Son las 20:35 de la noche en la Península, las 19:35 en las islas Canarias. Adrián Fauro (Alicante, 1994) acaba de salir de currar de la Librería 80 mundos y está volviendo a casa por el camino de siempre, bordeando la playa del Postiguet. Realmente, en Alicante bordeas la playa para ir a casi cualquier parte, pero esta vez no ocurre sin querer: al igual que él se encuentra cerca de la costa para hablarnos de su primer poemario, Odio la playa (Cántico, 2021), nosotros estamos en la playa de Las Teresitas, en Santa Cruz de Tenerife, «pensando «¿qué hago aquí?»», como diría la voz poética de Para odiar la playa porque un día fuimos y me gustó, y metiéndonos en el papel. En el fondo, y tal como nos cuenta Adri, ambos espacios se parecen, pues en ellos coexisten el salitre, los tubos de escape y la combustión; aunque a estas horas todo es diferente y el entorno, calmado y asfixiante, favorece la conversación.
PREGUNTA: Bueno, Adri, pues aquí estamos: cada uno en su playa de referencia, ¡y encima de noche! Desde luego, después de esta entrevista cualquiera podrá discutirte el título del poemario…
RESPUESTA: A ver, mi problema con la playa, que es el que usé de excusa en el libro, es que a mí no me gusta ir por las razones arquetípicas: la arena, el baño, el sol… seguir esa inercia, vaya. Para mí, la playa es algo más: una mini representación de lo que realmente es una ciudad; o de lo que una ciudad representa, más bien. Es algo diverso, heterogéneo, y puedes ver en ella distintas clases sociales: hay quienes se ponen más cerca de la orilla, quienes se ponen detrás, quienes llevan una carpa, los que deciden torrarse bajo el sol, personas que compran la comida en un bar y se la lleva envuelta en papel de platina, otros que prefieren almorzar en el restaurante de enfrente… no sé, hay de todo; y esa idea de ir a la playa por el supuesto disfrute que conlleva realizar actividades me parece un poco absurda. Es algo que te puede gustar, y está muy bien que así sea -yo mismo voy bastante, aunque no lo parezca [risas]-, pero lo que quiero decir es que ir por la noche, o ir a un mirador en pleno invierno, aunque haga más frío, también es disfrutar; y que no es necesario tener que ir siempre para consumir o para ejercer una acción concreta y constante.
Las ciudades, en general -y Alicante en particular-, han desnaturalizado su relación con la playa, y ocurre en ellas lo que yo mismo planteo: que, más que ser lugares donde uno puede ir a disfrutar de la costa, son accidentes geográficos; y encima tacho la palabra «geográfico» porque, en el fondo, muchas veces son sólo accidentes, es decir, todo lo contrario a lo que debería ser cualquier espacio próximo al mar que quisiera fomentar algo más al margen del turismo y de la explotación laboral.
P: Una de tus primeras afirmaciones en Odio la playa es que te gusta huir «del sitio al que todos van cuando quieren huir». Si esto es así, ¿tú dónde te refugias?
R: Bueno, en primer lugar me gustaría decir que el poemario fue escrito en un contexto muy claro, con una idea también muy clara y en un momento vital específico donde todas mis ideas giraban alrededor de la vuelta a una ciudad que no me gusta: por cómo es y por todas esas cosas que no me ofrece. Entonces, cuando hablo de huir, hablo de hacerlo ya no sólo de la playa, sino de una ciudad que todo el mundo asocia con la paz, el descanso y las vacaciones, o que por el contrario suele asociarse con unas raíces concretas que a mí quizás no me interesan tanto como para disfrutarlas, sino como para verlas de una manera crítica y entenderlas. Cuando huyo del sitio al que todos van cuando quieren huir lo que estoy haciendo es marcharme de nuevo de Alicante, de alguna manera, y lo hago porque no creo que sea una ciudad que deba limitarse a propiciar el disfrute del veraneante. Porque la idea de disfrute está hecha a costa de la gente que vive todo el año en ese lugar al que tú has venido a descansar y que puede que, sencillamente, ni siquiera se vean representados en ella.
En Odio la playa hablo del desapego a las ciudades, de lo bueno que es quitarte de la cabeza esa idea de nostalgia y apego constante hacia algo que en muchas ocasiones no lo merece. A mí el apego no me representa, y desde luego no voy a sentirme más o menos alejado de ciertas personas por decir que esta ciudad no termina de representarme. En este sentido, el poemario se ha convertido en algo político, y eso que jamás tuvo esa intención. Lo que yo buscaba era lo que se busca siempre cuando uno escribe poesía: darle una idea a mi contexto y elaborar con el lenguaje -no con un lenguaje pedante ni nada por el estilo, porque creo que, además, he logrado acercarme bastante a mi forma de hablar y de relacionarme con la gente- cierta belleza; pero, como digo, no pretendía hacer algo político, que es una cosa ocurrió como por accidente y que descubrí gracias a la lectura atenta de Rodri (Rodrigo G. Marina), cuando empezó a editarme y comenzamos a charlar sobre la obra.
Yo ni huyo ni puedo huir a ningún sitio, y en el libro hablo precisamente de esa imposibilidad de abandonar un lugar que no me gusta. Encima lo escribí cuando acababa de volver de Madrid, de la que no voy a decir ahora que sea la ciudad de mi vida ni que me muero por vivir en ella, pero que en aquel entonces se asemejaba más a mis proyectos vitales y profesionales que lo que tenía por aquí. Por eso en algunos poemas hablo del ruido, de la gente, de mí mismo como una persona que molesta; y lo hago, precisamente, porque no encuentro un espacio para mí. Y quizás no me hace falta, ¿sabes? Todo depende siempre del contexto, y ahora me encuentro feliz. Sigue sin gustarme esa ausencia de posibilidades, pero estoy bien, estoy contento.


P: Efectivamente: en el poema Para beber tratas este asunto diciendo, por ejemplo, que «no vas a hablar porque no les interesa que has vuelto otra vez porque ya no bueno ya no es eso y tus amigos están haciendo otras cosas y sacar el tema es absurdo esta gente no va a entender tus chistes sobre esos chistes para no dramatizar pero no pasa nada».
R: Mira, yo, desde que me fui, he vuelto a Madrid varias veces, todas aprovechando huecos libres para visitar a amigos o para terminar una mudanza que se me quedó pendiente, y he pensado en todas estas cosas con frecuencia. Sin embargo, la última vez que fui la disfruté tanto que hasta me convertí en todo lo que critico [risas]: en un chaval de vacaciones que regresa a la ciudad donde se lo ha pasado bien y donde todavía tiene gente a la que quiere. Sea como sea, readaptarse a un lugar siempre es difícil. Adaptarse a una ciudad nueva ya tiene sus complejidades, pero es que readaptarse a un espacio conocido es casi imposible. Al fin y al cabo, la vida sigue y uno va cambiando, y es entonces cuando empiezas a echar de menos todo lo que ya no haces. Pero no sucede necesariamente cuando te mudas, eh; es decir, yo he vuelto y he dejado de lado muchas actividades que quizás antes hacía en Alicante y que ya no, y eso tampoco es un drama.
En el poema Para beber, de hecho, hablo de que no puedo hacer un chiste concreto no con la gente de aquí a la que considero mis amigos, sino con gente de aquí con la que acababa de generar un vínculo y que había conocido precisamente tras volver. El yo poético de esa escena a lo que alude es a la inadaptación a algo nuevo dentro de algo viejo, por así decirlo; y eso es lo complejo: aprender a desenvolverte en espacios conocidos pero que a la vez estás redescubriendo.
P: Espacios, recordemos, donde «todos caen hacia la playa porque la ciudad está inclinada». En un contexto así, ¿cómo se afronta el vértigo? Me refiero al vértigo intrínseco a la vida, a la escritura, al regreso…
R: Empezando por la parte literal, así es: Alicante es una ciudad que está en cuesta. Yo ahora mismo estoy subiendo una cuesta, por ejemplo; para ir a mi casa tengo que subir otra cuesta… La montaña y la playa están muy cerca, y esta imagen del poema, donde también digo que la gente siempre termina cayendo hacia la playa «como canicas chocando entre sí», es una de las más reales porque yo sinceramente creo que si tiro una canica desde mi ventana seguro que acabaría en el mar, de una u otra manera. Entonces, esa frase es literal, pero también un poco simbólica, pues todo empieza y todo acaba en el mismo lugar; y si no caes en playa es que este lugar no te pertenece -porque te rechaza-, por mucho que hayas crecido entre sus calles. Nunca había pensado en el vértigo de esa manera, pero sí que es verdad que existe.
A la hora escribir, afortunadamente, no siento esa impresión. Al contrario: es algo que disfruto bastante, a pesar de haber escrito un libro explícita y conscientemente triste y exagerado, y de haber llevado muchas cosas al extremo; pero es que al final estás construyendo una historia, y no hay que pensar nunca en lo que esa historia va a deparar. Primero hay que escribir, disfrutar, sufrir con la escritura; estar dentro del texto, darle vueltas, trillar las ideas hasta el punto en que estas se vuelven insoportables; y ya luego ver lo que hacemos con ellas, pero nunca con vértigo. Al menos eso es lo que llevo haciendo yo toda la vida, y el libro, por así decirlo, es algo circunstancial, una coincidencia, una grandísima suerte que me brindaron Rodri y Cántico; pero que sin darme cuenta llevo años escribiéndolo. Sólo necesitaba saber que era posible llegar a hacerlo, en vez de dejarlo pasar constantemente.
De hecho, quizás el único vértigo que haya podido sentir es el que estoy viviendo ahora mismo, cuando el libro ya ha salido a la venta y gente que no conozco lo compra. O peor: cuando gente que conozco se toma muy en serio el acontecimiento y se hace con la obra con un interés demoledor. Eso sí que me da un poco de respeto: el hecho de tener que llegar a explicar en algún momento las cosas que escribo, más allá de la idea del libro y de que todo lo personal es mío y así quiero que siga siendo, sin tener que justificar nada más allá de lo poético.
P: Un poco como lo que dices en Esto no lo va a entender nadie si no escribo una introducción: «Llevo una hora deshaciendo el folio para poder decir justo lo que quiero sin que nadie salvo una persona sepa de lo que estoy hablando».
R: Exacto. Además, en todo esto Rodri vuelve a jugar un papel decisivo como editor. Y aprovecho este momento para volver a remarcar lo mucho que le debo y lo mucho que le agradezco, respecto a la oportunidad que me ha dado y respecto a lo mucho que me ha enseñado mientras escribía. Por ejemplo, durante el proceso yo le iba pasando borradores que creía definitivos y que él me devolvía corregidos y diciendo: no hace falta que expliques las cosas, lo que tienes que hacer es llegar a ese punto común en que el lector entiende perfectamente lo que quieres decir, se siente identificado o conecta contigo sin necesidad de entrar en detalles. Cuando escribes, sea poesía o narrativa, lo crucial es eso: conectar, pero sin la necesidad de explicarlo todo; o dicho de otra manera: lo que siempre hay que hacer es intentar escribir algo que no haga falta aclarar.
Yo creo que la poesía, además, tiene que evitar ser rebuscada. Por norma general va a ser bella -o bonita, que es un término que poco a poco se ha ido devaluando, porque parece que se queda en la superficie, pero que tendríamos que recuperar-, pero también tiene que ser simple, que es, al menos, como a mí me gusta escribirla. Y aunque en Odio la playa haya muchísimo trabajo detrás, una de las claves ha sido esa: el impulso. No te miento si te digo que la obra fue concebida mientras trabajaba, a partir de notas de voz que iba enviándome a mí mismo cuando estaba solo. Luego pensaba cómo unirlas, cómo darles forma, pero nacían de la forma más sencilla posible, buscando el golpe en cada idea que tenía. A esas ideas, de hecho, sí que les he dado muchísimas vueltas, pero luego siempre las escribo atendiendo al impacto. Es como cuando en un examen tipo test se te viene una primera respuesta a la mente, pero de pensarla demasiado terminas cambiándola y equivocándote, ¿no? A mí lo que me gusta es quedarme con esa primera impresión, que seguramente sea la que me haya obligado a sentarme a escribir o a pensar en una temática concreta.
P: Acabas de decir que el poemario surgió mientras trabajabas, y el trabajo, como no podía ser de otra manera, está muy presente en él. Tienes, sin ir más lejos, dos poemas titulados Para trabajar, y en uno de ellos listas algunas de las condiciones que suelen exigirte las empresas cuando te van a contratar. De hecho, das en el clavo muchas veces, pero sobre todo cuando afirmas lo siguiente: «Estás contratado (…) / deja de ser / toma 500 euros al mes». ¿Hasta que punto dirías que nos aliena el empleo?
R: Bueno, en primer lugar no te creas que me gusta demasiado confesar que lo escribí en ese contexto, como dándole importancia a mis ideas o a mi forma de hacer las cosas en ese momento. Intento no darle mucho peso, pero sí, ese fue mi caso, que no deja de ser divertido y en cierto sentido ayuda a comprender todo lo que digo, porque muchas cosas vienen de ahí: de estar obcecado con esas ideas en un momento en que el único tiempo que tenía, aparte de en trabajar, lo dedicaba a escribir; pero repito que no quiero darle importancia a mi situación personal porque lo importante es el resultado, el libro, aunque la forma en que haya surgido sea curiosa.
En este caso, los dos poemas de Para trabajar contienen aspectos literales de los dos trabajos específicos a los que me refiero: el primero, de vendedor de contratos de luz e internet, donde plasmé el discurso que me dijeron que me tenía que aprender para vender humo; y el segundo tiene que ver con lo que me dijeron cuando me contrataron en el Burger: quítate las cadenas, aféitate, quítate los pendientes y tal, y tal, y tal. Claro, yo les hice caso y me lo quité todo, pero supuso una pequeña crisis personal; al fin y al cabo, eso era lo único que tenía en ese momento que fuera verdaderamente mío: mi cadena, que heredé de mis abuelos; los pendientes y la barba. Sólo podía decidir tener esas cosas, y de repente tampoco podía a costa de un sueldo. Pero la crisis duró dos minutos: luego decidí que tenía que trabajar y era lo que había. Está mal decirlo, porque es lo primero que yo mismo rechazo cuando alguien me lo dice a mí, pero es lo que hay y en ese momento había que asumirlo.
Ahora mismo tengo muchísima suerte, por ejemplo. El contexto ha cambiado un montón, justo coincidiendo con el final del proceso de escritura del libro, que es cuando mis amigas de la Librería 80 mundos me llamaron y me contrataron. O sea, un amor muy grande a Carmen y a Sara, que me han salvado la vida y me han dado un trabajo donde estoy súper a gusto y donde disfruto y curro un montón; aunque es verdad que sigo estando en contra del trabajo, que no deja de ser un ladrón de nuestras vidas. En el libro, además, esta idea se muestra de un modo mucho más exagerado porque me refiero a dos empleos muy concretos, muy alejados de todo lo que yo me había figurado en la vida y para lo que mentalmente no estaba muy preparado: el hecho de salirme tanto de las vías. O al menos así es como yo lo veía en entonces.
Es curioso, porque ahora que trabajo en algo que me gusta soy mucho más crítico con el asunto. Intento, a pesar de que me encante, no caer en esos estereotipos; porque el trabajo es trabajo, y aunque lo disfruto enormemente considero que su crítica tiene que seguir estando.


P: Hay un poema sin título en la obra donde haces mención a una Tesis de Grado que dice así: «si el es- / pacio se redu- / ce, entonces / todo lo que / quiero escri- /bir no me cab- /e / x tnt, cmbio / l mnsaje para / q me kepa tda / la infrmación / psible n l mismo / spacio q tenía». La falta de espacios donde escribir es, de hecho, una constante en el camino de los jóvenes creadores, sean estos periodistas, escritores o investigadores; y lugares como Poscultura, el medio que llevas junto a Alex Sellés (otro chaval majísimo, por cierto), se convierten en necesarios. Lleváis poco más de cuatro años con el asunto, ¿cuáles son vuestras sensaciones al respecto?
R: Efectivamente: en el poema que mencionas no hay nada mío más allá de la primera y la última frase, que son: «abro comillas» y «cierro comillas» [risas]. El resto es de la persona citada, que es algo que a mí me gustó mucho en su momento por la idea de querer reducir espacios a favor de lo estético y por el juego que hace con el lenguaje para explicar sus propias fluctuaciones; pero también es muy cierto lo que comentas de que no hay espacios para la gente que se dedica a ciertos sectores. En este caso, Poscultura nació como una alternativa que nos fabricamos nosotros mismos, que estábamos hartos de no tener sitio para hacer cosas, y porque realmente queríamos hacerlas. Luego todo eso degeneró y nos dimos cuenta de que había muchísima gente como nosotros, que se interesó por el proyecto, como Andrea Abreu, quien tuvo su propia sección y hacía cosas increíbles, o Luís Díaz, que también ha publicado en Cántico y que estuvo desde el principio. En aquel momento, además, estábamos juntos en clase, y fue cuando nos dimos cuenta, dado el interés, de que no estábamos solos y de que ya éramos muchos los que no teníamos hueco, que es algo que, por desgracia, ahora mismo sigue sucediendo. Ahora que ni Alex ni yo tenemos tanto tiempo, lo que procuramos es precisamente darle espacio a ese tipo de gente que busca y no encuentra, y que simplemente le apetece escribir y tiene algo que contar. A nosotros nos gusta poder ofrecerles ese espacio, ese lugar seguro a todo aquel que lo necesite. Tenemos la única mala suerte de que no ganamos dinero [risas], pero somos muy afortunados porque se nos tiene en cuenta y la revista nos ha dado amigos increíbles y la posibilidad de ir generando poco a poco redes de afecto, que es en lo que estamos últimamente. La verdad es que es algo muy guay, que disfrutamos mucho y que sabemos que va a durar lo que duren nuestras energías y nuestro amor propio -y ojalá sea para siempre-.
P: En este sentido, ¿cómo completarías la siguiente frase: «Poscultura es al panorama actual lo que _______ es a la playa»?
R: Pues yo te diría que Poscultura es al panorama actual lo que los lavapiés con agua dulce son a la playa, esas fuentes que se supone que sirven para quitarte la arena de las piernas y que luego no sirven para nada más: algo totalmente innecesario pero que la gente sorprendentemente usa. Es verdad que se usan poco, pero hay personas a las que les gusta quitarse la arena mal, para luego volver a pisarla y volverse a ensuciar. Somos un trámite, una circunstancia, como las colillas en la arena, que también podría haber sido una buena respuesta. Alex y yo, por ejemplo, siempre decimos que en Poscultura somos «los amigos de», esos tipos que van a una fiesta sin conocer al anfitrión, acompañando a alguien y de los que nunca nadie se acuerda -al menos de sus nombres- [risas].
P: Volvamos al principio, si te parece bien; y es que en las primeras páginas del libro te presentas como Adrián Fauro Abad (Alicante, 1994), «escritor, periodista cultural y librero». En ningún lado pone que seas poeta, pero, sin embargo, has escrito un poemario. ¿Crees, como creía Louise Glück, que «la palabra poeta debe usarse con cautela», pues en vez de una «ocupación» nombra una «aspiración»?
R: Yo soy una persona que no se toma en serio nada. Quiero decir: me lo tomo en serio todo, pero me río muchísimo mientras lo hago -quizás por quitarme presiones innecesarias, no lo sé-; y con esta descripción pasó lo mismo. Cuando me senté a escribirla pensé: a ver, Adri, ¿qué has hecho en tu vida? Y en un principio quise enumerar todos mis trabajos: pintar techos, alicatar cuartos de baño, pasear perros, limpiar la mierda de los demás, servir copas, servir cenas… o sea, que pensé en ponerlo todo, pero luego me limité a resumirlo y a expresar aquello que realmente tuviera relación con la obra. De este modo, se supone que para algunos soy periodista cultural, así que lo puse; para otros soy el librero de la 80 mundos, que es mi trabajo de verdad; y para otra gente soy escritor o poeta, pero fue entonces cuando me dije: no, poeta no… Lo cierto es que me hace demasiada gracia definirme como poeta, pero por eso que te comentaba al principio: porque yo me río mucho de mí mismo. Y es que además, la gente que se autodenomina «poeta» suele ser bastante curiosa.
Por ejemplo, cuando Alex y yo hacíamos música -porque estamos juntos desde que tengo uso de razón, al menos en nuestras aspiraciones- dábamos conciertos, grabábamos canciones, hacíamos cosas, pero cuando me llamaban rapero yo me reía. ¿Rapero por qué? Simplemente hacíamos cosas [risas], y esa es mi definición. Los calificativos en general me parecen muy divertidos, y por eso puse que era escritor, porque al final es lo que he hecho, ¿no? Llevo toda la vida escribiendo, y no ha sido siempre poesía: también he escrito relatos, reportajes, artículos de opinión, trabajos de clase, he transcrito entrevistas… y la única manera de simplificarlo era definiéndome así; pero si por mí fuera hubiese puesto mi currículum entero, que es algo que me habría hecho también muchísima gracia.
P: En El aleph, Borges apunta que «el trabajo del poeta no estaba en la poesía; estaba en la invención de razones para que la poesía fuera admirable». Y, de hecho, supongo que estaría orgulloso de un final como el tuyo: «ahora, cuando me pregunten por ti, les diré que compren este libro». Para terminar, dinos: ¿existe una invención mejor que el amor?
R: El amor es la hostia, tío. Te lo prometo. Y es algo que no paro de repetir constantemente. Para mí, de hecho, la frase que mejor define el amor viene de un tuit de Cruz Cafuné que dice: «Quiéranse, el amor es la pinga». Claro que cuando te dejan es una mierda, pero aún así sigue siendo algo maravilloso. Si es una invención o una excusa para hacer otras cosas o para racionalizar un poco ciertas decisiones o sentimientos, yo diría que es la excusa perfecta. A mí me gusta muchísimo, y cada día pienso más en él; y creo que cuanta más atención le prestas y más lo pones en práctica -hablando del amor en todos sus niveles-, más lo disfrutas. Y es que cuando aprendes a querer bien a la gente y te das cuenta del bien que te hace (y te haces) te sientes súper pleno. Es decir, que el amor es la hostia [risas], pero siempre que sepas hacerlo, porque luego existe otra vertiente que implica violencia y desencuentros; pero el amor como tal -bien hecho, bien pensado y bien reflexionado- es la bomba y a mí me encanta. Te diría, incluso, que querer es muchísimo mejor que escribir, ¡ahí es nada!
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