Cuando ganó el Premio Ciudad de Santa Cruz de Novela Criminal por pequeñas mujeres rojas (Anagrama, 2020), dentro del contexto literario del festival Tenerife Noir -celebrado el pasado mes de octubre-, tuve la ocasión de confesarle a Marta Sanz (Madrid, 1967) que estaba perdidamente enamorado de ella -y también de su fantástico marido, para qué mentir-. Se lo dije, además, mientras le acercaba un ejemplar de La lección de anatomía (Anagrama, 2014), en cuyas solapas anotó: «Para Alfonso, lector enamorado, con un beso anatómico de una escritora que le corresponde». Sólo quien me haya escuchado hablar de Marta mil quinientas veces sabe lo que significa para mí una dedicatoria de tales características, en especial Mase e Izaskun, de la Librería de Mujeres de Tenerife -que es una librería maravillosa que aparece, por cierto, en Monstruas y centauras (Anagrama, 2018) y en Parte de mí (Anagrama, 2021)-. Porque La lección de anatomía trata todos y cada uno de mis temas predilectos: la infancia, la escritura, Madrid… y «donde se habla, sobre todo, del trabajo». Sea como sea, esta no es una entrevista monográfica, sino al contrario: se tocan asuntos grandes y pequeños, como sucede en las mejores historias de amor.
PREGUNTA: Cuando hablas del mundo laboral en tus libros, desde La lección de anatomía hasta pequeñas mujeres rojas, sueles hacerlo bajo el término de «malditos benditos trabajos». Por su absorción, por su efecto anestésico, por sus beneficios, por la adicción que generan… en el fondo, ¿cuál es tu opinión del trabajo como concepto?
RESPUESTA: La visión que yo quiero dar del trabajo en casi todas mis novelas es una visión que lo contempla como algo consustancial a la naturaleza humana; o sea, si no trabajamos, si no nos desarrollamos a partir de un trabajo -sea el que sea- en realidad no llegaremos nunca a cumplir nuestras expectativas, provocando no ya que nos sintamos personas fracasadas, sino huecas. Si no trabajamos no estamos haciendo, precisamente, lo que tenemos que hacer.
En la literatura, como norma general, el trabajo ha estado siempre demonizado, mal visto. Venimos de un prurito aristocratizante a partir del cual las historias que más nos interesan y que menos empañan el cristal mostrando una realidad que no queremos ver son historias protagonizadas por personajes que: o bien no necesitan trabajar para vivir o bien desempeñan algún tipo de trabajo fascinante, exótico y que nada tiene que ver con las rutinas a las que el común de los mortales estamos sometidos. Si te fijas, la literatura tradicionalmente se ha concebido como el espacio de lo bonito, de lo extraordinario, de esas facetas de la vida que no tienen tanto que ver con la cotidianidad, como si la cotidianidad laboral ensuciara las volutas estéticas de las lindes literarias. La corriente del realismo social, sin ir más lejos, fue constantemente machacada por la crítica porque se consideraba que hablar de los problemas de los trabajadores de una mina o de una central eléctrica no era literatura; al contrario: excedía sus límites. Para ellos, sólo se podía hablar de la vida interior y de las personas que sufrían por amor. ¡Los rentistas, que tienen el riñón cubierto, sufren mucho por amor! [risas].
Para mí es muy importante que en mis novelas se refleje en qué trabajan los personajes, por ejemplo. Incluso muchas veces me parece necesario especificar cuánto cobran, como cuando en Clavícula le dedico una página entera a hacer una especie de enumeración pormenorizada de mis ingresos como trabajadora autónoma -y autoexplotada-. Por otra parte, me gusta constatar el hecho de que en el mundo en que vivimos, capitalista y liberal, lo que a veces hacen los trabajos, en vez de convertirse en una herramienta de realización y en una forma de ganarnos la vida sin que esa vida esté chupada por nuestras tareas y labores, es vampirizarnos, absorber toda nuestra energía por medio de actividades tan exigentes que, por mucho que tú les des, nunca te permiten salir de la precariedad y siempre están exigiéndote más cosas. En mi último libro, Parte de mí, hablo de cómo en el confinamiento, mientras estaba en casa, sentía que no podía parar y me iba preocupando cada vez más ya no sólo por la enfermedad, sino también por esa salida económica que nos tiene a todos con la soga al cuello. En todos mis libros me gusta reflejar esa idea del precariado: el cultural y el general de todos los trabajadores y trabajadoras del sistema económico y social en que vivimos; pero haciendo hincapié en el precariado cultural porque es el que me ha tocado vivir a mí. Porque detrás de los libros que escribo estoy yo, que he padecido todas estas situaciones. Con la dicotomía de «malditos benditos trabajos» lo que pretendo poner sobre la palestra es precisamente esto: que por un lado el trabajo es fundamental, necesario, forma parte de la naturaleza humana… pero, por otro, en sociedades perversamente organizadas el trabajo nos chupa la sangre y los hígados.
P: Es en La lección de anatomía, precisamente, donde describes tus primeros empleos. En una época en la que al salir de la universidad es muy difícil trabajar de lo que uno quiere, y al margen de la idealización de las vocaciones, ¿para qué crees que sirven estas primeras experiencias laborales? ¿Para qué te sirvieron a ti?
R: Bueno, obviamente mis primeros empleos para lo que me sirvieron fue para sobrevivir [risas], para ganar el dinero que necesitaba para emanciparme e iniciar una vida en pareja en otro lugar que no fuera la casa de mis padres. Desde el punto de vista de mi posición como escritora, yo creo que también fueron empleos muy importantes en la medida en que me ayudaron a poner un pie en la realidad. A veces, el trabajo de la escritura puede llegar a ensimismarnos demasiado, puede hacernos sentir como si estuviéramos en una burbuja aparte, alejados de las cosas que pasan, como si estuviéramos protegidos por una especie de bola de pelusa del lenguaje y de la imaginación. Creo realmente que estar en contacto con otras realidades laborales exigentes -o no tan exigentes- te hace mirar el mundo de otra manera y tener otras cosas que contar en tus obras, más allá de los entresijos literarios. En ese sentido, que al principio de tu carrera te ganes las lentejas en oficios que no tienen nada que ver con la literatura es algo muy positivo, porque te ayuda a ensanchar la mirada y, por otra parte, también te dan libertad para poder escribir acerca de lo que tú quieras, pues sabes que no vas a ganarte la vida con el resultado. Luego, poco a poco, esa perspectiva va cambiando, porque a lo que aspiras es a ganarte la vida con ello; escribiendo, además, las cosas que te apetecen: dignificando tu oficio y abriéndote un hueco mediante las intrépidas palabras que vas introduciendo en el contexto social; pero, desde luego, lleva su tiempo.
En todo esto también hay otra cosa interesante, y es que las personas que tenemos la suerte -y la simultánea desgracia- de dedicarnos a un oficio vocacional muchas veces, en esa especie de autoexigencia y de dar el do de pecho permanentemente -porque nos dedicamos a lo que nos gusta-, te dejas demasiado la piel y eres incapaz de separar tu espacio de ocio de tu espacio laboral, y puedes acabar demasiado ensimismada, tal y como decíamos al principio. Esto es lo que cuenta Remedios Zafra en su ensayo El entusiasmo (Anagrama, 2017), por ejemplo, donde mantiene la tesis de que socialmente los trabajadores vocacionales son utilizados, y de que las instituciones y las empresas culturales se aprovechan de esa condición. Claro, bastante tienen con hacer aquello que les gusta, y esa es la excusa para fomentar la precariedad.
P: Uno de esos sectores precarios es el periodístico, por no hablar ya del periodístico-cultural. Cuando eras más joven, ¿las cosas eran igual? Porque en su momento te lanzaste a publicar una revista titulada Ni hablar. ¿Qué recuerdos guardas de aquel proyecto?
R: Bueno, yo te cuento: aquello fue una idea conjunta que tuve con un tío mío, hermano de mi madre, al que por edad y cercanía considero casi como a un hermano mío -ya que tiene sólo ocho años más que yo-, con quien siempre he compartido la pasión por la literatura. Desde pequeñitos habíamos sido ávidos lectores de poesía, escribíamos nuestros textos y teníamos bastantes inquietudes culturales compartidas que en un momento determinado confluyeron en ese proyecto común, que surgió con la sencilla pregunta de: ¿y por qué no empezamos una revista? Pues bien, Nacho -que es mi tío- y yo decidimos lanzar así una pequeña publicación cultural bautizada de ese modo: Ni hablar, y logramos ponernos en contacto con un montón de gente que colaboraba de manera totalmente altruista -algo que en estos momentos valoro todavía más, ya que por entonces no era tan consciente de lo que significaba pedirle a los demás que escribieran gratuitamente cuando era su modo de ganarse la vida-. No sé, era una revista que hablaba de todo un poco: de cine, de literatura, de música, de artes plásticas… también teníamos una sección muy marcadamente política que llamábamos de «agitación y propaganda»; y en realidad lo que hacíamos era una lectura de la cultura de aquel entonces alejada de los imperativos del mercado. Tratábamos de buscar otras maneras de entender el fenómeno cultural que fueran críticas respecto a la realidad y a los propios códigos dominantes, y lo cierto es que aprendimos un montón, conocimos a personas maravillosas y terminó sucediendo lo que suele sucederle a esta clase de proyectos: que te exigen tanto esfuerzo personal que prácticamente no puedes hacer otra cosa -si lo que pretendes es que salga todo bien, claro-, y en un momento dado dices: «mira, no puede ser». Porque llegó un punto en que ya no sólo nos quitaba tiempo para trabajar, sino que Nacho invirtió hasta de su propio bolsillo un dinero que no generábamos. Y eso que contábamos con subscriptores y que logramos entrar en la Asociación de Revistas Culturales de España, pero ni de lejos nos daba para amortizar nuestras necesidades materiales ni nuestro empeño.
P: Teniendo en cuenta esa suerte de tiranía del entusiasmo que nos asola, ¿crees que sigue habiendo motivos -en la actualidad- para continuar acometiendo hazañas culturales como aquella?
R: Desde luego que en la actualidad hay tantos motivos como había entonces para emprender este tipo de proyectos. Siempre hay una cultura que es más seguidista y más asertiva en relación con el discurso hegemónico, y luego hay otro tipo de cultura que pretende buscarle las costuras, las vueltas a esas frases hechas de la realidad que ya no nos planteamos y que son las que nos hacen infelices, ¿no? Por suerte sigue habiendo una cultura que lo que intenta es visibilizar los elementos de la ideología invisible. Entonces, naturalmente que hay motivos más que de sobra para que se hagan cientos de miles de revistas. Es una necesidad y probablemente sea también algo muy útil como contrapeso a los suplementos culturales clásicos, pero hay que ser muy conscientes de que cuesta muchísimo trabajo sacarlas adelante. Y es verdad que este tipo de iniciativas proliferan, y que al principio hay mucho entusiasmo y mucha alegría alrededor, pero son prácticamente flor de un día si no logran amortizar la dedicación o tener una infraestructura potente detrás que les permita seguir avanzando durante un tiempo más o menos razonable.


P: En pequeñas mujeres rojas dices que «los presentimientos se cumplen en casi todas las novelas y también, antes de cada muerte, en las vidas reales». Cuando empezaste a escribir, ¿sentiste que llegarías a convertirte en una autora consagrada? ¿Cómo fueron tus comienzos?
R: Pues esto es algo que también ha ido cambiando a lo largo de mi vida. Fíjate que yo empecé a escribir jugando, cuando era muy pequeña, motivada por el interés que siempre hubo en mi casa por la literatura, donde mis padres eran -y siguen siendo- unos grandísimos lectores -mi padre, de hecho, también escribe sus poemas-, miembros de un grupo de teatro aficionado, cantantes y guitarristas ocasionales… vaya, que en mi casa se respiraba una vida cultural muy intensa; y eso, quieras que no, si eres una niña medio sensible lo vas asimilando, y así es como yo recuerdo haber empezado a escribir. Figúrate: yo nací en el año 1967, ¡y mi madre aún conserva poemas que escribí en 1972, con cinco años [risas]! Por aquel entonces también escribía listas de nombres de mujeres y hombres que me parecían fascinantes o que me sonaban bien, cuentos a imitación de los tebeos que leía, ¡hasta fingía caligrafías que correspondían a distintos personajes! Y a mí todo esto me divertía mucho, por supuesto. Formaba parte de mis juegos diarios, así como de los juegos que compartía con algunas amigas tan chifladas como yo; pero cuando era pequeña jamás tuve la pretensión de convertirme en escritora, tal y como cuento en La lección de anatomía. Yo quería ser hada o ladrona de bancos o alguna otra cosa por el estilo, que tampoco deja de ser algo literario, ¿no? Pero es verdad que quería ser más un personaje de libro que la mujer que se paraba a escribirlos, algo que con el paso del tiempo me di cuenta que encajaba con el papel que se nos había asignado a las mujeres en la historia del la literatura -y del arte en general-: el de musa. Pero, claro, cuando descubrí que no había ningún ojo que a mí me mirara como yo quería ser mirada fue cuando me decidí a contar mi propia historia.
Un poco por todo esto fue por lo que también me animé a estudiar Filología Hispánica, donde aprendí mucha historia de la literatura y leí mogollón; y por lo que mi padre, más tarde, me matriculó en la Escuela de Letras de Madrid, donde fui consciente por primera vez en mi vida de que podía llegar a ser escritora, que no era exactamente lo mismo que constatar el mero hecho de escribir. Al fin y al cabo, yo creo que quien te convierte en escritora son las personas que te leen y te dicen que lo eres -o que puedes llegar a serlo-, y en mi caso fue entonces cuando compañeros, lectores y profesores me empezaron a legitimar. Si no, la cosa hubiera sido como un salto mortal en el vacío.
Como anécdota, decir que cuando acabé el COU, que era el Curso de Orientación Universitaria previo al examen de selectividad con el que tú te matriculabas en una carrera, al instituto público en el que yo estudiaba llegó una señora para hacernos una especie de test de aptitudes que nos ayudaría a decidir nuestro futuro. Pues bien, en aquel momento a mí me salió que tenía que estudiar Arte Dramático [risas], que es algo que probablemente encaje muy bien en todo ese deseo mío original de ser hada o musa o ladrona de bancos, pero que, evidentemente, nunca se ha hecho realidad, más allá de mi fascinación por el mundo del cine, los actores, las actrices, el teatro y las bambalinas de un oficio cultural que, por desgracia, también está precarizado -aunque sólo se vea lo bonito-, y que es algo sobre lo que ya escribí en Farándula (Anagrama, 2015).
P: En Parte de mí cuentas cómo en Anagrama te sientes -por fin- como en casa. ¿Qué significa exactamente esto? ¿Cómo fueron tus primeras experiencias editoriales para no haberte llegado a sentir nunca así?
R: En primer lugar, sentirse en casa es sentirse segura. Concretamente, sentirse segura en el mundo editorial es encontrar un sitio que desarrolle lo que se conoce como «políticas de autor», o en este ocasión «políticas de autora». En mi caso, cuando llegué a Anagrama rápidamente me di cuenta de que, más allá de las distintas calidades o de los diferentes niveles de aceptación que pudieran llegar a tener mis distintos libros, por quien había apostado la editorial era por mí como escritora. Esto quiere decir que no estaba expuesta y que no tenía que estar todo el rato pendiente de si vendía muchos libros o pocos, de si atinaba o no con las expectativas del espacio de recepción. Sabía, por el contrario, que siempre iba a tener a gente alrededor que me apoyara y que iba a seguir publicando mis obras aunque las anteriores no hubiesen ido tan bien como se esperaba. Está claro que una editorial es un negocio, pero cuando llegas a sentirte como en casa en un lugar así es porque sientes que las personas implicadas en el proceso son respetuosas con la sensibilidad y la intrepidez de todos cuantos están a su alrededor, y que también son conscientes de que el medio y el largo plazo son muy importantes. La literatura no tiene que ver con estar dando petardazos con nuevas obras cada dos o tres días: a veces, a un escritor o a una escritora tienes que dejarlo madurar, cuajar, y lo haces porque confías en él o en ella plenamente.
Formulabas la pregunta diciendo que este sentimiento de pertenencia aparece en contraposición con otras experiencias previas que no fueron tan provechosas, y tienes toda la razón. En mi caso, los primeros libros que publiqué fue gracias a una persona que, además de editor, era mi profesor y también amigo, y todo lo que vino después fue completamente distinto: pasé de ser una escritora ultraprotegida a caer en las redes de un mercado voraginoso donde no encontraba mi sitio. Iba de aquí para allá y sufría porque tenía un libro escrito y nadie me lo quería comprar, o porque me lo compraban pero no me lo acababan publicando… Estar con esa incertidumbre permanente me agotaba y me quitaba las ganas, pero cuando llegué a Anagrama sentí que había encontrado mi sitio. También fue cuando muchas personas empezaron a verme como a una escritora de verdad. De hecho, hay muchísimos lectores y lectoras que piensan que mi primer libro fue Black, black, black (Anagrama, 2010) o que creen que comencé a escribir en aquella época, cuando la realidad es que llevaba haciéndolo de forma profesional desde 1995. Así que fíjate si tengo motivos para estarle agradecida a Anagrama, que para mí ha sido, además de una casa, un altavoz.
P: En Monstruas y centauras haces una pequeña radiografía de lo complejo que es a veces compaginar la condición de escritora con la condición de mujer. En este sentido, ¿has notado muchos obstáculos a lo largo de tu carrera?
R: En términos literarios, te diré que es mucho más difícil y mucho más cansado dedicarte a este mundo siendo mujer; básicamente, porque partimos de una posición de desventaja de la que -al menos cuando yo comencé a escribir- no solemos ser del todo conscientes. Al fin y al cabo, yo soy una niña educada en la Transición bajo los parámetros de lo que vino a llamarse la pedagogía moderna, tal y como explico en La lección de anatomía al hablar de cómo a las niñas nos hacían arreglar grifos y a los niños bordar bodoques. Visto así, una tenía la sensación, dentro de las aulas de la escuela pública al menos, de que la igualdad ya estaba conquistada, pero cuando empecé a dar mis primeros pasos dentro del mundo laboral fue cuando descubrí que todo era mentira, que las desventajas seguían siendo muy evidentes y que incluso yo misma, con mi percepción anestesiada de las cosas, estaba siendo espantosamente injusta con personas como mi madre, como mi abuela, como otras mujeres luchadoras o como yo misma. Estaba mirando la realidad con unos ojos que no eran los míos, y esos ojos me estaban haciendo mucho daño. La verdad es que encontrar el camino estando tan perdida, partiendo de pistas y de claves tan ajenas a mi experiencia, fue cansado y muy difícil; primero, porque tienes que hacerte consciente de todas esas desventajas, de todos esos referentes culturales que forman parte de ti y que no te están haciendo nada bueno; y segundo, porque tienes que luchar para encontrar tus propias palabras y empezar a reivindicar tus propias historias, aparte de tener que aprender a afrontar cosas mucho más pedestres como pueden ser la condescendencia de la crítica, su desprecio, su forma de medir tus capacidades con parámetros distintos a los que se emplean para valorar a los autores masculinos, etcétera.
A este respecto, dentro de poco va a salir en España un ensayo de Tillie Olsen, que es una escritora norteamericana que a mí me gusta mucho, que explica cómo las mujeres hemos sido educadas por una parte para cuidarnos -desde el punto de vista estético, para agradar al resto-, y al mismo tiempo para cuidar a los demás -o cuidar de los demás-; y en esa confluencia de cuidados una encuentra muy poco espacio para dedicarse a las labores creativas. No hay tiempo, no hay capacidad de concentración suficiente como para acometer el reto de la escritura… y esa es una de las causas por las que históricamente ha habido menos escritoras que escritores, y también por la que hacerse un hueco dentro del mundillo literario es tan difícil para nosotras. Como te decía, yo de todo esto me di cuenta bastante tarde, y de un modo particular cuando estaba escribiendo Daniela Astor y la caja negra (Anagrama, 2013), que fue cuando entendí que había estado malinterpretando las malas caras de mi madre o sus enfados o sus arrebatos durante toda mi vida, sin entender que todo eso era el fruto de su insatisfacción; pero, por suerte, en los últimos tiempos hemos aprendido a reinterpretar esas conductas -de nuestras madres, de nuestras abuelas- y a anclarnos en genealogías que antes estaban invisibilizadas.


P: «Uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra», escribió García Márquez en Cien años de soledad. Después de haber escrito un libro como pequeñas mujeres rojas, ¿opinas lo mismo?
R: Por Gabriel García Márquez y su narrativa yo siento muchísimo respeto, y comparto completamente esa frase. No en vano, más allá del individualismo, más allá de la singularidad y de la excepcionalidad que quiere vendernos este mundo tan publicitario, los seres humanos somos seres humanos porque tenemos otras voces que nos habitan y que nos anclan a determinados lugares, lenguas o tradiciones. El caso es que yo creo que las mujeres y los hombres somos una primera persona del plural, que cuando decimos aquello de que «lo personal es político» y contamos nuestras historias en primera persona y de un modo autobiográfico lo que estamos haciendo -o intentando hacer- es aproximarnos a la geografía y hablar de lo que no es común, de lo que nos pertenece a todas y a todos; y para eso es fundamental tener consciencia de la historia. Yo creo, por ejemplo, que la palabra memoria, en la literatura y en la vida, es fundamental: tanto como facultad que estamos perdiendo -porque estamos olvidando hasta las tablas de multiplicar, si me apuras- como disparadero de las sensaciones en el relato. También es necesaria para que no nos roben las palabras con las que escribimos nuestro día a día y para que no nos arrebaten esa historia con el fin de relatárnosla luego de un modo falso y torticero, que es lo que en estos momentos está haciendo la ultraderecha. Partiendo de nuestra mala memoria, de nuestras pocas ganas de recordar, de nuestra vivencia un tanto estúpida del momento presente, lo que están haciendo por ahí es construirnos una memoria mala; y eso es lo que nos roba la esencia misma de nuestros orígenes y de nuestra identidad, que no son otra cosa que el conjunto de redes de afecto, de amor, de empatía y de solidaridad que compartimos con el resto de seres humanos. Así que, sí: son muy importantes los muertos que están bajo la tierra, del mismo modo que lo es reivindicar la consigna de «verdad, justicia y reparación».
P: De hecho, tal y como sostiene uno de los personajes de pequeñas mujeres, «algunos quieren universalizar la memoria, en letras doradas y de neón como las de los casinos de Las Vegas, mientras que otros publican sus recuerdos chiquitines, hechos sobre todo de lagunas, de gotitas rezumantes, para que alguien se los apropie». ¿Hasta qué punto dirías que son verdaderamente importantes esos «recuerdos chiquitines»?
R: En cierto sentido, creo que la escritura de las mujeres ha devenido en una reivindicación de lo pequeño, de esas cosas que parecían no caber en la literatura porque no tenían importancia. Siendo así, tendríamos que tratar de resignificar el contenido del adjetivo pequeño y repensar a qué clase de elementos se lo estábamos atribuyendo. Hay tantas y tantas cosas fundamentales para la vida… Por ejemplo: ¿estábamos llamando pequeños a los cuidados? ¡Qué barbaridad!
Sin embargo, también pienso que si enfocamos a todas las personas desde el punto de vista exclusivo de la intimidad nos encontraremos con que la intimidad es casi siempre favorecedora, hasta para los monstruos; o sea, estoy segura de que los exterminadores del nazismo querían mucho a sus hijos y a sus hijas, y creo que lo que tenemos que hacer nosotros es compaginar los dos planos: tener una visión cenital de la realidad, desde lo alto, tal y como quise yo misma plasmarla en pequeñas mujeres rojas a través de la metáfora de los pájaros sobrevolando el pueblo de Azafrán/Azufrón y contando lo que pasaba desde arriba, con la perspectiva de ese pasado incandescente; pero por otra parte también hay que atender a lo microscópico, a lo inadvertido. Y la literatura es una manera de acercarse a la realidad pudiendo aunar ambos aspectos: el componente ético con lo lírico e intimista; y la conjunción de ambas dimensiones es la que puede ayudarnos a rozar -aunque sea siquiera con las yemas de los dedos- eso que llamamos verdad.
P: ¿Y qué papel juega en todo esto el estilo? El tuyo, tal y como tú misma lo describes, obedece a una mezcla entre «lo paleto y lo pedante», ¿no?
R: Pues, mira, esa definición de lo que yo creo que es mi estilo tiene un poco que ver con la idea que también se recoge en pequeñas mujeres rojas de Francis Bacon, que decía que el estilo en las bellas artes y el estilo en la literatura lo que hace es reflejar el sistema nervioso personal de quien escribe el libro o de quien pinta el cuadro; y en cuanto al mío personal, diría que, efectivamente, es una amalgama entre lo paleto y lo pedante [risas]. Al fin y al cabo, soy una mujer con una cultura libresca y con una cultura literaria, pero no soy una mujer cuyos orígenes estén en la pata del Cid; al contrario: es verdad que mis padres son profesionales liberales cultos, pero uno de mis abuelos era mecánico, los otros vivían en el pueblo… No sé, considero que soy una persona de clase media-popular, y al juntarse el elemento de la extracción social con tus aprendizajes concretos es cuando surge esa fusión entre lo pedante y lo paleto, que es lo que soy yo todo el tiempo. Y, por supuesto, todo eso es lo que luego cristaliza en el estilo y en las palabras con las que escribo mis libros.
Esta definición, no obstante, es algo que también he ido descubriendo con el paso del tiempo, porque cuando comienzas a escribir yo creo que es muy importante ser intrépido y tratar de buscar un lenguaje nuevo para cada historia, salir de tu zona de confort -que es algo que, además, yo valoro mucho en los escritores y en las escritoras-; porque al igual que tú le pides a los lectores y a las lectoras que cambien de costumbres, es fundamental que uno como autor también lo haga: buscando y experimentando todo el rato para formular preguntas nuevas, para contar historias nuevas y expresar emociones nuevas. A esto hay que añadirle, además, el aspecto inevitable que suponen los restos personales de cada cual, el poso de todo cuanto queda tuyo y que conforma tu sistema nervioso individual, que también se encuentra ligado a la escritura: tu clase social, tu sexo, tu orientación sexual, tus creencias religiosas, tu perspectiva política… eso también está presente en cada uno de los libros que escribes, ya sean obras tratadas desde el género de la autobiografía clásica o desde las máscaras de la ficción.
P: Por último: pequeñas mujeres rojas es una obra que le dedicas a tus amigas Sara Mesa y Edurne Portela. ¿Qué es para Marta Sanz la amistad?
R: Pues es una pregunta bien difícil de responder [risas]. Diría en todo caso que la amistad es una manera de sentirte acompañada, de saber que en tus fragilidades no vas a estar sola y al mismo tiempo que eres lo suficientemente generosa como para poder paliar las fragilidades de los otros. También te diría que tiene que haber una mirada más o menos sincrónica o que sintonice en ciertos aspectos con tu forma de entender el mundo, pero es que no siempre sucede así: a veces nos encontramos en la vida con amigos y con amigas que no comparten exactamente nuestra visión, con los que tienes unas peloteras absolutamente fenomenales y con quienes sabes que puedes contar -de verdad- para las cosas importantes, que van a acompañarte y a respaldarte el resto de tu vida, dándote calor y cariño. Pero es una pregunta que tendría que pensarme un poco más, eh [risas].
En el caso de Sara y de Edurne ocurre también una cosa que a mí me parece importantísima, y que es el hecho de que las escritoras tejamos redes de apoyo y de compañía, porque, si no, a veces es muy fácil que nos cercenemos del campo literario. Buscar vínculos, formar parte de una malla consistente es lo que nos ayuda a no quedarnos sedadas en un panorama como el presente, del mismo modo que les sucede a las amapolas en el campo.
*Imagen de cabecera tomada y cedida por Alberto Carrasco.
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