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Sara Mesa: «A veces le exigimos más a la literatura que a la vida»

La protagonista del relato 'Palabras-piedra', de Sara Mesa, «creía que la intensidad con la que deseara algo podría terminar produciéndolo». Asimismo, los fuertes deseos de mantener una entrevista con la propia Sara también la hicieron realidad.

Sara Mesa (Madrid, 1976) es una autora con un sentido de la vista excepcional, una mujer que escribe -y describe- como si fuera por la vida usando prismáticos de ornitóloga -a imitación del Viejo de Cara de pan (Anagrama, 2018)- o lupa de perito caligráfico -que es la que deberían de usar algunos cargos públicos para examinar y combatir la letra pequeña de ciertas leyes o ayudas destinadas a combatir el sinhogarismo, la pobreza y la desigualdad, que es algo que trata en el ensayo Silencio administrativo (Anagrama, 2019)-. Sin embargo, y aunque ella misma admita tener mala letra desde que era una niña -quién sabe si con una lupa grafológica la concepción de alguno de sus profesores de ciencias hubiera cambiado-, el último suceso al que le ha dedicado su capacidad de observación ha sido la contemplación de sus animales domésticos -su perro y su gato, concretamente-, que plasma de un modo ejemplar en su obra publicada más reciente, Perrita Country (Páginas de Espuma, 2021), junto a las ilustraciones del artista Pablo Amargo (Oviedo, 1971). Precisamente, de la lectura de este relato, de la observación pormenorizada de mis propios animales y del contacto común con la increíble Librería de Mujeres de Santa Cruz de Tenerife nace esta conversación.

PREGUNTA: Perrita Country es un libro sobre los «detalles cotidianos» y lo «sutil» de la existencia, tal y como tú misma has comentado. Sin ir más lejos, en la transformación que sufre la protagonista mientras contempla el día a día de sus mascotas -que es una de sus rutinas favoritas-, su mejor amigo parece preocuparse: «cree que los límites de mi mundo se están estrechando», aunque ella no opine de igual modo «en absoluto, más bien lo contrario». En literatura, ¿quién dicta, acaso, qué es demasiado pequeño y qué es lo suficientemente grande como para ser contado? ¿Qué placer da -y uso una de las expresiones que tú misma empleas en el relato- enredarse de vez en cuando con «las rutinas más aburridas e insignificantes», desvirtuar la mirada «y verlo todo desde otro ángulo»?

RESPUESTA: Bueno, yo siempre me he sentido atraída por lo pequeño, aunque, como bien dice Marta Sanz, habría que ver a qué nos referimos con pequeño. Siempre me han interesado las dinámicas de poder en lo íntimo (la pareja, la familia) y en otro tipo de ámbitos reducidos (la escuela, el hospital, la oficina… por poner solo algunos ejemplos). Mi mirada tiende a fijarse más en los detalles de funcionamiento de lo cotidiano que en los grandes movimientos políticos o sociales. Y esta atención a lo mínimo puede tener muchos tonos: desde una perspectiva más o menos crítica, más o menos perturbadora (Un amor, novela que transcurre en una pequeña pedanía, o Cara de pan, historia de una niña y un señor mayor que se ven a diario en un parque) o más contemplativa, incluso meramente descriptiva, como ocurre en Perrita Country. De hecho, con este último libro pretendía centrarme aún más en lo pequeño, casi en lo diminuto, y extraer de ahí algún tipo de grandeza.

P: Uno de los aspectos fundamentales de nuestra relación con los animales es aquel que analizas a partir de la historia del pájaro Pelón -también en Perrita Country-, cuando te haces eco de su final, de la posible queja del lector y escribes que «no puede ser que nos deje así, sin adjetivo, sin explicaciones. Un final tan ambiguo, tan abierto (…). Como ese tipo de finales que nos irritan tanto en las películas y los libros pero que forman parte continuamente de la vida». Además de los finales, ¿no solemos maquillar también los principios? ¿Qué es lo que nos mueve a ello?

R: Suelo decir que a veces le exigimos más a la literatura que a la vida. Exigimos razones y justificaciones, causas y consecuencias claras, finales cerrados, coherencia, cuando lo que nos rodea está lleno de incoherencias y vacilaciones y finales que nunca son finales y comienzos que no recordamos o que falseamos con nuestra defectuosa memoria. Esta premisa yo la llevo a la escritura, no porque crea que la escritura es un calco de la vida (que no), pero sí porque debe recorrer ese pulso. Lo contrario me parece artificioso, por bello o espectacular que pueda ser el resultado.

P: Una constante en tus novelas y relatos es la dificultad a la hora de nombrar, algo que exploras, entre otras obras, en Perrita Country («es normal ir dando bandazos antes de encontrar los nombres adecuados»), Cara de pan («Nina Simone, dice el Viejo, era un nombre artístico, del mismo modo que ellos se han puesto los suyos, para escapar del nombre real, que es una cárcel») o Un amor («Cuanto menos escriba uno su nombre verdadero, mejor, bromea. Solo vale para firmar en el banco»). Qué responsabilidad, ¿no? ¿Crees, como creía uno de tus personajes, que los nombres son una cárcel -la primera cárcel de todas, quizás-?

R: Mira, de forma intuitiva (es decir, no lo he reflexionado tanto como tú), sí que soy cauta a la hora de nombrar, me cuesta ponerles nombres a los personajes, y en ocasiones, si no es necesario, ni siquiera los nombro (así, en Un amor, hablo del casero, el dueño de la tienda, la vecina, etc.). Además, los nombres nunca son fijos, están ahí para ser modificados. En Cuatro por cuatro, por ejemplo, una de mis primeras novelas, los personajes cambian de nombre según quien los evoca. Para mí también son importantes los acortamientos, los apodos, los nombres privados, etc. Algunos sustituyen a los nombres reales: La Culo, La Poquita, el Señor de los Petardos, etc. Todos tenemos varios nombres, ¿no?

P: Ahora mismo, estoy escribiendo estas preguntas junto a mis perros, que, como el Ujier y Perrita Country, tienen una diferencia considerable de tamaño y edad. El más pequeño, Keke, que aún no llega a los ocho meses, tiene dos facetas vitales: la amorosa -dar besos y lengüetazos todo el rato- o la cascarrabias -sacar los dientes sin motivo, pegar mordisquitos y ladrarle al aire-. Si pudiéramos adiestrarle y convertirle en un escritor de raza, ¿cuál de las dos manías le convendría quitarse primero?

R: Sería bueno que mantuviera ambas. La faceta cariñosa, amable, seductora, que va a conseguir que atrape a sus lectores (siempre queremos que nos cuenten historias, pero no que nos las cuente cualquiera, queremos narradores que nos magneticen, que cuenten con la gracia del juglar), pero también la faceta gruñona e incluso agresiva, la desobediente, porque es la que conseguirá que estos mismos lectores se queden desconcertados cuando menos lo esperen, la que sembrará su escritura de piedras en las que tropezar.

P: A Keke también le ocurre que al estar en lo alto de un sofá o al borde de una cama no deja de asomarse al vacío, como con ganas de saltar, pero temeroso porque aún se siente demasiado pequeño y no quiere hacerse daño. Volviendo a mencionar esa hipotética conversión en escritor de raza, ¿qué decirle ante situaciones así: que se atreva a lanzarse al precipicio o que aguarde un poco más, al menos hasta que se sienta lo suficientemente preparado?

R: Da igual lo pequeño que se sienta uno o lo temeroso que sea, porque esa sensación de pequeñez y temor no se quita nunca del todo. Incluso aunque alrededor todo el mundo te diga lo contrario, incluso aunque se tenga la red de una buena editorial detrás, siempre permanecen las dudas y las inseguridades más íntimas. Yo creo que esto es bueno, porque deja el camino abierto para crecer. De lo contrario, viene la temida consolidación y anquilosamiento. Bien. ¿Qué le diría a tu perro, que te diría a ti? Salta. El salto es siempre hacia la escritura, no necesariamente hacia la publicación. La falta de autocrítica es letal para un escritor, pero estar paralizado por ella tampoco es bueno. La escritura debe afrontarse con humildad, uno debe llegar al máximo posible de lo que puede dar él o ella mismo, no al máximo de los grandes. Hay que aprender (y eso solo se aprende escribiendo) cuál es el límite propio, cuál es su estilo y sus capacidades, cuáles son sus puntos fuertes y cuáles los débiles.

Sara Mesa, inmortalizada por Sonia Fraga.

P: En el relato Mustélidos, de Mala letra (Anagrama, 2016), hablas de «la escritura como desagüe», de cómo una de tus personajes «dándole forma al horror evitaba la realización del horror. Escapaba». Tu escritura, que, como diría Francisco Solano, transita «admirablemente esa zona de penumbra» y crea «la atmósfera de un contorno amenazante», concretamente, ¿qué dirías que desagua?.

R: Bueno, yo, a diferencia de mi personaje, no estoy tan segura de que la escritura sirva de desagüe. A veces, pienso que es incluso al revés, sirve de foco para iluminar esas penumbras, pone de relieve lo que está escondido. Hay algo de pensamiento mágico en creer que, por contar una cosa, no va a ocurrir, que es lo que le pasa a la protagonista de Mustélidos. Pero en realidad, lo que yo escribo ya ha sucedido. Quizá no a mí, quizá no de la misma manera, quizá solo como semilla del resultado final, pero siempre parto de lo ya vivido y experimentado, o sea, que no conjuro nada.

P: Casi al final de Perrita Country, la voz protagonista admite: «cuando hablo de mí lo hago en pasado y en tercera persona. Me disfrazo con la gramática, me la echo de cobertor para resguardarme y no quedar expuesta. En cambio, cuando hablo de otros, o cuando invento, echo mano de la primera persona y del presente». ¿A ti te ocurre igual?

R: Introduje esa reflexión en el texto en un momento en que se está leyendo todo en clave biográfica y en que la ficción, creo, se enfrenta a una crisis de legitimidad. Ocurre continuamente que si lo narrado es real, o si se vende como real, adquiere un plus ante ciertos lectores que yo no tengo tan claro. Estamos en un momento en que lo real se asimila a la verdad, cuando yo creo que en la ficción -en la ficcionalización de lo real- puede haber una buena dosis de verdad, tanto o más que en la no ficción. Pero para no irme por las ramas, te diré que sí, que me ocurre algo similar a la protagonista: a menudo he escrito sobre asuntos muy personales, que me incumbían directamente o que reflejaban experiencias vividas, y lo he hecho con el uso de la tercera persona como modo de distanciamiento  (a veces para ver bien hay que separarse un poco, ¿no?). Y en otras ocasiones he podido usar la primera persona sin hablar desde mi lugar ni mucho menos. Es confuso, y podía serlo en Perrita Country, y de ahí mi advertencia: es cierto que yo tengo una perra y un gato que inspiran a los personajes animales al 95%, es cierto que comparto experiencias y reflexiones de la protagonista, pero la narradora no soy yo, es una ficción, quizá su interés esté precisamente ahí, en su construcción ficcional.

P: En uno de sus relatos de Manual para mujeres de la limpieza (Alfaguara, 2015), Punto de vista, Lucia Berlin afirmaba que los lectores siempre «escucharán todos y cada uno de los detalles compulsivos, obsesivos y aburridos (…) solo porque está escrita en tercera persona. Caramba, pensarán, si el narrador cree que hay algo en esta patética criatura sobre lo que merezca la pena escribir, será que lo hay. Seguiré leyendo, a ver qué pasa». ¿Crees que una historia contada en tercera persona, como pensaba Berlin, es capaz de suscitar una mayor atención?

R: Lucia Berlin es para mí una especie de diosa, me faltan palabras para expresar todo lo que admiro sus cuentos, tan llenos de belleza, de vida, de autenticidad, de talento, y de esto que comentaba antes, la capacidad de contar la propia vida con los recursos de la ficción, despegándose de lo atadura de lo biográfico cuando es necesario. Pero no estoy de acuerdo con su análisis de la tercera persona vinculado al interés narrativo. Ojalá fuese cuestión solo de eso: cualquiera podría escribir entonces un libro interesante. Pero se ponen en juego muchos más elementos. ¡Ella los ponía!

P: La otra cara de la moneda podemos encontrarla en tu excelente Silencio administrativo. La pobreza en el laberinto burocrático (Anagrama, 2019), donde, para hacer una crónica más o menos personal de un hecho concreto -y por eso mismo universal-, que es el sinhogarismo, utilizas la tercera persona y el personaje de Beatriz. No en vano, «Beatriz no soy yo», escribes; «Beatriz es una mezcla de las personas que pusimos nuestro empeño desinteresado -e inútil, en gran medida- en ayudar a Carmen». También es algo que opinaba Berlin: que «la mayoría de escritores utilizan accesorios y decorados de su propia vida» para captar «la atención del lector»; sin embargo, en los casos en que la cruda realidad supera toda expectativa, ¿qué sucede? Más que el personaje, ¿es la historia la que llama la atención?

R: En el caso de Silencio administrativo, yo necesité despegar la narración de mí misma creando un personaje, Beatriz, que es un artificio para reunir a dos personas reales, una amiga y yo. Por razones de eficacia narrativa, era inoperativo hablar de dos personas, daba igual qué papeleo o qué trámite hacía una u otra, porque lo que yo quería era subrayar el absurdo del papeleo o el trámite en sí, ir al meollo. ¿Ves? Esto es un buen ejemplo de cómo a veces la ficcionalización es más verdadera que la realidad. Si hubiese contado todo exactamente tal como sucedió, el relato sería embrollado, pesado, como una especie de informe pericial. Yo agrupo personajes, hechos, compacto la historia, doy relieve a lo que verdaderamente creo que lo tiene, y construyo, con mis herramientas de escritora, una crónica que bebe de la realidad (¡no miento en nada!), pero que en su estructura busca ser mucho más contundente que un mero registro de hechos. Por otro lado, como bien dices, este modo de trabajo logra resultados más universales. ¿Qué más da si fui yo o no, si fue en tal ciudad o en otra? Lo importante son los mecanismos burocráticos que subyacen en esta historia. Visto así, escribir es una tarea de excavación.

P: Hablando de burocracia, política, desigualdades sociales… en Un amor (Anagrama, 2020) te preguntabas si la «neutralidad no es también una forma invisible de ataque». Si nos tomáramos la vida con la pasión que cada circunstancia merece -y que, por supuesto, muy pocos demuestran (y demostramos) en la historia de Carmen-, ¿el mundo sería un poco más amable? ¿Cómo sería el mundo sin esa neutralidad que, en esencia (y al contrario de lo que se pretende), todo corrompe y todo daña?

R: La neutralidad no existe. Como puesta en escena, quizá, pero poco más. Es imposible no tomar partido, aunque sea internamente, por una u otra cosa. Diferente es si nos sentimos con la fuerza o el respaldo necesarios para posicionarnos, si somos valientes o hipócritas, si tenemos miedo o no. Yo he descubierto en mí, en muchas ocasiones, una cobardía que me avergüenza, no he dicho lo que tenía que decir o lo que pensaba, incluso perjudicándome a mí misma. Así que lucho contra esa cobardía como puedo, y uno de mis recursos, si no el único ahora mismo, es la escritura. Hablar, decir, escribir, puede que no sea mucho, pero es más que callar.

P: Uno de mis temas favoritos en tu literatura es el papel que juegan los dobles sentidos y la constante interpretación de las palabras. ¿Tú sientes, como sentía el personaje de Casi al escribir su diario en Cara de pan (Anagrama, 2018), que al escribir -o al hacer intervenciones, conceder entrevistas, mostrarte en público, etc.- se pueden llegar a complicar las cosas, se pueden llegar a ensuciar -hasta tal punto de meter a alguien en un lío similar (salvando las distancias) al del Viejo de Cara de pan-?

R: Uf, esta pregunta es complicada. Es difícil de explicar. Mi sensación es que todo lo que tengo que decir lo digo a través de mis libros, con su escritura. Que si tengo que explicarlos, contextualizarlos, resumirlos, etc. es porque los libros son fallidos. A veces siento que todo lo que rodea la publicación (presentaciones, entrevistas, etc.) no deja de ser un modo de desgaste, como si de tanto manosearse un libro perdiera su capacidad de acción. Y a mí, personalmente, también llega un momento en que me desgasta. Claro, esto así dicho, llevado al extremo, podría atacar a esta misma entrevista, aunque lo cierto es que aquí estamos hablando de cuestiones generales, de mi visión de la escritura, no analizando al detalle personajes y tramas, cosa que detesto. Pero sí es cierto que intento controlar esta parte de presencia pública precisamente porque sé que no tengo el control. En el proceso de escritura, somos solo el texto y yo. Luego, cuando intervienen más variables, pierdo el pie.

P: Y al final, ¿qué importa en todo esto tener mala letra -como tú dices de ti misma-? Si lo que parece que está sucio es el contexto…

R: Con la imagen de la mala letra (que no es más que una acusación infundada, puesto que parte del hecho de qué es coger mal el lápiz, según criterios normativos sobre lo que está bien y lo que no), lo que yo pretendía era defender una forma de escritura que no persigue el embellecimiento de la realidad, aunque llegue, por otros caminos, a otro tipo de belleza más compleja. Muchos de los temas sobre los que escribo no son sucios, raros o perturbadores de por sí, sino por la mirada con que se juzgan, y en ese sentido lo mismo tenemos que cambiar la mirada. Resumiendo mucho te diría que me impongo como reto sacar la limpieza de lo supuestamente sucio y la suciedad de lo supuestamente limpio. O, como digo otras veces, darle la vuelta a las prendas para ver las costuras con las que están hechas.

P: Tal y como pensaba Mario Levrero en El discurso vacío, ¿crees que los pequeños cambios -y los pequeños hábitos-, como llevar a cabo un diario o tratar de adecentar la propia caligrafía, son los más importantes para alcanzar nuestros grandes objetivos -que en el caso de Levrero era «una vida plena de felicidad, alegría, dinero, éxitos con las damas y con otros juegos de tablero»-?

R: Amo El discurso vacío por razones que no sé bien explicar, aunque tienen que ver, sin duda, con la voz de Levrero, su sutil humor mezclado con una constante amargura, el pesimismo que se ríe de sí mismo, su tono voluntariamente menor… Yo no sé cuánto importan los pequeños cambios o los pequeños hábitos, pero está claro que son más abarcables que los grandes, y más modestos. No creo en las grandes intenciones ni en las grandes palabras, la grandilocuencia me genera bastante desconfianza, aunque es un pecado en el que también he incurrido, que conste. Pero últimamente me interesa más ir poco a poco y paso a paso. Ya no me planteo escribir grandes historias. Ahora mi reto es escribir a diario sobre lo que observo, como una especie de entrenamiento constante, sin la necesidad de publicarlo todo, más bien a un nivel íntimo que me sirva de aprendizaje.

P: Por último, y por alusiones [en la entrevista que tuvimos hace unas semanas con Marta Sanz], ¿qué es para Sara Mesa la amistad?

R: Lo es todo. Incluso las cosas que más me gustan en la vida, no las disfruto igual si no las comparto, si no las cuento. La amistad tiene también un componente un poco mágico, como el del enamoramiento, ¿no? Ciertas personas te caen bien, te generan una simpatía inmediata, te produce alegría verlas, te hacen reír… y es difícil saber exactamente por qué, es como si las conocieras de antes, de otra vida. Y por supuesto está la generosidad, el apoyo, el saber que si te pasa algo siempre tienes a quien recurrir. Es importante también no juzgar a los amigos, el respeto mutuo. Todo eso es la amistad. Y siempre digo que entre los escritores, a pesar de la leyenda negra que nos persigue sobre celos y puñaladas traicioneras, sí hay amistad, y sobre todo entre las escritoras. A mí Marta Sanz, por ejemplo, me ayudó mucho en mis comienzos y lo sigue haciendo con su mera existencia. Una de las mejores cosas que me han ocurrido al convertirme en escritora es conocer a gente fantástica. Eso sí que es un premio.


*Imagen de cabecera tomada y cedida por Sonia Fraga.

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