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‘El libro de los venenos’: A de alcohol y M de MDMA

Una enciclopedia portátil sobre las drogas, su historia, sus usos y abusos de la mano de uno de los mayores expertos sobre la materia, Antonio Escohotado. Aquí, un extracto de 'El libro de los venenos. Las drogas de la A a la Z' (La Caja Books, 2022).

A de alcohol

Las plantas vinculadas a bebidas alcohólicas son prácticamente universales. Para conseguir una tosca cerveza, basta masticar algún fruto y luego escupirlo; la fermentación espontánea de la saliva y el vegetal producirá alcohol de baja graduación. Una tablilla cuneiforme, del 2200 a. C., recomendaba ya cerveza como tónico para mujeres en estado de lactancia. Poco más tarde, hacia el 2000 a. C., cierto papiro egipcio contenía el mensaje: «Yo, tu superior, te prohíbo acudir a tabernas. Estás degradado como las bestias». En otro papiro se hallaba la admonición de un padre a su hijo: «Me dicen que abandonas el estudio, que vagas de calleja en calleja. La cerveza es la perdición de tu alma». Pero cervezas y vinos estaban en el 15 % de los tratamientos conservados, cosa notable en una farmacopea tan sofisticada como la del antiguo Egipto, que conocía casi ochocientas drogas distintas.

Poco más tarde, en el siglo XVIII a. C., la negra estela de diorita que conserva el código del rey babilonio Hammurabi protegía a bebedores de cerveza y vino de palma: su ordenanza 108 mandaba ejecutar (por inmersión) a la tabernera que rebajara «la calidad de la bebida». Rara vez se ha ensayado un remedio tan enérgico contra la adulteración de una droga.

Muy numerosas son las referencias al vino en la Biblia hebrea. Tras el Diluvio, viene el episodio de Noé, que «se embriagó y se desnudó» (Génesis 9, 21). Unos capítulos más tarde, la desinhibidora droga reaparece en la seducción de Lot por sus hijas. El Levítico prohíbe al rabino estar borracho cuando oficia el culto o delibera sobre justicia, pero la actitud hacia el vino —expuesta en el salmo 104, que lo canta con acentos casi báquicos— es, sin duda, positiva. De ahí que sea imposible cumplir la ley si se es abstemio, pues en todas las ocasiones de señalada importancia social (circuncisión, fiestas, matrimonios, banquetes por el alma de los difuntos) es correcto apurar al menos un vaso.

Sin embargo, el Antiguo Testamento distingue puntualmente entre vino y «bebida fuerte». Isaías y Amos —los profetas más críticos con borracheras de reyes y jueces— hablan casi siempre de «bebidas fuertes», cosa que desde luego no se refiere a caldos de mayor graduación alcohólica (pues los aguardientes solo aparecerán milenios después), sino a vinos y cervezas cargados con extractos de alguna otra droga, o varias. Hay en Asia Menor tradiciones sobre mezclas semejantes —empezando por el vino resinato al que aludían Demócrito y Galeno—, y ese tipo de práctica explica varios enigmas; por ejemplo, la mención de Homero a vinos que podían ser diluidos en veinte partes de agua, la de Eurípides a otros que requerían al menos ocho para evitar el riesgo de enfermedad o muerte, y noticias sobre banquetes. Como bastaban tres copas pequeñas para quedar al borde del delirio, un maestro de ceremonias fijaba —consultando con el anfitrión— el grado deseable de ebriedad para los asistentes.

Esa actitud básicamente favorable al alcohol tiene su exacto opuesto en la religión de India desde sus primeros himnos. Sura, el nombre de las bebidas alcohólicas en sánscrito, simboliza «falsedad, miseria, tinieblas», y seguirá simbolizándolo en el brahmanismo posvédico. Tampoco serán gratas las bebidas alcohólicas al budismo, aunque por diferentes razones; el santón budista prefiere el cáñamo como vehículo de ebriedad, mientras el brahmán guarda una sociedad rigurosamente cerrada, donde desinhibidores tan poderosos como las bebidas alcohólicas amenazan el principio de incomunicación absoluta entre castas.

Para los griegos, el vino concentraba la peligrosidad social de las drogas. Símbolo de Dioniso, un dios-planta que suspende las fronteras de la identidad personal y llama a periódicas orgías, el vino irrumpió en Grecia —usando las palabras de Nietzsche— como «un extraño terrible, capaz de reducir a ruinas la casa que le ofrecía abrigo». Tampoco faltan anécdotas más ligeras sobre el vino. Poetas «viriles y auténticos» —como Homero, Arquíloco, Alceo, Anacreonte, Epicarmo y Esquilo, que, según ciertos testimonios, vivía en estado de permanente embriaguez— templaban su inspiración con mosto de uva fermentado, mientras los poetas «cultos y trabajadores» —como Calímaco y Teócrito— se empapaban en la transparencia e imparcialidad del agua.

Las escuelas filosóficas debatían básicamente dos cuestiones. En general, si el vino había sido otorgado a los humanos para enloquecerles o por su bien y, en particular, si —como afirmaban los estoicos— el sabio podía beber sin límite, hasta caer dormido, antes de verse llevado a alguna necedad. Ese aguante exhibía el Sócrates platónico, desde luego, aunque peripatéticos y epicúreos —más realistas— consideraban imposible guardar la cordura por encima de cierta dosis. En lo que respecta a la naturaleza misma del vino, aunque no le falten detractores ilustres (desde Hesíodo a Lucrecio), lo habitual es creer que constituye un «espíritu neutro», capaz de producir bienes o males atendiendo a cada individuo y ocasión.

Durante la época del Califato cordobés, una de las más florecientes en la historia islámica, sabemos que la actitud era de suave reproche, sin llegar nunca a la penalización. Se citan hasta tres casos de jueces musulmanes que encontraron a borrachos trastabillándose por las calles en Córdoba, y prefirieron cambiar de acera para no verse obligados a tomar alguna medida con esos sujetos, aunque fuese la simple reconvención. Como refiere el arabista David Samuel Margoliouth, «hay distintas opiniones sobre una costumbre que se cree extendida a todas las bebidas alcohólicas. La violación de esta regla ha sido corriente durante todos los períodos del islam, e incluso algunos compañeros del Profeta sucumbieron a la tentación. La lengua árabe posee una colección de cantos báquicos tan hermosa como la que construyeron los griegos».

Pero la borrachera no resultaba deplorable por suponer tratos con potencias satánicas, o por hundir en infernales concupiscencias, sino simplemente por hacer ridícula y mendaz a una persona. Si los magistrados cordobeses fingían estar distraídos ante ebrios tambaleantes era, en definitiva, aceptando el criterio pagano de que solo a sí mismos se perjudicaban. Es del mayor interés, con todo, comprobar que a partir de la decadencia —desde el siglo XIV— aparecieron discusiones teológicas y tratados jurídicos sobre la ebriedad con un agente u otro, defendiendo tesis cada vez más fundamentalistas. Esto acontecía con drogas nuevas (café, tabaco), y con drogas antiguas (opio, vino, cáñamo). Antes de inclinarse hacia el fundamentalismo, cuanto cabe decir del islam es que consideró estupefaciente la bebida alcohólica y prefirió otras drogas (opio, cáñamo, café) por no ver en ellas una fuente de parejos despropósitos o mentiras, y por ser menos lesivas orgánicamente para el usuario.

Los primeros destilados

Fueron los alquimistas los que aprendieron a destilar alcohol. El alambique se conocía en el área mediterránea desde la época grecorromana, y parece ser una invención egipcia. Se trataba de un instrumento que funcionaba a temperaturas relativamente altas, y solo servía para destilar sustancias como el mercurio, el arsénico, el azufre o la trementina. Los árabes perfeccionaron la técnica introduciendo la galería de varios alambiques, produciendo así en gran escala sustancias como esencia de rosas y nafta. Sin embargo, para conseguir esencia de vino o alcohol se requería un método de refrigeración que ni los egipcios ni los árabes conocieron. Este método —el serpentín que pasa por un medio frío— fue la contribución del Medioevo europeo, y reveló algo insospechado hasta entonces: «Al mezclar un vino puro y muy fuerte con tres partes de sal, y calentándolo en vasijas apropiadas al objeto, se obtiene un agua inflamable que arde sin consumir el material [sobre el que es vertida]».

Son los términos de la más antigua exposición conocida del proceso, que aparece en Mappae clavicula, un tratado técnico del siglo XII. Como es sabido, el arte de destilar se basa en el diferente punto de ebullición del alcohol (78,5 °C) y el agua (100 °C). Cien años más tarde los italianos prepararon mediante destilación simple el aqua vitae (con un 60 % —aproximadamente de alcohol), y por bidestilación (con el 96 % de alcohol) el aqua ardens propiamente tal, para fines industriales y químicos. El mallorquín Ramon Llull (1232-1316) introdujo la rectificación usando piedra de cal, y al comenzar el siglo XIV tanto los aguardientes como el alcohol constituían mercancías de notable importancia. El alcohol se empleaba como disolvente en la preparación de perfumes y la obtención de fármacos; más tarde se usó también como anestésico. A mediados del siglo XVI se descubría el éter etílico, usando alcohol y ácido sulfúrico.

El éxito de los aguardientes solo puede compararse en velocidad y extensión al del tabaco. Siendo cuatro y hasta cinco veces más activos que el vino —a cambio de elevar en la misma proporción su toxicidad—, las nuevas bebidas ofrecieron al usuario una economía de tiempo y cantidad, una embriaguez más rápida y prolongada con menos líquido y muy variados aromas.

Como a eso se añadía una estabilidad del producto incomparablemente superior a la de los vinos, el negocio de su fabricación y venta cobró márgenes comerciales grandiosos. De ahí que los destiladores formaran gremio ya desde el siglo XV, bastante antes que los médicos. Poco después sus preparados se vendieron muy bien en China, lo que creó un espectacular aumento de enfermedades venéreas tanto en la corte como fuera de ella, lo cual motivó duras —y pasajeras— restricciones al consumo.

Para hacer frente al aluvión de alcohólicos promovido por las bebidas destiladas, se tomaron en Europa varias medidas. La más ambiciosa fue una fundación orientada a promover la sobriedad, presidida por los principales nobles y obispos alemanes. No faltaron tampoco condenas al borracho, como sucedió en China, y así vemos que Francisco I de Francia ordenó cortar una oreja y desterrar de por vida al reincidente. A pesar de su fama, nunca habían aplicado los árabes castigos de esa naturaleza al alcohólico. Pero reinaba una inmensa hipocresía, y en no pocas ocasiones fue el propio clero quien producía masivamente licores de gran aceptación popular, como sucedía con cartujos y benedictinos. En términos generales, el Medievo y el Renacimiento fueron épocas donde el consumo de bebidas alcanzó niveles antes desconocidos.

La ley seca

La ola prohibicionista comenzó en Estados Unidos con el alcohol como una vigorosa reacción puritana. Los pilgrims o peregrinos que en 1620 desembarcaron en Massachusetts se caracterizaban por la severidad de sus costumbres y creencias. No conviene olvidar que el pueblo norteamericano, primero en establecer una constitución republicana y liberal, incorporó también desde los orígenes la intolerancia más estricta, y que quienes siglo y medio después harían una revolución contra cualquier forma de tiranía, dirigida a consagrar la libertad individual como valor supremo, llevaban impreso el troquel de una fe puritana.

El Congreso americano recibió en 1914 un pliego con seis millones de firmas que pedían la prohibición en materia de vinos y licores. Esto puso en marcha los trámites reglamentarios para modificar la Constitución. El Prohibition Party era una formación insignificante desde el punto de vista electoral, pero controlaba los Senados de algunos estados, mientras el Partido Demócrata y el Republicano se disputaban los «votos abstemios» de innumerables grupos y sectas. Al igual que acontecía con el opio, la morfina y la cocaína, solo que en mayor medida aún, las bebidas alcohólicas recogían clichés sociales y políticos. Un diputado por Alabama, Richmond P. Hobson, declaró: «Los licores harán del negro una bestia, llevándole a cometer crímenes antinaturales; el efecto es el mismo en el hombre blanco, pero al estar más evolucionado toma más tiempo reducirlo al mismo nivel».

El Volstead Act, que los europeos conocemos como ley seca, entró en vigor a comienzos de 1920 con la expresa finalidad de «crear una nueva nación». El propio senador Volstead difundió ese día un mensaje a través de la prensa y la radio, donde, entre otras cosas, dijo: «Los barrios bajos serán pronto cosa del pasado. Las cárceles y correccionales quedarán vacíos. Todos los hombres volverán a caminar erguidos, sonreirán todas las mujeres y reirán todos los
niños. Se cerraron para siempre las puertas del infierno».

Esta ley prescribía multa y prisión para la venta y fabricación de bebidas alcohólicas —seis meses para la primera infracción y cinco años para la siguiente—, así como el cierre durante un año de los locales donde se detectara consumo, salvo «el del vino para la santa misa». También se aceptaba un «uso médico» de alcoholes, previa inscripción del terapeuta en un registro especial, donde —por cierto— acabaron inscritos casi cien mil médicos.

En 1932, a los doce años de su vigencia, el precepto había creado medio millón de nuevos delincuentes, y corrupción a todos los niveles. Los prohibition agents, los encargados de hacer cumplir la ley, no eran policías, sino funcionarios de Hacienda, pues, aunque su incumbencia fuese represora, se trataba de delitos sin víctima física, finalmente idénticos al contrabando y, por lo mismo, inadecuados para las brigadas de lo criminal. Y para entonces, un 34 % de ellos tenía notas desfavorables en su expediente; un 11 % era culpable de «extorsión, robo, falsificación de datos, hurto, tráfico y perjurio». Dos ministros —el de Interior y el de Justicia— fueron condenados por conexiones con gangs y contrabando. Había casi treinta mil personas muertas por beber alcohol metílico y otras destilaciones venenosas, y unas cien mil con lesiones permanentes como ceguera o parálisis. Tres grandes «familias» —la judía, la irlandesa y la italiana— se repartieron el monopolio de violar la ley Volstead, mientras los bebedores se vieron en la disyuntiva de alimentar sus clandestinos saloons o acudir a algún médico para obtener una receta de whisky, coñac o vino, por un precio algo superior.

En 1933 se derogó la ley seca, atendiendo a que había producido «injusticia, hipocresía, criminalización de grandes sectores sociales, corrupción abrumadora y creación del crimen organizado». Aunque convirtió en criminales a más de medio millón de personas, la ley seca no produjo la condena de grandes traficantes o productores de alcohol; Capone, como se recordará, no fue juzgado como contrabandista y dueño de garitos, sino por delito fiscal. Con matones y leguleyos a su servicio, amparadas en sólidos apoyos políticos, las cabezas de este comercio permanecieron siempre indemnes. De ahí que el fin de la guerra al alcohol produjese entre los gánsteres un desasosiego solo comparable al experimentado por los círculos puritanos, así como grandes celebraciones entre los no abstemios. Al igual que muchos diputados y senadores, el comisario Elliot Ness —enemigo mortal de contrabandistas y vendedores de alcohol— decidió festejarlo con «un trago», que, de paso, conmemoraba el fin de la Gran Depresión.

Fenomenología del alcohol

La familiaridad de todos con vinos y licores excusa epígrafes sobre posología, efectos subjetivos y usos sensatos. La cultura occidental ha logrado convertir la elaboración de estos fármacos en un arte, tan sutil como diversificado, y la larga experiencia con ellos ha permitido que bastantes sepan disfrutar sus virtudes, eludiendo a la vez sus principales desgracias. No obstante, nuestra cultura paga un precio considerable por los favores de Dioniso/Baco, que se hace presente como violencia, embrutecimiento, graves males orgánicos e infinidad de accidentes ulteriores, derivados básicamente de esas tres cosas.

Sin duda porque solemos ver en las bebidas alcohólicas algo positivo o negativo de acuerdo con su uso por seres humanos determinados, y no como algo siempre bueno o siempre malo en sí, cuando abrimos los principales textos científicos sobre alcoholismo no nos encontramos con una definición de las propiedades farmacológicas del alcohol, sino con conceptos dirigidos a perfilar la personalidad básica o constelación social del alcohólico. Se trata de un tema muy estudiado, donde destacan las interpretaciones psicoanalíticas («madre mala», «madre sobreprotectora», angustia de castración, complejo de Edipo, codicia oral, celos, ambigüedad sexual, narcisismo), las hereditarias y las ambientales.

Es una lástima que no apliquemos el mismo criterio a otras sustancias psicoactivas, iluminando lo que de otro modo quedará sumido permanentemente en sombras. Si incluyo el alcohol dentro de las drogas de paz no es, desde luego, porque ignore cuanto potencial agresivo puede desatar; ni porque desconozca la activa actitud inicial del efecto, la cordialidad que instaura beber en común, la liberación de inhibiciones y hasta episodios de lucidez extraordinaria. Me parece un apaciguador porque a la fase efusiva y expansiva sigue otra de retroceso físico, seguida por una narcosis proporcional a la cantidad de alcohol ingerida y la tolerancia de cada individuo. Más aún, me parece un apaciguador porque quienes beben inmoderadamente —los alcohólicos— buscan allí una defensa ante sentimientos y certezas propias, esto es, algo que modere la crueldad de su conciencia moral o sus condiciones materiales de vida.

A diferencia de otros analgésicos —y en particular de los opiáceos creadores de euforia—, ni el alcohol ni los demás grandes narcóticos tienen parentesco alguno con neurotransmisores, y su actividad fisiológica parece consistir ante todo en una interrupción o alteración de señales, bien a consecuencia de lesionar las paredes de la neurona o al simple cese de su metabolismo normal. Por otra parte, los poderes del alcohol para hacer frente a la ansiedad no son despreciables, al menos considerando el número de personas que apelan a ellos. Poco útil para una analgesia distinta de la que se obtiene acallando la voz de la conciencia, combina expansión comunicativa con la indiferencia provocada por una depresión visceral, el derrame emotivo con autoafirmación, la actividad incrementada con sopor, y todo ello dentro del espontáneo proceso de su efecto.

Entiendo que este conjunto cabe en lo que podría llamarse relajación. Lo despreciable de la relajación es patosería, cháchara estúpida o reiterativa, insensibilidad, aturdida avidez, daño al cuerpo y arrepentimiento al día siguiente. Lo deseable de la relajación es jovialidad, comunicación, desnudamiento. Como siempre, el fármaco es veneno y cura, remedio y ponzoña, que solo la conducta individual convierte en una cosa, la otra o algún término medio.

No conozco remedio capaz de devolver reflejos y sensatez al borracho, al menos antes de que pasen algunas horas de sopor. Pero los años, y buenos consejos, me han enseñado que el exceso etílico pasa menos factura —al otro día— si antes de consentirnos la ebriedad tuvimos la precaución de tragar medio vasito de buen aceite de oliva, añadiendo una alta dosis del complejo vitamínico B (medio gramo o uno). Aunque faltara la precaución, si disponemos de esas cosas —y recordamos tomarlas antes de caer dormidos—, su eficacia seguirá siendo notable al día siguiente. En todo caso, el borracho no debería entregarse al sueño sin beber un cuarto de litro de agua —o, mejor aún, medio—, so pena de padecer luego el grado máximo de su resaca.

Si la acción del vino y los licores resulta sobradamente conocida, no lo es tanto la reacción abstinencial que produce suspender su empleo cuando el sujeto ha alcanzado niveles de dependencia física. Cortar su administración produce un cuadro de tipo delirium tremens. Tratándose de alcoholómanos, el trance rara vez surge sin siete u ocho años de consumo, salvo en personas de edad avanzada, pues entonces basta mucho menos tiempo. Como el acceso a alcoholes no plantea problemas en nuestra cultura, el síndrome suele desencadenarse coincidiendo con alguna enfermedad o accidente que mantenga al sujeto apartado de la bebida.

Junto a temblores y convulsiones, el delirio alcohólico produce un estado de completa desorientación mental al que acompañan alucinaciones muy vivas, de naturaleza terrorífica casi siempre. Esta situación se prolonga día y noche, a veces durante una semana entera, y produce un deterioro mental importante e irreversible en el 67 % de los casos. La tasa de mortalidad ronda el 30 %, y la recaída es regla en casi la mitad de quienes llegan a padecerlo; con todo, la supervivencia es infrecuente después del tercer síndrome.

Detalle de la portada de ‘El libro de los venenos’ (La Caja Books, 2022).

M de MDMA

La síntesis de ciertas moléculas con dexanfetamina y metanfetamina produce fármacos sin relieve como estimulantes, y de escaso o nulo poder visionario, pero capaces de inducir una densa experiencia emocional, que, por así decir, funde las etiquetas e inhibiciones habituales y crea en los sujetos un ánimo no pocas veces descrito como sentimiento difuso de amor y benevolencia. Ya en 1935 un investigador se administró metilenedioxianfetamina (MDA) y sufrió una reacción subjetiva notable, aunque sus experimentos no despertaron interés en la comunidad científica. Gracias a los trabajos de Alexander Shulgin y otros, culminados a principios de los años setenta, este específico grupo se incrementó con varias sustancias, entre las cuales destaca la metilenedioximetanfetamina (MDMA). Lo «psiquedélico» de estos compuestos se relaciona con alteraciones en la esfera sentimental más que en la perceptiva, si bien esa distinción demanda relatividad; los fármacos propiamente visionarios ejercen también un profundo efecto sobre la emoción (quizá más destacable aún para el usuario que los juegos de luces y formas), y es innecesario aclarar que un cambio al nivel del sentimiento produce casi invariablemente un cambio en el modo de percibir lo real.

Disuadido de antemano por las autoridades sanitarias, académicas y policiales, el estamento médico solo comenzó a utilizar psiquedélicos alternativos hacia mediados de los años setenta, y diez años más tarde apenas uno de ellos —la MDMA— comenzaba a adquirir cierto prestigio terapéutico. Algunas de estas sustancias, como la MDA, la DMA (dimetoxianfetamina) y la peligrosa DOB (dimetoxibromoanfetamina), habían aparecido ya en el mercado negro y estaban pendientes de prohibición internacional, mientras la MDMA era usada por varios terapeutas y podía aspirar a cierto estatuto de respetabilidad. Lester Grinspoon, profesor de psiquiatría en Harvard, mantuvo que «ayuda a la gente a ponerse en relación con sentimientos habitualmente no disponibles», y Richard Ingrasci, profesor de Cambridge, que usó la droga con más de quinientos pacientes, la consideraba útil sobre todo para «curar el miedo». Uno de los pocos profesionales que había publicado sobre la sustancia, el psiquiatra Germaine Greer, definió la terapia con ella como «modo de explorar sentimientos sin alterar percepciones», y sugirió que facilitaba «una comunicación más directa entre personas reunidas por algún vinculo». A su juicio, una de las consecuencias inmediatas de la MDMA es incrementar la propia estima, y uno de sus mejores campos de acción el de «parejas que se quieren conocer a sí mismas para desarrollar su personalidad», sin restringir la administración a casos patológicos.

Sin embargo, del mismo modo que aconteció con la LSD, el elemento contracultural no pudo mantenerse sin proselitismo. A partir de 1983 fue el enteógeno preconizado por el movimiento NuevaEra (New Age), de estirpe originalmente californiana, que enfatizaba lo transpersonal y defendía un ecologismo generalizado. Este grupo producía y difundía la sustancia entregando a cada persona provista de la misma un folleto llamado «guía para neófitos» (donde en siete apretadas páginas describía aspectos farmacológicos, modos de administración, contraindicaciones y sugestiones generales). A veces se añadía la fotocopia de un artículo de Timothy Leary donde la MDMA se consideraba «la droga de la década». El fármaco no se designaba ya por su interminable nombre químico, ni por su sigla, sino con la variada terminología que el uso había ido creando. Ahora era adam, clarity, love pill, euphoria, venus y hasta zen, aunque su denominación más habitual fuera ecstasy o XTC. De acuerdo con Leary: «Las drogas tipo XTC son legales hoy. ¿Por qué? Porque no existen casos de abuso. La droga no es adictiva. No distorsiona la realidad ni lleva a una conducta destructiva o antisocial. No hay un solo caso registrado de mal viaje».

El mayor inconveniente —añadiría Leary con humor— era el «síndrome de matrimonio instantáneo». Y, efectivamente, desde 1984 proliferaron en algunas Universidades camisetas con el eslogan Don’t get married for 6 weeks after XTC. Poco más tarde la DEA tomó cartas en el asunto. Su decisión fue incluir la sustancia en la Lista I del Convenio de 1971, que trataba de categorizar las sustancias psicotrópicas prohibidas, lo cual equivalía a hacerla inasequible no solo para el público, sino para el propio estamento médico.

La iniciativa provocó críticas. Un psiquiatra de Nueva York afirmó que la MDMA permitía en ciertos casos hacer la terapia de un año en dos horas. Cierto monje benedictino declaró a la prensa que los frailes se pasaban «toda la vida cultivando la conciencia despertada por esa sustancia», y un grupo de psicólogos californianos publicó un manifiesto donde se afirmaba que tenía «el increíble poder de lograr que las personas confíen unas en otras, desterrar los celos y romper las barreras que separan al amante del amante, el padre del hijo, el terapeuta del paciente». En apoyo de la DEA solo salió al principio el National Institute on Drug Abuse (NIDA), aunque con la desdichada ocurrencia de afirmar que la droga era «una grave amenaza para la salud nacional», pues producía «problemas idénticos a los creados por las anfetaminas y la cocaína». Una declaración semejante implicaba admitir total ignorancia sobre los efectos reales del fármaco.

Al caer bajo la Prohibición, quedaron en suspenso varias investigaciones sistemáticas sobre esta droga y el sistema nervioso humano. A la autoridad en funciones no le interesaba dilucidar esos aspectos, y sin su apoyo —por no decir que en condiciones de persecución— resultaba muy difícil llegar a resultados indiscutibles. Sin embargo, se saben ya algunas cosas. El ancestro vegetal de la MDMA son aceites volátiles contenidos en la nuez moscada y en las simientes de cálamo, azafrán, perejil, eneldo y vainilla. El procedimiento más sencillo para obtener MDA es tratar safrol (ingrediente del aceite de sasafrás) con amoniaco en forma gaseosa. La MMDA, que es en realidad un derivado de la MDA, se obtiene aminando miristicina, un alcaloide presente en la nuez moscada. Aunque esa nuez se considera droga afrodisíaca en India, dudo de que su efecto se parezca remotamente al de MDA, MMDA o MDMA, y no es aconsejable ingerir las cantidades necesarias para tener una experiencia psíquica; cierto conocido molió tres nueces grandes y logró tragarlas con ayuda de miel y agua, pero tuvo un paro renal que por poco acaba con su vida.

Por supuesto, los actuales laboratorios clandestinos siguen caminos sintéticos para obtener estas drogas, y con frecuencia producen homólogos inexplorados todavía.

Las dosis de MDMA abarcan de 1 a 2,5 miligramos por kilo de peso. Menos de 50-70 miligramos pueden no ser psicoactivos, y más de 250 pueden provocar una intoxicación aguda, aunque no sea frecuente; he llegado a tomar unos 400 miligramos —con varios amigos que tomaron otro tanto— sin efectos secundarios distintos de leves irregularidades en la visión. No obstante, es obvio que el fármaco posee un margen de seguridad excepcionalmente pequeño para drogas de tipo psiquedélico. Admitiendo que puede haber alérgicos específicos (asmáticos, aquejados de insuficiencia renal o cardíaca, epilépticos, hipertensos, embarazadas y quizá otros todavía por determinar), pienso que la dosis letal media no comienza hasta los 600 o 700 miligramos en una sola toma, y que un organismo sano admite posiblemente varios gramos. Han sobrevivido ratones, ratas y conejos de indias con dosis equivalentes a 6 gramos para una persona de peso medio, y nada indica que sean más resistentes a este tipo de compuestos que los humanos.

Cuando contienen efectivamente MDMA, las cápsulas o grageas circulantes en el mercado negro suelen ser de 100 a 150 miligramos. Estas cantidades —que pueden considerarse óptimas para personas de entre cincuenta y ochenta kilos de peso— producirán por vía oral una experiencia intensa de dos a tres horas, que luego declinará con relativa rapidez. No es raro que en la «bajada» se produzca una suave somnolencia espontánea, seguida por sueño tranquilo. El día siguiente está caracterizado por una especie de reminiscencia del efecto, mucho más leve pero mucho más prolongado también, que puede experimentarse como fatiga si hay que trabajar o hacer esfuerzos análogos, aunque en otro caso tiende a sentirse como la adecuada terminación de aquello que comenzó el día previo.

No he notado fenómenos de tolerancia con la MDMA, quizá por- que no llegué a consumirlo en altas dosis y bastante seguido. Probé las primeras cápsulas hace unos quince años, y desde entonces me habré administrado más de medio centenar —unas pocas ocasiones hasta tres o cuatro por semana, y en la mayoría de los casos mucho más espaciadas. Pero sigo notando la misma potencia con el mismo producto—. Naturalmente, esto no vale cuando se van encadenando dosis sucesivas, ya que a partir de la segunda el incremento en efecto psíquico es mínimo, a la vez que aumentan sensaciones colaterales (apretar las mandíbulas, conatos de visión doble, coordinación corporal algo menor). En cualquier caso, si se desarrolla una tolerancia, es mucho menos marcada que con anfetamina, tranquilizantes o somníferos.

Si los demás fármacos visionarios pueden considerarse potenciadores inespecíficos de experiencia espiritual, la MDMA tiene como rasgo potenciar la empatía, entendiendo ese término en sentido etimológico: capacidad para establecer contacto con el pathos o sentimiento. No produce visiones propiamente dichas, y deja el mundo como está; pero a cambio de no cruzar las puertas de la percepción, permite trasponer o desempolvar la puerta del corazón.

El motivo de que acontezca semejante cosa es misterioso, como todo lo que se relaciona con la actividad del cerebro. Si el agua es hidrógeno y oxígeno amalgamados, y no solo puestos uno al lado del otro, el efecto de la MDMA puede entenderse como una amalgama —y no una simple mezcla— de moléculas mescalínicas y metanfetamínicas. Al producirse esa síntesis, cada lado pierde una parte de sí mismo, y contribuye con otra a la aparición de un tercer término. Por algún motivo, ese tercer término tiende a evocar disposiciones de amor y benevolencia. Incluso cuando lo que se experimenta es melancolía, añoranza o cualquier ánimo emparentado con tristeza, esos sentimientos afloran en formas tan cálidas y abiertas a inspección que producen el alivio de una sinceridad torrencial, libre de la suspicacia que habitualmente oponemos al desnudamiento de deseos y aspiraciones propias. Exultante o nostálgica, según los casos, una catarsis emocional es previsible.

Por supuesto, algo así derriba sin dificultades los obstáculos psicológicos y culturales a la comunicación entre individuos. Tomando en cuenta ese rasgo, algunos consideran que la MDMA y drogas afines son los primeros ejemplares de una nueva familia psicofarmacológica, cuyo nombre adecuado sería el de «entactógenos» o generadores de contacto intersubjetivo a niveles profundos.

Por lo que respecta a conducta sexual, hay en torno a la MDMA una infundada reputación de afrodisíaco. Personas que sin usarlo tendrían o tienen buenas afinidades lograrán probablemente experiencias muy satisfactorias; tan satisfactorias, de hecho, que la simple voluptuosidad puede deslizarse hacia estados de enamoramiento. Pero esa profundización del contacto no se debe a que la potencia orgásmica reciba estímulos específicos o automáticos, sino al nivel del desnudamiento emocional que induce el fármaco. A mi juicio, la libido tiende más bien a desgenitalizarse y a fluir hacia caricias e incluso a formas de contacto progresivamente telepáticas, compartiendo en silencio y quietud una fusión sentimental. De ahí que la tendencia a copular pueda verse potenciada o mantenida en personas que «se van», y reducida o excluida entre personas que podrían practicar la cópula en condiciones habituales de ánimo, pero no «se van» realmente.

Los usos de esta droga son, evidentemente, aquellos acordes con sus propiedades. Su potencial terapéutico parece enorme, pues buena parte de lo etiquetado como «trastornos funcionales» se relaciona con formas de petrificación y enajenación emocional, cuando no con dificultades para la comunicación. Frigidez, impotencia debida a razones psicológicas, incomprensión entre miembros de una familia, síndromes de aislamiento, rigidez caracterológica, desmotivación genérica y fenómenos análogos parecen experimentar mejoras espectaculares cuando son abordados con MDMA por un psiquiatra o psicólogo competente. Al menos, eso pretenden profesionales con muchos historiales cada uno, y lo que sugiere el tipo de experiencia inducido por el fármaco. Conozco también un caso de persona prácticamente alcoholizada que no bebía una gota mien- tras tuviera a su alcance MDMA, aunque me parece una droga insuficiente para producir el cambio que exige abandonar una adicción de ese calibre. No es descartable que fuese útil en terapia agónica, aunque las autoridades han prohibido incluso ese empleo.

Usos lúdicos o recreativos florecen hoy por todo el mundo, especialmente en Estados Unidos, Canadá, Inglaterra, España, Holanda, Alemania y Francia. Los potencia la relativa brevedad temporal del efecto, el hecho de que no se conozca aún un caso de mal «viaje» en sentido psicológico, y el evidente estímulo que para reuniones informales representa un potenciador del contacto tan intenso como la MDMA. Dosis razonables en estos casos parecen ser medias —entre 125 y 160 miligramos—, aunque la mitad quizá sea más razonable aún, sobre todo si la reunión quiere prolongarse con una toma ulterior, cuando están desvaneciéndose los efectos de la primera. Conviene tener presente que desde los 200 miligramos la MDMA tiende a producir cada vez menos su efecto característico, y cada vez más el de un estimulante anfetamínico, con rigidez muscular y nervios de un tipo u otro.

Las administraciones en solitario pueden tener otros horizontes. Uno es realizar bajo su influjo el trabajo habitual —si tiene perfiles creativos de algún tipo—, para obtener intuiciones sobre uno mismo al hacerlo, o variantes posibles de actitud, y a esos fines resultan idóneas dosis activas mínimas (50-75 miligramos). Otro es la exploración de espacios internos, que puede hacerse en algún paraje —elegido de antemano— o, mejor aún, en una habitación a oscuras y sin ruidos, solo; en este caso, la dosis preferible es alta (180-220 miligramos).

Queda hablar sobre la sinergia o acción combinada de MDMA y otros fármacos. La droga produce sequedad de boca, y, como sus efectos no resultan claramente afectados por el alcohol, los usuarios suelen beber incluso más de lo habitual; esto es desaconsejable, porque el alcohol sí enturbia la experiencia (aunque no lo parezca entonces), y porque la suave fatiga del día siguiente se transforma en una seria resaca. Mucho más sentido tiene algo de alcohol cuando se han desvanecido sus efectos, como modo de contribuir a un tranquilo reposo.

Parece una insensatez —y no sé de nadie a quien se le haya ocurrido— mezclar MDMA con opiáceos, somníferos o estimulantes, incluyendo el café. Dosis considerables de anfetaminas o cocaína pueden convertir una posible experiencia emocional profunda en algunas horas de confusos nervios. Por lo que respecta a la marihuana o al hachís, apenas se percibe su efecto mientras dura el de MDMA.

*Avance de El libro de los venenos. Las drogas de la A a la Z (La Caja Books, 2022), confeccionado a partir de los textos de Antonio Escohotado.

El libro de los venenos. Las drogas de la A a la Z (La Caja Books, 2022)


El libro de los venenos recoge tanto la voluntad de contar el pasado de los fármacos como la de ofrecer información útil sobre sus usos y abusos. De la A a la Z y a través de una selección de fragmentos de la obra de Escohotado, este libro recorre la historia y sus conceptos. Los hongos que se tomaban en los misterios helénicos a los que acudieron Platón, Aristóteles, Cicerón o Adriano; la ola prohibicionista orquestada por los Estados Unidos durante el siglo XX, ¡y mucho, mucho más!


En enero de 1988, Antonio Escohotado es condenado a dos años y un día de cárcel por hacer de intermediario en una venta de cocaína en la que participó coaccionado por los mismos policías que le terminaron deteniendo. Cumplió sus meses en régimen de aislamiento, acompañado tan solo por un ordenador Amstrad y dos maletas repletas de fichas bibliográficas y apuntes. Allí escribió su monumental tratado sobre las drogas. Más de mil quinientas páginas en tres volúmenes. Sin duda, la obra más importante escrita hasta la fecha sobre los fármacos y la tensa relación que desde la Antigüedad los ha unido a la economía, la política, la medicina, la sociedad y la religión. El trabajo teórico fue completado con su reverso práctico: 'Aprendiendo sobre las drogas', una obra en la que explicaba minuciosamente la posología, los riesgos y los usos recomendables de las sustancias más consumidas y en la que vertía todo el conocimiento adquirido con la experimentación en sus propias carnes a lo largo de los años.

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