-te más profundo. Dijo Gata Cattana que no aman igual los ricos y los pobres. Y pasando por alto cómo aman los ricos (porque ella no lo era al menos en dinero) se centró en el ansia del querer de los que no tienen nada. Que aquellos que no tienen lujos tengan, paradójicamente, ganas de amar, es lo verdaderamente codiciado. El dinero, dice ella, cuando entra por la ventana no importa. Esto ocurre porque los pobres no tienen en qué agarrarse más que en el otro. Cuando llega el sueldo a casa no queda otra que disfrutarlo vagamente (si es que sobra algo después de pagar las facturas de la luz) con el amado, que es el mismo que nos quiere aún sin tener un techo bajo el que resguardarse. Queremos del verbo amar aún teniendo en cuenta que es casi seguro que habrá que vivir del aire y luchar contra la marea. Los pobres no tienen ni dinero ni tiempo. Dice Ana que, entre vis a vis, entre jornada y jornada, nos queda si acaso algo de prisa para querer. Pasamos las horas laborables y mal remuneradas anhelando el abrazo ajeno: El confort aún cuando no hay viscoelástico, el calor aún cuando no se puede poner la calefacción y el alimento del beso porque grandes lujos no hay para cenar.
Recuerdo cómo nos hacían estudiar, hace ya un tiempo, cada época literaria. Todas ellas marcadas por una serie de acontecimientos que hacían de la misma (y sus poetas) una génesis del pensamiento del momento. Por ejemplo, leyendo a Ángel González podíamos desdeñar el significado de crecer en un periodo de recuperación bélica, de un hogar construido en madera roída y de un mañana más bien opaco: Esperando la llamada de una Europa que nos echase un cable para reconstruirnos por fuera porque por dentro aún hacía falta lamerse las heridas. Yo sé que no lo hemos perdido todo en la guerra, ni tenemos un recuerdo vivo de que se nos haya caído el techo encima, pero también poseemos otros males y desgracias por los que mi generación vela su muerto. Teniendo la poesía de Gata tan cerca del alma, podemos decir que uno de los temas de nuestro tiempo es la condición del amar y el vivir en una intemperie vital. Tratamos de construir un futuro apartando escombros y al mismo tiempo, aprovechando los restos para armar ciudades en las que compartir piso hasta los treinta. De lo que Gata habla es de cómo afrontamos lo que tenemos sin nada en los bolsillos, más allá de un mechero con poco gas y tabaco para liar. De cómo tratamos de avanzar y buscamos un futuro digno de reyes y la independencia del plebeyo. Porque no somos nada de eso pero merecemos que cada historia que nos atraviese como un punzón sea, como poco, vivida desde el lujo del disfrute más caníbal. Que se nos haga la boca agua viviendo. Que cada uno de los rastros de ese estar vivo nos haga ser, cada día, un yo insaciable del disfrutar la carrera hacia la muerte. Y que el gozo sea sin remordimientos ni penurias, ni llantos ni castigos, ni pastillas ni dependencia, ni podredumbre ni exilios. Que ni siendo dueños de la casa de nuestros sueños sepamos, como poco, cerrar a cal y canto la puerta para que no entre el frío. Que amar no sea deporte de riesgo porque la soga que nos sujeta es de segunda mano. Que no nos conformemos. Que podamos, al menos, resguardar lo que nos hace sentir vivo en el cariño más hogareño. Y que nada nos haga daño en el sofá ajeno.
Los pobres (dice Gata), viven un amor que parece de todo menos endeble. Y que utiliza lo malo para multiplicarse y ser aquello que nutre en tiempos de malas cosechas. Que podría ser aquello que salva del mal tiempo, si quisiera, entendido como chubasquero en tormentas o como un alto al fuego en la guerra. Que cuando nos amamos no somos nada distinto al milagro feligrés, y que nos movemos por el impulso de querer salvarle la vida al otro aunque eso implique cederle la tabla en medio del Océano. Nos hemos amado, dice Gata, poniendo por encima de todo lo que nos rodea nuestro amor más puro. Sin mirar la baza, lo hemos apostado todo a lo único que con seguridad es solo nuestro. Hemos confiado en el querer para sanar y eso es fundamental: Saber que contra todo pronóstico sí se puede vivir de lo que te ilusiona… Como si te diera de comer vivir ensueño.

Te diría tantas cosas, Gata. Si pudiera mandarte esta carta allí arriba, me gustaría contarte cómo aún quienes no te conocen se siguen amando como los pobres. Con dificultades, porque no somos capaces de sobrellevar las cosas. Con incertidumbre, porque no solo no sabemos cómo sino que tampoco hacia dónde. Sin aliento, porque en el asedio las fuerzas nos vencen y ya no sabemos ni quién es el enemigo (y a veces, a bocajarro, nos disparamos a nosotros mismos). Porque no aguantamos la presión. Porque no se nos tiene en cuenta. Porque nos pesa un quintal. Con coraje y fortaleza, porque aunque acojone el desamparo nos espera el premio final. En constante ruleta rusa y no de la suerte, te prometo, Gata, que sabemos que hay premio. Y que no lo ansiamos, sino que despacio y sin prisas vivimos porque es un regalo y ya vendrá si nos toca. Y mientras pasa la vida, combatimos, cargamos con lo que nos echen, cantamos y seguimos leyendo(te), y escribiendo en portales tu nombre. Yo creo que no llegaste a dedicarle mucho tiempo a la muerte y ahora te entiendo: Hablaste de lo que nos mantiene vivos porque en tiempos difíciles es la única forma de salvarse. Escogiste el amor porque cuando tiemblan las piernas es lo que nos pone a correr a todos.
Pienso en cuánto recorrería para salvarle la vida a quien quiero. Y que en cierto modo, vendería mi alma por asegurarle el pan a unos cuantos. De vez en cuando creo que todos amamos sin tener en cuenta las circunstancias porque esto que se siente al querer es el billete dorado. Es el pase al otro mundo en vida, la garantía de que estamos aquí pase lo que pase, y de que lo queremos todo. Y que pasando lo que pasa (porque pasan muchas cosas en el mundo) queremos querer: Que acontecen guerras y desastres, hambre y pobreza, poder que nos controla como marionetas, bancos que nos retienen saldo y cheques sin fondo. Horas en el bar currando, cuesta de fin de mes que no termina y películas de tarde en el sofá sin poder hacer otros planes (porque no nos llega). Y creo, Gata, que una parte de ti quería que aún permaneciera intacto el amarse (aún viviendo en penumbra). No obstante, la Gata que nos canta Banzai como grito de guerra querría que no nos rindieramos. Porque el amor no es el conformarse con lo que nos ha tocado, sino pelear por sentarse en el mejor trono. Porque aunque suba el paro, la luz, el gas y cada día valga menos el dinero, tengamos en casa lo que nos reconforta. Aunque no haya casa. Aunque no tengamos a nadie. Porque nos tenemos a nosotros mismos. Porque la vecina de enfrente tampoco llega, ni tu madre, ni la madre de cualquiera. Porque aún podemos luchar para tenerlo todo. Porque nos queremos como hermanos aunque no nos conozcamos. Porque sé que en alguna parte alguien necesita leer esto.
De tantas cosas hablaba Gata con tanta vida que pareciera que sigue con nosotros. Hace siete años de la publicación de La Escala de Mohs, libro donde Ana escribió el poema del que venía hablandoos. Hace poco, hizo cinco desde que la tierra volvió a la tierra con ella. Fue una promesa, una politóloga y a ratos (decían y reitero) poetisa. De tantas cosas habría querido hablar la Gata que parece que media historia se ha quedado muda. Su partida fue, en cierta medida, una de esas formas de comprobar cómo solo muere quien no es recordado. ¿Cuántas vidas tienes, Gata, que se te escucha rugir desde el cielo? Qué caro nos salió a todos perder el aullido de una loba como tú. A lo único a lo que tengo miedo, Gata, es a que caiga en el olvido el amarse como pobres. Aún sin ser pobres. Aún sin ser amados.
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