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Juan de Beatriz: «La poesía cura la extrañeza de vivir en un mundo interpretado»

'Cantar qué' (Pre-Textos, 2021) es un libro de poemas, tal y como le gusta llamarlo a su propio autor, que merece todos los elogios; ahora bien, el regalo que nos ha hecho Juan de Beatriz (Lorca, 1994) con esta entrevista tampoco se queda corto.

El admirado Juan de Beatriz (Lorca, 1994) y yo soñábamos con hacer esta entrevista en la playa, y podemos admitir, sin temor a defraudarnos, que esta entrevista se hizo en una. ¿No lo ves? ¿No lo oyes? Pues «allí está el [Atlántico] hombre, allí, encima, / de nuestras cabezas / y no lo crees (…) y no puedes entenderlo», sampleando El ascenso del Pacífico, de Raúl Zurita. Porque «todos los que amamos son el mar» y «todo lo que amamos es el mar», y si Juan de Beatriz pudo resolver la duda Cantar qué (Pre-Textos, 2021), también tiene mucho que decir acerca del misterio Cantar dónde.

Desde luego, no es el único secreto, pues, como sostiene el poeta lorquino, «aunque nos fueron / concedidos el fuego y las preguntas / jamás resolveremos el enigma: / qué puntada de dios quedó sin hilo / por qué la oscuridad cose y descose / a nuestra piel / la piel del infinito». Pero vinimos aquí, a orillas del Atlántico, que pende sobre nuestras cabezas -¿No lo ves? ¿No lo oyes?-, a tratar de hallar respuestas frente al mar; y eso es, sin duda, lo que hemos conseguimos.

Juan de Beatriz (Lorca, 1994) a orillas del Atlántico, contemplando las profundidades de una playa tinerfeña.
Fotografía tomada por Lorena Campos el día de la charla.

PREGUNTA: Al comienzo de Desgracia (Mondadori, 2000), se dice que David Lurie, el protagonista de Coetzee, está en contra de la popular teoría que afirma que «la sociedad humana ha creado el lenguaje con la finalidad de que podamos comunicarnos unos a otros nuestros pensamientos, sentimientos e intenciones». Por el contrario, «su opinión, por más que no la airee, es que el origen del habla radica en la canción, y el origen de la canción, en la necesidad de llenar por medio del sonido la inmensidad y el vacío del alma humana». ¿Cuál es, para ti, el origen del lenguaje?

RESPUESTA: Esto es un absoluto misterio. Ahí están ciertas palabras claves y mucha especulación: hueso hioides, virus-B23, hongo Psilocybe cubensis, teoría del desplazamiento, dicotomía pensamiento-lenguaje… Es un tema para el que no tengo respuestas, no soy especialista en neurolingüística. Si me permites, intentaré explicar, más que el origen universal del lenguaje, los sencillos comienzos de mi lenguaje. Hay una anécdota que cuenta mi madre a menudo. Una profesora del parvulario nos pidió que coloreásemos un plátano. Mientras que toda la clase lo pintó amarillo espléndido, aquel niño que yo fui pintó el plátano con grandes manchas negras. La maestra se lo hizo saber a mi madre, por lo particular del caso. Según parece, ahora que lo pienso, tuve una temprana y muy marcada conciencia de la temporalidad. ¿Y qué es el lenguaje sino la humana ubicación en medio de los tres grandes Tiempos ‒pinté, pinto, pintaré‒, deixis cronológica, asunción de lo que acaba?

La melancolía o el hastío, explica Cioran, se produce como una caída, cuando el sujeto se descuelga del Tiempo histórico hacia el vacío. De ahí que al triste lo llamemos «el decaído”, pero ¿caído de dónde?, quién sabe, dicen que perdió su tiempo. Dejó de hacer pie. El origen del lenguaje en el niño también es una caída, un resbalón o caer en la cuenta de que todo inicio anuncia un fin.  

De ahí que no estén verdes los plátanos en La incertidumbre del poeta que pintara De Chirico (valga como una ocurrencia del momento).

Mi primer poema fue un dibujo.

El lenguaje es un plátano maduro.

P: ¿Y de la canción?

R: μῆνιν ἄειδε θεὰ Πηληϊάδεω Ἀχιλῆος (Menin áeide, theá, Peleiádeo Achiléos…), según traducción de García Calvo «Canta, oh Musa, la ira de Aquiles el de Peleo…». No es casual que, en el arranque de la Ilíada, esté signado el «canto» en eso que consideramos el posible primer verso occidental. El motivo del canto se pierde illo tempore, según quienes más saben. Walter F. Otto, en Las Musas, explica que los orígenes del lenguaje pudieron estar ligados al canto, produciéndose algo que él llama «canto hablado originario». Cantar, desde la Grecia antigua, ha sido una de las vías para conectar con la dimensión divina. En ese inicio de la Ilíada, se está interpelando a Nemosine, Musa madre de la memoria, debido a que las Musas eran depositarias del canto y del mito, origen mágico del mundo. Si aceptamos tales códigos clásicos, el poeta podría decirse que escribe de memoria. Ya no como aquel que aprendió muy bien la lección, sino como ese otro que escribe y reescribe hacia el interior de las palabras, es decir, en conexión con el Gran Tiempo, que es muy superior al pobre tiempo de los hombres. Las palabras conservan la memoria colectiva de la tribu. «Recuerde el alma dormida / avive el seso y despierte…», dicen las Coplas de Manrique a su comienzo. Ahí está todo: sutil invocación a la Musa, reminiscencia del alma y un Platón medieval. Meditemos el siguiente verso de Blanca Varela: «¿de qué perdida claridad venimos?». En esa luminosa perdición primera se traspapela el comienzo del canto. Sobre el tema del canto recomiendo, a quien interese, los ensayos de Valente recogidos en La experiencia abisal.

P: Dos de los primeros textos que uno encuentra en Cantar qué son, precisamente, «Autopsia del poeta» y «Autopsia del poema». Anatómicamente, ¿cuánto tiene la poesía de incorruptible y cuánto tiene de cadáver exquisito? Entendido esto último, quizás, como se suponía que lo entendía Max Ernst al hablar de una suerte de «barómetro» de los contagios intelectuales.

R: “Autopsia del poeta” es un diálogo muy tangencial con un texto titulado “El poeta” de Eloy Sánchez Rosillo, quien me dio clase en la Universidad de Murcia. Cuando estudiaba la carrera allí, solía recordar con frecuencia sus primeros versos: «Siempre te he visto así, con esa firme / aceptación altiva de la noche». Es un texto significativo, ya que abre Maneras de estar solo (1978), dando paso a toda la obra de Rosillo. Pese a que mi poema apunta en otras direcciones, titularlo así era una forma de reconocer su magisterio, ya que en mi formación influyó notablemente el mítico poemario La vida (1996), que corría de mano en mano por el Campus de La Merced. Al mismo tiempo, también quería hacer parodia de ese discurso apocalíptico y finalista, que arraigó bajo el efecto 2000, según el cual todo había muerto: Arte (A. Danto), Historia (Fukuyama), poesía.

En otro orden, “Autopsia del poema” no es más que el resultado de una época de gran obsesión metalingüística y metapoética. Lo fui escribiendo para curarme, pero la obsesión aún no la he superado.

P: En «Scriptorium» anotas: «no existen las palabras -esas rosas cansadas de belleza-», y es que más allá de la hermosura, el lirismo y la afectación que podemos encontrar en la poesía, ¿cómo son sus espinas, su veneno, los auténticos motivos que nos atraviesan?

R: La inexistencia de las palabras es una idea tomada de El silencio de la escritura, de Emilio Lledó. Como indicas, pese a su falta de cuerpo, hay una espina semántica en la palabra. Las teorías pragmáticas de los 60 (J. L. Austin) nos mostraron que las palabras hacen cosas, movilizan idea y mundo. Con idéntico lenguaje, dice Octavio Paz, declaramos guerras, firmamos la paz y damos los buenos días a las panaderas.

La palabra no es inocente, está cargada de sentidos sociopolíticos. ¿Por qué nos atraviesan? Los Formalistas Rusos, a este respecto, hablaron del «extrañamiento» y Roland Barthes desarrolló el punctum, en alusión a la fotografía, para designar cómo ciertas imágenes nos interpelan o nos conmueven. «¿Qué se llama cuanto heriza nos?», escribe Vallejo. Nadie sabe. Por mi parte, no sé por qué, me emociona ese San Juan de la Cruz que, en su beato erotismo, escribe «la dolencia de amor que no se cura / sino con la presencia o la figura», par de versos que siempre me recuerdan a las bulerías que cantaba Camarón: «cuanto más lejos está el santo / más grande es la devoción». Los eruditos solo verán aquí imprecisión o baile conceptual, pero el trazo grueso me ha servido, para llegar donde quería: la casa del lenguaje ya estaba significada cuando llegamos, luego la poesía cura la extrañeza de vivir en un mundo interpretado. Esto es Rilke.

En definitiva, “Scriptorium” intenta plantear la idea simbolista del mundo como texto, que pide a gritos ser convertido en literatura.

P: «El románico, el céltico, / el helénico, el báltico… / no nos sirvieron / para saber del limo / que ocultan las palabras. / Quizá sólo suceda que el amor / no habla nuestro idioma». ¿De qué forma combatimos -y combates tú- esta limitación? Es más: si el idioma nos precede y nos sucede, ¿cómo pueden existir conceptos que lo desborden por completo? ¿Cuáles son? ¿Qué hace la poesía con ellos?

R: El ser humano es apenas nada, nos tenemos en demasiada estima. Solo somos mamíferos caducos, cualquier pequeña abstracción nos supera: ternura, infinito, amor, vacío. Incluso mirar sencillamente al mar, su derramarse en torno, en un día cualquiera como hoy puede llegar a rebasarnos. Desde muy antiguo, una de las funciones de la poesía ha sido solventar esa carencia inherente al lenguaje denotativo y burocrático, que no llega a nombrar el infinito derramarse de las palabras. El lenguaje estándar sirve para ordenar el mundo, redactando un Real Decreto o el Código Penal. Sin embargo, en la realidad existe un traspiés, un escalón, donde el lenguaje refracta y reverbera. Al chocar con ese más allá, se dinamita la rigidez denotativa, entramos en la transparente región de lo poético: “mundo mago” en Machado o “sueño de manzanas” en Federico. El espacio del poema establece una inversión de valores, allí se da un trasvase constante entre lo que fue y lo que podría haber sido, lo cual posibilita la torcedura del sentido, esguinces de sintaxis, vuelos gramaticales. «¿Qué se llama cuanto heriza nos?», otra vez Vallejo. Pero ahora acompañado de Pizarnik, «la poesía es una explosión debajo del lenguaje».  

Los surrealistas concluyeron en su manifiesto que «la existencia está en otra parte». Esto no podría ser de otro modo para nosotros, que pasamos una tercera parte de la vida durmiendo. Somos exploradores profesionales de lo onírico, que es donde se ejecuta a la perfección el pacto ficcional: “vivir la mentira como verdad”, eso son los sueños. Reducirnos a creer que solo existe la vida que inauguran los despertadores, es convertirse sin remedio en un necio o en un acólito de lo real. Es en el sueño, gran reino abstracto, de donde extraemos esos conceptos eternos (miedo, amor, felicidad, pena) que nos vinculan a cierta idea de «continuidad», o «duración», lo cual nos rescata de nuestra propia condición discontinua, finita, falible. Y también nos adentra en dicha condición, nos profunda, nos entraña.

La poesía, en palabras de Zambrano, es un «martirio de la lucidez». A mi entender, la filósofa aquí propone esta ecuación: hacemos vida de homo sapiens sapiens, por lo que “sabemos que sabemos”, tenemos conciencia de nuestra trascendencia y, ahora viene lo trágico o estimulante, según se mire, sabemos que nunca llegaremos a comprender ni a trascendernos hasta el final.

La poesía constituye el precio a pagar por tener pensamiento abstracto,

una herida en el corazón del logos

P: A nivel particular, uno de mis versos favoritos lo encontramos en el poema «Seeking what?», donde escribes que «no hay verdad que florezca ante el barranco». Me parece una coincidencia curiosa, porque tú, justamente, estuviste este año enseñando literatura en un instituto que se encuentra al lado de uno de los seis barrancos que hoy subsisten a la vista de los transeúntes de Santa Cruz de Tenerife -el barranco de Santos-. En tu vertiente como profesor, ¿también sigues creyendo que no hay verdades que florezcan cerca de uno? Y como poeta, ¿cómo llegaste a una conclusión tan taxativa?

R: Al igual que las Canarias, a caballo entre el desierto místico y el volcán, la geografía de Lorca también está cuarteada por barrancales. La tierra que me vio nacer es una postal hecha de sed, donde apenas hay verde para descansar la vista. Mi fijación por el barranco es intuitiva, viene de mi contexto. Pero, además, literatura hecha con literatura, esta imagen la tomo de Kundera (abismarse como deseo), Gamoneda («Hay huellas de pastor frente al abismo») o Vicente Gallego («… la rama que, feliz / borracha de su savia poderosa / florece ante un barranco sin pensar / que su fruto ha de ser para el abismo»). Todas esas lecturas flotaban al redactar “Seeking what?”, que es un texto que peca de pesimista. A día de hoy, aún pienso que vivir es un largo caminar buscando qué, sin embargo, la vida sí florece ante el barranco. El hombre es un ser para la vida. No solo somos para la muerte, como quisieron Sartre y compañía. He crecido escuchando casos clínicos durísimos, historias de supervivencia impensables, que me cuenta mi madre (ella trabaja en un hospital). Todo lo vivo redunda en su voluntad de vida. Prefiero quedarme con el verso que sigue al que tú señalas, que dice «cada símbolo añora su tal vez». Esto me suena a Nietzsche, pero no sé.  

P: En la época del beef, tú te has decantado por el sampleo. ¿Hay en ello una declaración de intenciones? Porque, si bien antes hablábamos del contagio intelectual, casi nadie parece exhibirlo como tú, de un modo tan respetuoso y explícito…

R: Si aceptamos que el beef tensiona y rompe el tejido social, en cambio, el sampleo integra y reconcilia. Utilizar el término sampleo fue el modo de explicarme, desde otro lugar, que la historia literaria es una larga reescritura, que escribir supone pasar por el tamiz del lenguaje ese enorme ramblizo verbal que llamamos literatura. El pudor de la apropiación no tiene sentido hoy. Después del pop art, las vanguardias históricas, las neovanguardias, el collage y el cut up, por qué seguir escondiendo la deuda estética que hay en cualquier producto cultural. Dante escribe la Comedia como gran elogio a Virgilio, entre otros motivos, y Góngora arranca su soneto «Mientras por competir con tu cabello…» apoyándose en otro de Bernardo Tasso. Los menciono porque los viejos poetas están en el centro del debate cultural en torno a Rosalía. Con Motomami, ella ha elaborado una obra posmoderna ultrarreferencial, que encarna la neurosis lingüística de la globalización, el colapso estético por acumulación, poética del desbordamiento. El disco es un genial intento por buscar nuevas formas de representación, llevando al extremo el eclecticismo como «grado cero de la cultura», que enunció F. Lyotard. Ciertamente, es un gazpacho andaluz: Dios, Kanye West, Oriente, el lujo, las marcas, la cultura urbana, el daño del éxito y, de fondo, la familia como cálido refugio frente a la «tormenta de mierda» (shitstorm) desatada en la infoesfera. Lo más local, audios de la àvia de Rosalía, apela directamente a lo más universal. Rosalía, como Eliot o Pound, levanta en Motomami un castillo de voces e influencias. Resultado, millones de reproducciones. No hay fallo, que diría mi colega Alex.

En cuanto a la tradición, recuerdo una anécdota. Era verano y estábamos en Marbella, frente al mar, igual que hoy. Entre calamares a la romana y olor a crema solar, Juan Antonio González Iglesias me dijo: «vivamos, Juan, de manera que no decepcionemos a nuestros antepasados». Pese a que, en ocasiones, conviene cuestionar y decepcionar lo anterior, esas palabras las guardo como tesoro junto a mí. Escribir es dialogar, no solo con los grandes nombres de la cultura, sino también con ese interlocutor cotidiano que está o estuvo: el tío, la madre, el abuelo, la expareja.  

P: Al principio y al final del libro le dedicas la obra a tu abuelo José, de quien cuentas en los agradecimientos lo siguiente: «Tú siempre me pedías que te arrancara del suelo una higuera gigante. Como no pude solo, pues nunca tendré tu fuerza, en su lugar te fui escribiendo todos estos poemas». También te acuerdas de tus abuelas, «las dos Franciscas, que sin apenas leer me han escrito este libro». ¿Cuánta poesía, cuántas lecciones aprenderíamos si, en vez de pertenecer por entero a los libros –sampleando nosotros a Kavafis ahora-, nos fijáramos más en las cosas que verdaderamente importan, en lo que ocurre a nuestro alrededor día a día? Concretamente, ¿cuál ha sido tu experiencia -familiar, geográfica, social, etc.-?

R: En la poesía joven española hay una tendencia, muy reciente, a lo que podríamos llamar “poética del abuelo”. Su explicación, por hacer teoría barata, puede ser doble: política y espiritual. Por un lado, nuestra infancia estuvo marcada por los abuelos, debido a la incorporación de la mujer al mundo laboral. Por otra parte, para una generación como la nuestra, tan desprovista de Dios, la figura del abuelo representa un amor antiguo que nos arroja a lo sagrado. Dicha sacralidad nosotros tratamos de suplir torpemente consultando el zodiaco. New age tardía y todo eso. Nuestros abuelos conservan, en muchos casos, cierta fe, explícita o no. Cuando el horóscopo nos es insuficiente, los millennials saltamos una generación, para fascinarnos ante nuestros abuelos, pues ellos conservan algo de lo que carecemos. Defiendo la necesidad de la fe en poesía. Una «fe etimológica» (lat. fides, ‘lealtad’) hacia lo desconocido y una «fe poética», sobre la cual dice Borges que dijo Coleridge, que es una «voluntaria suspensión de la incredulidad».

Avanzando con tus preguntas, tiempo después de publicarse, comprendí que Cantar qué era un llanto, un planto o una elegía por lo ido. Durante su escritura final, hubo algunas ausencias significativas a mi alrededor. Particularmente, la muerte de mi abuelo José, que fue un padre, un modelo moral y un ser de luz central en mi familia, me conectó brutalmente con el tiempo adulto. Con su pérdida, fui expulsado de la circularidad adolescente, para entrar en ese otro tiempo, tal vez lineal, de la adultez. Con Cantar qué quise convocar la memoria de mis mayores, conjurar su recuerdo, para alejarlo de la muerte y guardarlo en forma de letra y poema.

Las otras preguntas que me planteas, las contesté en El Coloquio de los perros. Allí decía que mi escritura nace de un lugar menesteroso, periférico y, sobre todo, dialectal. Mi motor poético es el murciano. Y, más concretamente, el tratamiento singularísimo que se le da en mi casa a nuestro dialecto.

P: Por último, queremos cerrar con ‘2020 d. C.’: «De nosotros tan sólo quedarán / las palabras que un día pronunciamos, / los restos de un dolor amontonados / sobre algo que tan sólo será literatura». ¿Nos bastará como herencia?

R: No recuerdo en qué libro encontré esta reflexión, puede que en El alma de Gardel de Mario Levrero. El uruguayo resuelve la dicotomía Historia vs. Literatura, reconociendo que probablemente el destino del universo sea literario, pues el tiempo todo lo convertirá en ficción. Estoy convencido de que Levrero al escribir esto pensaba en Verlaine («le reste est litterature»), que a su vez pensaría en Shakespeare («the rest is silence»), que a su vez meditaba en inglés sobre la muerte. Que es como meditar en español, pero con mayor repercusión sociolingüística.  

En fin, «ordenar estos datos es tal vez poesía», anotó Gimferrer.

Literatura: sistema de citas, vasos comunicantes, esporas del pensamiento, sampleo.


Cantar qué (Pre-Textos, 2021)


Juan de Beatriz (Lorca, 1994) es profesor de instituto de literatura. Premio «XLIV Certamen literario María Agustina» (2018) y «Premio Internacional de Investigación literaria revista Crátera» (2019). Su primer libro, Cantar qué (Pre-Textos, 2021), resultó ganador del XXI Premio Internacional de Poesía Emilio Prados.


*Fotografía de cabecera tomada y cedida por Lorena Campos.

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