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Un insomne con sueños recurrentes leyendo «24/7» de Jonathan Crary

Reflexionamos acerca de nuestra relación con el descanso -y el trabajo- a partir del ensayo '24/7: Capitalismo tardío y el fin del sueño' (Ariel, 2015), del norteamericano Jonathan Crary.

Un sueño precario

Tengo un sueño recurrente. Estoy en un pequeño despacho, con un diván y una biblioteca que ocupa toda una pared de fondo. Frente a mí una gran mesa de escritorio. Los marrones y verdes son protagonistas. Un crisol de colores en los lomos del fondo, ninguno demasiado llamativo, igual que el estante de una vieja librería. Haciendo el esfuerzo por recordar no encuentro puerta ni ventana alguna. Tampoco sé decir lo que hay delante de mí más allá del escritorio. Disociado, me observo a mí mismo como en una secuencia de cine. Nunca rompo esa cuarta pared. El yo que está ahí dentro parece no darse cuenta de mi mirada. Realmente tan solo el escritorio y la biblioteca muestran una imagen inconfundible, todo lo demás aparece más o menos difuso. Puedo decir que es un despacho bonito, quizá estereotípicamente antiguo. Hay un teléfono en la sala, intuyo que es uno fijo, también creo que tiene cable. Nada puedo confirmar, solo lo oigo.

Todos los sueños comienzan igual: con una llamada. El yo del despacho se despierta y, aún sin desperezar, descuelga. Una voz cuyo eco ahora no puedo escuchar me da unas directrices: «Encuentra resonancias de Hegel en Baudelaire» o «Describe la recepción de Heidegger para el marxismo ortodoxo». Sin que palabra alguna lo indique, enseguida me invade una sensación de urgencia que corrobora la prisa del yo del despacho. Frenéticamente se abalanza contra la biblioteca arrancando ejemplar tras ejemplar para hacer una torre en el escritorio. Está claro: soy un filósofo de guardia.

Desde mi adolescencia adolezco de insomnio. Irónicamente, también recuerdo mucho de mis sueños. Este que tanto me visita parece la encarnación —ensoñación, diríamos más bien— de esa ironía. Sueño que sueño, pero que ese sueño es subsidiario de cualquier impulso que desde el momento de su aparición ocupa un primer plano, haciéndose urgente, quitándome el sueño. Claro está que los tres personajes —el yo del despacho, quien le observa tras la cuarta pared y quien habla por teléfono— son uno y trino: yo. Leyendo a Jonathan Crary, encuentro que esa fragmentación puede explicarse en términos de lo que él denomina 24/7, fenómeno que a su vez es título del libro que lo analiza.

Crary se ha ido haciendo hueco entre los lectores de habla hispana gracias a un acertado —aunque quizá insuficiente, ya lo veremos— análisis de los fenómenos sociales contemporáneos en términos de percepción y experiencia. En este, 24/7, el tema es el sueño puesto en relación con una nueva fase o variante del capitalismo que, en su lógica inevitablemente expansionista, amenaza los tiempos de reposo y de descanso. La sociedad 24/7 se caracteriza por dibujar como estadio ideal una producción inmediata y continuada. Esa apuesta por la inmediatez continuada impide cualquier perspectiva a largo plazo —pues esta requiere de mediación, de un salto mediado entre un futuro inminente y uno posible que de él depende—, y, con esta imposibilidad, cae por su propio peso la idea de progreso. Mientras, por un lado, se soporta en una visión meta-histórica que pone en peligro; por otro, esta misma creencia en el progreso justifica los delirios productivistas 24/7.

Si el siglo XVIII es en el que Descartes encuentra en el sueño un momento de enajenación de la conciencia, por su carácter improductivo para al conocimiento —coincidente con el auge histórico del capitalismo—, y el siglo XIX cree que el sueño es el campo circunscrito de expresión de lo reprimido para la estabilidad de la civilización (burguesa), en el siglo XX[i] lo que se impone es el sleep mode, un sueño completamente sometido al estímulo externo. Como ocurre en mi sueño, se trata de un estado de guardia constante. Hoy, el poso de los tres siglos sigue activo —nos creemos menos modernos de lo que realmente somos— y nos encontramos «dentro del paradigma neoliberal globalizado», en el que «dormir es de perdedores» (p. 25). Lo propio de nuestro siglo XXI es lo que Teresa Brennan llamó la biodesregulación, un desequilibrio entre las exigencias temporales de los mercados desregulados cada vez más aceleradas y nuestras necesidades biofisiológicas de descanso, que no pueden seguir el ritmo. Los niveles de ansiedad y el incremento del insomnio son consecuencia de esa escisión.

Cada sociedad lleva apegada un conjunto de técnicas y tecnologías que la constituyen. Yuk Hui ha acuñado el término de «cosmotécnica», la convergencia de una serie de técnicas que construyen mundo y una visión moral del mundo, es decir, la idea de qué lugar ocupamos en él y las consecuencias que de ello se derivan, para explicar cómo estas no se dan de manera exógena a una cosmovisión, sino que forman parte intrínseca de ella. La tecnología fundamental de la sociedad 24/7 es la luz artificial. Nace con un doble propósito: uno de seguridad, que sigue los ideales del Iluminismo, hacer visible en lo oscuro nos protege; y otro de prosperidad, a través de la amplitud del marco temporal del día[ii].

El insomnio generalizado no ha de ser entendido meramente en términos cuantitativos, como una reducción de las horas medias de sueño, sino como una psicoesfera presente. Dormir supone un estado de indefensión individual, por tanto, de entregarse a la protección de los demás[iii]. La precarización del cuidado arrastra consigo la posibilidad del sueño. Estamos en un momento de total exposición sin cuidado —semejante a lo que Byung-chul Han dio en llamar «sociedad de la transparencia»— los espacios diferenciados de lo público y lo privado se difuminan. La intimidad se hace cada vez más difícil. Como Arendt sostuvo, es allí donde se cultiva una singularidad del yo, no como la autenticidad barata que venden hoy los libros de autoayuda, sino como una posibilidad política real de cambio. En virtud de la tensión que guarda lo íntimo con lo social —por mucho que construyamos esferas íntimas, no dejamos de ser seres inevitablemente sociales— todo enriquecimiento de la singularidad tiene repercusiones sociales, en la medida en que lo íntimo no es otra cosa sino una modalidad de lo social. Si hay un absoluto prolapso de la totalidad, si da la impresión de que todas las cartas están encima de la mesa, lo que sigue es el sentimiento de inevitabilidad histórica, de resignación y de abandono político. Lo que Mark Fisher llamó Realismo capitalista guarda una fuerte relación con el insomne político, alguien que actúa sin estar del todo despierto, como aquella figura que Sartre bautizó como «práctico-inerte». Ni descanso ni agencia. Baste con mirar nuestra urbanidad, que entre otras cosas intenta aniquilar cualquier lugar de descanso para los sintecho, por ejemplo, para darnos cuenta de que ambos son privilegios de clase.

Nuevos tiempos sin puertas ni ventanas

En mi despacho no hay ni puertas ni ventanas. Todo está iluminado artificialmente. Se pierde cualquier coordenada temporal: no se sabe si es de noche o de día. El espacio no existe y es invadido por el tiempo. Un tiempo que desaparece en términos de secuencia y repetición y que ahora adquiere la sola característica de una urgencia constante, que permea un presente continuo. No hay ningún reloj en la pared, se pierde el antes y el después. La cosmotécnica que analizó Jacques Attali en su Historia del tiempo es la de la segmentación del día, cuya máquina central fue el reloj —podríamos decir que su estudio es, ante todo, una historia del reloj. Hoy y en mi realidad onírica nos encontramos en una cosmotécnica de la continuidad temporal homogénea. Una disponibilidad plena impide cualquier tipo de dedicación: siempre contesto al teléfono, aunque me enfrasque en una tarea previamente asignada. La filosofía, la lectura y la escritura se cocinan a fuego lento. El 24/7 las desplaza hasta su aniquilación y ahora que la urgencia las está disolviendo jamás han sido más urgentes.

El tiempo frenético y la lucha por la atención hacen imposible cualquier tipo de experiencia familiar, salvo una: familiarizarse con lo no familiar. Nuevamente, Realismo capitalista. Aparecen entonces reificaciones de esta precaria situación perceptiva: eslóganes vacíos del tipo «¡sal de tu zona de confort!», como si hubiese alguna zona de confort que no fuese estar profundamente incómodo. Estar dentro es ahora un constante estar fuera. Biodesregulados, pero también culturalmente desregulados, nunca estamos del todo al día: siempre hay una serie nueva, una noticia, un escarceo amoroso de alguna celebridad, «los diez libros que leer antes de morir» … Todo es importante y, a la par, todo pierde importancia.

Mientras la completa disponibilidad nos deja culturalmente indispuestos, del mismo modo construimos correlatos virtuales igualmente siempre disponibles para el resto. Mis cuentas de Facebook y Twitter no descansan, aunque yo sí tenga que hacerlo.

Marx vaticinó lo que luego Paul Virilio constató: con el desarrollo de los medios de transporte la intercambiabilidad llevaría a que, como ocurre en mi despacho, el espacio se subsuma al tiempo. Barcelona y Madrid están más o menos lejos en función de si se va en coche, tren o avión. Guy Debord, en La sociedad del espectáculo y sus posteriores Comentarios, estudió cómo no solo el espacio se transformaba en tiempo, sino cómo el tiempo modificaba a su vez los espacios. Si en su momento, Debord encontró que el espacio doméstico giraba en torno al televisor, con Franco “Bifo” Berardi vemos que se sigue un principio parecido en la oficina. La actividad física del trabajador se reduce en el tiempo de ocio a los movimientos oculares del mismo modo que en la oficina labores supuestamente dispares tienen un lenguaje corporal cada vez más parecido. Algo cambia con la portabilidad. Todo espacio encuentra su centro ahora en el dispositivo y la gestualidad se modifica conforme a él. Basta con observar un espacio público para encontrar portes homogéneos, pese a no saber qué imputs visuales afectan a cada individuo en cada momento. Crary, sin embargo, observa algo que desconcertaría a Deleuze y Guattari no poco: hay algo que moviliza a los «práctico-inertes» que no es el deseo. Y es que si atendemos a las investigaciones de Kubey y Csikszentmihalyi, los espectadores se sienten mal cuando están expuestos a largos periodos de televisión pese a que, sin embargo, sienten la necesidad de consumirla. Algo semejante ocurre con el uso de los smartphones. A diferencia de lo propuesto en el Anti-Edipo, para salir de esta nueva modalidad capitalista 24/7 no parece suficiente con redirigir el deseo; algo hay que escapa al deseo al formarse casi inevitablemente estas arquitecturas gestuales pese a él.

¿Hay alternativa? Paciencia y revolución electrónica

No es casualidad que las palabras «comunicación» y «comunidad» sean tan próximas. Por ahí dirige Crary una posible línea de fuga, siempre y cuando reconsideremos la comunicación y critiquemos su forma presente como unidireccionalidad y simulación. La comunicación presente adopta dos rostros: por un lado, la de una propaganda algorítmica personalizada y aparentemente impersonal; por otro, la de un autismo generalizado. Son dos modalidades interdependientes que se manifiestan en la burbuja informativa. Una ilusión de un encuentro con los otros acaba por derivar en un autismo con tendencias agresivas frente al otro. El éxito de la personalización algorítmica conduce inevitablemente a un solipsismo cerrado. Frente a ello, Crary pretende virar de nuevo la comunicación a la comunidad, mediante el ensalzamiento de la espera como su condición sine qua non. Esperar positivamente para hablar acaba por convertirse en escucha. Esperar a que el más débil pase por consulta médica antes que yo se convierte en empatía. La paciencia es la virtud ética por cultivar en nuestro tiempo.

Si bien es necesario, resulta insuficiente, y da la impresión de que Crary salta en exceso para intentar sostener argumentos que de otro modo no se sostendrían. El dormir es una máxima antropológica o un constructo cultural en función del argumento a esgrimir. No basta con la indefinición de la página 131: «Ubicado en algún lugar de la frontera entre lo social y lo natural». El tiempo forma parte de esa cosmotécnica, que a su vez, dibuja la forma del propio tiempo, aquel que ha variado desde lo que Attali analizó hasta hoy. Sin explicitarlo, la lectura invita a pensar en algo así como un tiempo ontológico que está siendo contaminado por las tecnologías presentes cuando el tiempo es y siempre fue lo que de él hacemos. Sí podemos acordar que hay un intento de extracción de valor del tiempo de reposo, pero una revolución que solo se soporte en un «cambio de mentalidad» que lleve a la valorización de la paciencia resulta del todo idealista, igual que hiede a metafísica sustituir la valorización capitalista del tiempo por una ontológica. Propuestas más concretas como la Revolución electrónica de Burroughs o el empleo de Tecnologías del yo de Foucault resultan más convincentes. El primero propone un uso tecnológico disidente, que explore nuevas funcionalidades de los aparatos que ahora son empleados para la opresión. Dirigir las cámaras a los organismos de vigilancia y violencia nos acercan a la paradoja de Watchmen (¿quién vigila a los vigilantes?), y puede transformar la realidad como demostró el caso del asesinato de George Floyd. Por su parte, Foucault considera que no hay subjetividad más allá de las tecnologías —entre las cuales podemos encontrar la propia escritura— y que es necesario un viraje en su uso para producir subjetividades divergentes. El arte es uno de los pocos campos que de forma inmanente —no así en el mercado del arte— hace un uso de diferentes tecnologías más allá de la extracción de valor y su acumulación, lo que abre alternativas, superando así la resignación aparejada al Realismo capitalista.


[i] El autor encuentra un desarrollo histórico cuyo punto de partida sitúa en el siglo XVIII, momento en el que pensadores inauguradores de la modernidad como Descartes, Hume o Locke piensan el sueño en términos de enajenación de la conciencia. El conocimiento, que es pensado en términos productivos, se ve entorpecido por la necesidad del sueño, como ocurre en cualquier otra producción de mercancías. En el siglo XIX, el sueño es dibujado como un campo primitivo de actividad cognitiva donde lo inhibido encuentra un momento circunscrito de expresión. Freud es quizá la figura que más exploró el sueño y que vio en él una dimensión productiva de la personalidad.

[ii] Lo que podríamos llamar una «Guerra contra la noche» repercute en una planicie sensorial, según lo entiende Crary. Recuerda a Adorno y su crítica de la industria cultural cuando explica que toda cruzada contra lo imprevisible, si resulta victoriosa, lleva aparejada una inevitable homogenización de la experiencia.

[iii] «Es crucial la dependencia del cuidado, la custodia de los otros para abandonarse a la vivificante falta de cuidado del sueño, a ese intervalo periódico en el que se está libre de temores y en un temporario «olvido del mal»» (p. 37).

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