Esta entrevista es un DLC de Leche condensada (Caballo de Troya, 2023). Y si leer a Aida González Rossi (Santa Cruz de Tenerife, 1995) se siente como cuando éramos pequeños y jugábamos a la Play hasta las tantas, o como cuando charlábamos por Messenger y no nos despegábamos de la pantalla, compartir un rato con ella es el epítome de la viciada. Porque uno llega queriendo preguntarle acerca de la «magia-jedionda-mágica» que aparece en su novela -y que bien podría describirla de una sentada-, pero se va con la libreta llena y la Pokédex completada. Una Pokédex literaria, además, porque en ella se recogen datos y consejos sobre las limitaciones del lenguaje, la autonomía de los textos o las distintas posibilidades que abren las palabras. Si te gusta la partida, recuerda: antes de apagar, no te olvides de guardarla.
PREGUNTA: Es muy interesante ver cómo comienzas la novela dedicándosela, además de a tus amigas -de las que ya hablaremos-, «a quienes cuidamos el juego. a todas las enraladas del mundo». A este respecto, decía Gadamer en su Verdad y método (Ediciones Sígueme, 1999) que «el jugar está en una referencia esencial muy peculiar a la seriedad», siendo importante «el hecho de que en el jugar se da una especie de seriedad propia, de una seriedad incluso sagrada». ¿Tú te lo tomas tan en serio?
RESPUESTA: Totalmente. De hecho, creo que por esa seriedad del juego es por lo que realmente escribo, porque para mí jugar es plantear otras normas, otras pautas para que las cosas funcionen de una forma distinta, tratando de cercarlas de cierta manera. Si pienso en esto aplicándolo a mis textos, lo que trato es de ponerles una serie de límites para convertirlos en algo que puedan abarcar muchísimo, haciéndolos -incluso- infinitos y capaces de llegar a todo. Es algo que respeto un montón, y pienso que ahora, desde la vida adulta [risas], como que valoro mucho más esa idea de juego, quizás -aunque jamás lo había pensado en esos términos- por esa seriedad de la que hablas.
Lo cierto es que me fascina esa posibilidad de inventar algo desde cero, huyendo de lo preestablecido, con la finalidad de alcanzar una nueva meta, distinta de la anterior y que nunca antes se hubiera logrado. Por eso me gusta escribir desde un lugar que no me sea natural, sino desde una posición que me permita configurar un nuevo escenario. Creo que Leche condensada parte desde ahí, precisamente; desde la seriedad que tienen todas las cosas que suelen considerarse como cosas de niñas, y que no sólo tienen que ver con la infancia, sino también con las chicas, el fenómeno fan o la cultura de internet. En el fondo, coger esos lugares y considerarlos también como serios es algo tiene mucha potencia; primero, porque son terrenos inexplorados, y segundo, porque reivindicar que dentro de ellos también suceden cosas dolorosas, crueles, importantes o trascendentes sirve para derribar muchos mitos del patriarcado.
P: ¿Podemos afirmar, entonces, que la literatura es como un juego?
R: Sí, claro. En mi caso, lo que me lleva a escribir es precisamente eso. He admitir que yo siempre he sido una persona muy apegada a la infancia, a la risa y al placer; y cuando empecé a salir de ella, acercándome a la adolescencia y dándome cuenta de que quizás la licencia para seguir jugando -o para seguir imaginando- se empezaba a acabar, me pregunté: ¿qué puedo hacer ahora? Fue entonces cuando apareció la escritura, que fue una forma de coger todo ese mundo que tenía construido para el juego -que era un mundo propio, donde podía ser yo misma sin nadie vigilando alrededor- y aplicarlo a nuevas aventuras. Al final, si estoy buscando escribir todo el rato y convertir la mayoría de las cosas en texto es porque quiero volver a allí y jugar con ellas. Hay algo en la vida adulta y en la realidad que me aburre muchísimo [risas], y hablándolo con Sabina [Urraca] me daba cuenta el otro día de que escribir -poemas, concretamente- me ha salvado en muchas ocasiones. Y aunque esta afirmación sea la mayoría de veces cursi o metafísica, en mi caso responde a la idea de salvación que tiene que ver con la idea misma de diversión y goce que me produce la escritura, sobre todo cuando me permite encontrar elementos que habitan más allá de la vida que se presupone que debe de llevar una persona adulta, como yo.
P: Y no necesitas nombrar a Gadamer para advertirlo, te basta con citar a un NPC del Zelda o de Pokémon, o de Spyro… Y es que algo así sostenía también el filósofo, por cierto: «el sujeto del juego no son los jugadores, sino que a través de ellos el juego simplemente accede a su manifestación». Convirtamos por un momento en sinónimos la palabra «literatura» y la palabra «juego». A la hora de escribir, ¿es importante darle rienda suelta al propio texto? A la hora de jugar, ¿es importante darle rienda suelta a la partida?
R: Para mí, un texto es un mundo, al igual que un videojuego. Al final, un videojuego es un espacio donde volcamos mucha memoria emocional, algo que no recordamos del mismo modo que una serie o una película porque es un universo en el que hemos podido movernos con más o menos libertad, y donde también hemos podido tomar ciertas decisiones -como el escoger un camino en vez de otro, seguir una estrategia en vez de otra- que nos permiten adquirir una cercanía distinta a todo lo demás, como si lo hubiésemos tocado con nuestras propias manos, como si hubiéramos estado allí. De igual modo, los textos también funcionan un poco así. Cuando escribí Leche condensada, lo que buscaba era confeccionar algo con muchos caminos, donde pudieras desviarte si querías, aunque en el fondo fuese todo un artificio. Sea como sea, en una historia siempre puedes decidir, y eso es lo que yo quise poner en evidencia: dejar al lector decidir si quería prestar más atención a los detalles, a lo escabroso, a lo divertido, a lo poético… y caminar, así, de la forma en que prefiriera, dándole la libertad de volver a transitar el camino más adelante y elegir un nuevo modo de hacerlo. Fíjate, para ello pensé mucho en Pokémon, porque cuando juegas a Pokémon puedes centrarte en muchas cosas: pasarte los gimnasios, criar a tu equipo o incluso pararte a mirar las flores que se mueven con el viento; aunque esto es algo que me ha enseñado en general el mundo de los videojuegos, el hecho de aprender que un texto es como un mundo sobre el que puedes moverte y donde no importa exclusivamente el propio texto, sino también ese movimiento que se da dentro. Esa idea de que los textos pertenecen a aquellos que los están leyendo, pero no tanto por la interpretación que les den, sino por cómo conectan con su memoria emocional y cómo la vuelcan.
P: Al principio fueron las instrucciones, luego vinieron las guías, ahora tenemos gameplays y directos. ¿Eres de las que les gusta estudiarse los mapas o explorar el mundo abierto? Como jugadora y como autora, por supuesto.
R: Pues creo que pertenezco a las dos categorías, y además lo hago de una forma muy contradictoria [risas]. Al fin y al cabo, tanto en mi faceta como jugadora como en mi faceta como escritora me gusta mucho esa sensación de lo inabarcable, esa tensión que puede generarse -y que parece tan fuera de lugar en la vida- por algo tan insignificante, en apariencia, como un texto o un videojuego. Porque al sentirme perdida y no saber cómo continuar puedo ponerme a explorar y descubrir otras alternativas que no había considerado al seguir la ruta convencional.
Al escribir también soy así: intento hacerlo como puedo, que es un poco a trompicones, y no porque me sienta limitada, sino porque precisamente disfruto de esa limitación. Me gusta saber que existen unas pocas cosas que voy a hacer bien y que van a satisfacerme en ese momento, pero a la vez no tener ni idea de cuáles son y verme obligada a buscarlas. Al final, los textos van transformándose, vas descubriendo cosas sobre ellos mientras los escribes, mientras van naciendo; y a partir de ahí se empieza a crear una especie de ser que no estaba en el mundo antes, donde las partes nuevas salen de las partes que ya estaban creadas, y así va formándose un esperpento, algo extraño, que es lo que termino disfrutando. En la escritura siempre necesito un factor imprevisible, romper algo, pero es verdad que para hacerlo tiene que existir una norma muy clara -y por eso te decía al principio que pertenecía a las dos categorías de una forma un tanto contradictoria [risas]-.
Para mí, el juego es poner normas que no estaban ahí antes, que no son naturales, y en este sentido sí que soy muy metódica, pues intento planificarme mucho, crear muchas estructuras para terminar rompiéndolas todas [risas], que es algo que bebe también de mi poesía. No en vano, mis poemas siempre tienen al comienzo como unas estructuras sintácticas bastante claras y bastante rítmicas, pero luego se dislocan, se rompen, se convierten en un videojuego que se puede hackear. Aunque no lo parezca, Leche condensada es un libro que trabajé con mucho método y mucha seriedad. De hecho, lo escribí y lo reescribí precisamente por eso, porque quería darle la oportunidad al libro para decir aquellas cosas que yo no sabía que iba a decir, pero también porque necesitaba que fuese muy ordenado, quizá no aparentemente, pero sí de forma subterránea: sin perder el hilo narrativo, que tuviera una simbología muy clara y que tuviera una tensión más o menos bien llevada; y siento que simplemente yendo al destrozo -o yendo simplemente a romper- eso se hubiera perdido, por eso intenté combinar ambas facetas. A lo mejor en ocasiones me pierdo poetizando o yéndome por las ramas, o en el método mismo, pero así es mi vida como escritora: una lucha constante contra todos esos demonios [risas]. Si te fijas, cada capítulo de Leche condensada tiene unas reglas muy claras. A decir verdad, yo intenté que cada capítulo tuviera su propia jugabilidad -sobre todo a partir del cuarto-, tratando de que cada texto funcionara como un nivel en sí mismo, tuviera su autonomía y además su propia dificultad. Así, encontramos un capítulo dedicado al llanto, o a la velocidad, o al tiempo… no sé, quise centrarme un poco en eso, y siento que hay muchos más guiños a los videojuegos que los que la gente ha logrado descifrar; porque las referencias no son todas explícitas ni tienen que ver con los títulos que nombro o de los que hablo, sino también con lo que yo llevo imaginando toda la vida acerca de ellos.

P: «Es bonito ser salvaje», escribes prácticamente al principio de la obra; sin embargo, es una conclusión que, a priori, parece que lleve su tiempo alcanzar, ¿no? ¿O siempre te decantaste por el salvajismo?
R: En mi caso, y creo que para el personaje de Aída en la novela es un poco igual, lo salvaje tiene que ver con esa idea que comentábamos antes de retener el desenfreno de la infancia, ese espacio en el que puedes hacer un poco lo que te da la gana y en el que no tienes que amoldarte a una forma de vivir, sino que puedes vivir tal y como eres y decir siempre lo que quieres -o al menos así lo sentía Aída-, evitando entrar en las dinámicas forzadas de la adolescencia -en su caso- o de la adultez -en el mío-; y creo que todo viene un poco de ahí. A modo resumen, te diré que tanto mi vida como mi proceso de escritura tienen que ver con olvidar cosas que ya he aprendido. Por ejemplo: había aprendido que un texto debía escribirse de tal manera, vale, pero quizás ese aprendizaje no era el mejor para el texto que buscaba o para lo que yo entendía como tal, así que mejor comienzo a quitarme las capas aprendidas y a darme cuenta de que puedo escribir utilizando y pervirtiendo mi dialecto como canaria, o que puedo escribir usando mi experiencia como persona gorda cuando toda la vida había estado aprendiendo lo contrario. En mi opinión, eso es un poco lo salvaje de la escritura: irnos a cosas que nos resultan primitivas -y que por ello desechamos- y empezar a aprovecharlas. Creo que todos crecemos aprendiendo a ser quien no somos, sobre todo quienes habitamos determinadas periferias identitarias, y para mí lo salvaje también tiene que ver con eso, con ir llegando a conocer a la persona que realmente eres, a pesar de que, como tú mismo dices, sea una conclusión que lleve su tiempo -y su esfuerzo- alcanzar. Sea como sea, opino que el personaje de Aída lo tiene bastante claro, precisamente porque ella misma está empezando a ser consciente de que, llegada una edad, tiene que performar ser otra cosa distinta a la que es.
P: Si te parece, voy a sacar a relucir otro extracto de la novela: «Aída no sabe luchar contra sus costumbres, contra su instinto, contra su cuerpo, ella es, reflexiona a veces, alguien hecho para dominarse». Me parece curioso, porque, en 1977, el poeta francés Eugène Guillevic escribía: «En el dominio / no hay nada / que no busque / reencontrarse», o «en el dominio / no hay nada / que nos haga sentir esclavos». En tu opinión -y en comparación con los versos de Guillevic-, ¿qué esconde el dominio?
R: Justo el dominio del que habla Aída -o la narradora, más bien- tiene que ver con someter esa parte oculta y quizás más opulenta de nosotras que lucha por salir a la luz, como cuando a veces nos reunimos con personas con las que no podemos ser totalmente transparentes y nos preguntamos: «Oye, ¿y qué ocurriría si de repente me tiro un pedo o dijera la idea descabellada que se me está pasando por la cabeza?» [risas]. Considero que esto es algo que aplica a muchas otras cosas, además, porque cuando estamos intentando aparentar que somos algo que no somos, el Yo que somos realmente cuando estamos a solas lucha por salir. Al final, a Aída lo que le sucede es que se siente muy sola, siente que, a pesar de tener relaciones muy fuertes en su vida -con su abuela, con su prima, con su madre-, nadie la conoce de verdad, y por eso trata de amoldarse a lo que los otros consideran que conocen, pero no puede porque también disfruta de lo que ella es para sí misma. Y le encantaría comunicárselo a los demás, pero no puede. Ese dominio concreto, en ese punto concreto de Leche condensada, está ligado precisamente a lo incomunicable, a la tensión preexistente en lo que a Aída le gustaría decir sobre sí misma -pero que no es capaz porque no encuentra el lenguaje- y lo que le gustaría estar diciendo, que es lo que genera un vacío, una hipótesis de que -quizás- las personas somos más de lo que aparentamos. Pienso, por ejemplo, en Fin de viaje, de Virginia Woolf, cuando Richard Dalloway -que hace ahí como una especie de cameo previo a La señora Dalloway [risas]- se pregunta por lo que pasaría si pudiéramos expresar todas las cosas que realmente pensamos, pero que, por desgracia, no tenemos el lenguaje para hacerlo, que es algo que resume bastante bien todo lo que hemos podido comentar al respecto.
P: Volviendo a la escritura, ¿eres tú quien la domina a ella o es ella quien te domina a ti?
R: Yo siempre intento que el deseo rija las cosas que hago, en especial la escritura. Para mí, escribir y leer son apetitos, e intento no buscar otros caminos dentro de mi trayectoria. Ya superé ese momento en que me obligaba a leer determinadas obras porque se suponían que eran las que debía, o en que me obligaba a escribir de determinada forma porque era la correcta; si hoy siento un deseo irrefrenable que me invita a acercarme a tal libro o a tal estilo, voy a moverme dentro de ello. Además, me pasa que cuando intento escribir desde otro punto, ajena al deseo, los textos se me bloquean. Siendo así, te diría que la escritura es la que me domina, pero, si lo pienso bien, lo que realmente me domina es el deseo, y así es como logro alcanzar la escritura que me interesa de verdad: una escritura dominada por lo imprevisible -tal y como te decía al principio-, que se va manifestando a medida que va creciendo y que seguramente no sería la misma si en ese momento no tuviera hambre o tuviera ganas de comer otra cosa, o estuviera en otra habitación. Intento, por tanto, que el cuerpo se filtre siempre en ella, y creo que es lo que me ha llevado a varios hallazgos personales muy importantes. Porque cuando tratas de escribir desde un lugar no tan racional -y más corporal, por tanto-, acabas encontrando capas y significados sorprendentes. Sin ir más lejos, hay muchas cosas de mi memoria que he logrado entender a través de la escritura porque me he dejado hacer, porque me he ido fijando en los datos que gotean poco a poco sobre la página y no he dejado de sorprenderme. También sucede con los poemas, por supuesto: cuando me viene a la cabeza una imagen imposible, súper rara, y me pongo a rastrearla y descubro que su origen se remonta a una escena de mi clase en el instituto, donde se veía un mato con forma -qué sé yo- de corazón a través de la ventana, por ejemplo [risas]. Todo esto tiene que ver con el deseo: las personas estamos definidas por aquellos elementos que vamos deseando, precisamente porque son estas las que marcan lo que nos importa, aquello en lo que nos fijamos. Al final, ¿qué es una persona que escribe -o una escritura- sino un conjunto de las cosas en las que nos hemos ido fijando a lo largo de la vida?
Por otro lado, y al margen del deseo, hay un elemento importantísimo en todo esto: la personalidad. Y puede parecer una tontería, pero yo de veras considero que cada uno escribe en función de cómo es, de cómo somos y de cómo nos relacionamos con el resto; porque escribir es hablarle a alguien. Siempre me acordaré de cómo a determinadas partes de Leche condensada Sabina me proponía darles una vuelta porque sonaban muy cursis, pero yo le decía: Sabina, es que yo soy cursi [risas]; y resultaba que había imágenes que me llamaban más que otras porque eran mucho más cursis, precisamente, y me generaban sentimientos a los que era más afín, lo que en ocasiones provocaba que me perdiera en ellas y cometiera un giro -o un fallo- y terminara tomando un camino distinto y generando un nuevo texto a partir de esa apetencia.

P: En un momento dado, el personaje de Aída «no deja de morderse las uñas hasta que teme que se le caigan. No deja de arrancarse la sangre seca de la cabeza. Espera a que le salga alguna caspa. Encuentra una y siente que es un premio. La despega, la analiza, la coloca en la colección que tiene sobre la rodilla y después, cuando considera que ya son suficientes, piensa en lo que implica quitarse cachos: si se desprenden, no soy yo». ¿Ocurre igual en tu literatura? Es decir, como autora, ¿te vas quitando cachos que, a pesar de tener en ti su origen, jamás podrían llegar a definirte -al menos en conjunto-?
R: Fíjate, últimamente me ha generado mucho conflicto la típica pregunta sobre la autoficción, porque sí que siento que ciertas personas -ciertos señores- se ceban un poco en preguntarle a las autoras jóvenes que escriben sobre determinados temas -como los temas que trata Leche condensada– si sus libros son autoficcionales o no. De hecho, a veces sientes que tienes a unas aves de rapiña sobrevolándote para descubrir si lo que cuentas en la novela te pasó de verdad o no, y es algo que me ha llevado preguntarme hasta qué punto es importante saber si un libro que estás leyendo debe catalogarse como ficción, autoficción, autobiografía o lo que sea, especialmente cuando no tiene una incidencia real sobre el texto. Al final es un morbo que viene de otras cuestiones, e incluso he llegado a plantearme que si Leche condensada estuviera contada desde la perspectiva de Moco [el primo de Aída], y lo hubiera escrito un hombre, nadie me preguntaría si a mí me ha pasado todo lo que le pasa a la protagonista: se daría como una ficción y punto. Entonces, ¿por qué a nosotras siempre se nos está haciendo ese interrogatorio en el que al final sientes que los demás están deseando que el libro esté basado en una experiencia real? Sobre todo cuando cuenta cosas horribles, como es el caso.
Sí que considero que las cuestiones que pones tuyas en la escritura tienen interés en otros muchos sentidos. Tal y como comentas, sí que vas dejando cosas en los textos que son tú, pero que no tienen que ver necesariamente con la veracidad de los hechos. Al final, que yo me ponga escribir sobre mi pueblo, sobre El Médano, sobre mi adolescencia o utilice imágenes poéticas que tienen que ver con el mato del que hablábamos antes que se veía por la ventana de mi instituto no quiere decir que esté hablando sobre mí. Es inevitable que hasta en la ficción más pura se encuentren esta clase de elementos, porque los escritores, las escritoras y les escritores trabajamos con la memoria y todo lo que hacemos -al igual que sucede con los sueños- está conformado por imágenes y elementos que hemos ido viendo a lo largo de nuestra vida. Siendo así, en la escritura nunca va a haber nada que sea cien por cien ficcionalizado o que sea cien por cien autobiográfico, y lo más importante: ¿qué más da? ¿Por qué necesitamos entrar en el terreno personal de las autoras? Con eso, quizá lo que acabemos provocando es que empecemos a tener miedo de escribir acerca de determinados asuntos: bien porque hacerlo vaya a abrir la puerta a que personas desconocidas se metan en experiencias en las que no tienen por qué entrar, o bien porque vamos a empezar a limitarnos a la hora de escribir y a tratar exclusivamente temas que se encuentren mediados por el privilegio autobiográfico. Me explico: si a mí me interesa de repente escribir una ficción sobre violencia sexual, ¿no voy a poder hacerlo porque no me ha pasado? ¿Sólo van a aceptarlo si yo misma he sufrido una situación similar? De verdad, ¿qué importancia tiene todo esto? ¿Por qué se repite esta cuestión una y otra vez, si no tiene nada que ver con ninguna cuestión literaria? En Leche condensada, por ejemplo, hay cuestiones que sí son puramente autobiográficas, pero por las que nadie pregunta y todo el mundo pasa por el alto, como el hecho de que, quizás, si yo no hubiera jugado a tantos videojuegos de pequeña -y si no hubiera jugado a ellos sola, sin nadie con quien comentarlos- pues seguramente no hubiera salido el libro que salió. Y me gusta que le hayas dado la vuelta a la pregunta, porque el asunto de la autoficción me tiene un poco cansada, no sé si te habías dado cuenta [risas].
P: Cambiemos de tema, entonces, y hablemos, por ejemplo, de los capítulos finales de transición, donde a la protagonista, «como no le dejan jugar, escribe (…). Escribe porque no le dejan inyectarse en un juego. Escribe, con el diario apoyado en el corazón que Chaxiraxi le pintó en el yeso, lo que más le gusta de jugar: a lo que se estaría dedicando si no estuviera todo el mundo todo el día vigilándola para que no se haga más daño». Y lo que más me gusta es la constatación de que, a pesar de ser lo primero, a veces no basta con imaginar, sino que existe otra necesidad más fuerte -y duradera- que también nos invita a anotar. ¿De dónde surge el impulso? En el fondo, ¿cuánto tiene la escritura de acción individual y cuánto de colectiva?
R: Ese impulso del que hablas puede guardar relación con dos cuestiones diferentes. La primera es que hay ciertas cosas que no llegamos a ser del todo hasta que no las compartimos con alguien. Porque una se lo puede pasar muy bien imaginando, pero también existe la necesidad de conectar con los otros, de hacer ver a los demás según qué cosas de acuerdo a nuestra identidad y a nuestras experiencias. A mí me obsesiona, volviendo a lo que decíamos antes, esa cualidad del lenguaje que a veces lo convierte en una herramienta con limitaciones, algo que, quizás, no llegue a abarcarlo todo; porque creo que la vida, el querer estar con los demás -y querer estar bien con los demás- tiene mucho de intentar solventar ese problema. No saber decirlo todo invita a inventar nuevas formas, o al menos a intentar decir algo que se acerque lo máximo posible a lo que realmente queremos. Inevitablemente, me acuerdo mucho de mi poesía, porque en poesía a mí me gusta mucho encontrar imágenes extrañas o imposibles que sólo puedan darse dentro del texto, creando otra realidad. De hecho, hay cosas que nunca hubiese podido imaginar si no las hubiera escrito primero, porque solamente pueden darse en las palabras, como cuando intentas expresar sentimientos que te quedan muy grandes, como aquellos vinculados al amor. En esos casos, es muy complicado que logremos nombrar con precisión, y por eso elegimos nombrar otras cosas igual de imposibles o de inabarcables, evitando movernos entre los significados y empezando a centrarnos en lo que las palabras van dejando tras de sí. En este sentido, la escritura cobra relevancia cuando hace existir algo que no existía previamente, pero que se necesita comunicar porque, paradójicamente sí existía dentro una; y, claro, que las cosas existan sólo para una casi nunca es suficiente.
Por otro lado, el impulso de la escritura frente a la imaginación también se debe -creo yo- a que la imaginación en sí no es un producto. Podemos imaginar, podemos irnos a mil sitios mentalmente, pero a menos que lo escribamos luego no vamos a tener algo que quede guardado; y solemos tener miedo a que las cosas que nos entusiasman se pierdan, ¿no? En la infancia quizás no lo necesitemos, porque no tenemos tanta conciencia sobre la muerte o sobre el olvido, pero conforme crecemos va surgiendo en nosotros la necesidad de conservar una especie de registro de lo vivido. Poco a poco vamos descubriendo que cuando nos ponemos a escribir, cuando nos sentamos a hablar con los demás, ya sea por medio del teclado o de un modo verbal, la lentitud de la conversación, frente a la velocidad de la mente, hace que encontremos también otros caminos; y por eso no se imagina lo mismo pensando que escribiendo. Tener que ordenar las ideas en un texto, pensar lo que voy a decir o elegir darle una forma bella es lo que abre nuevas vías; y, aunque sea la base de todo, la imaginación por sí sola no nos basta.
P: Ahora quisiera situarme en esa fiesta de pijamas que cierra la novela: «por fin fiesta sin alcohol, sin pelos rubios de cuca asomando sobre calzoncillos a través de webcams encendidas en unos países que no saben ni si de verdad existen, sin acoger lo que un curso entero les botó encima, dándole la vuelta al tiempo: nos conocimos de chicas, sí, sí nos conocimos de chicas porque nos estamos conociendo ahora haciendo como que somos pequeñas y estamos consiguiendo serlo». También me apetecería sobrevolar los agradecimientos, donde aparecen palabras de amor hacia tus amigas más recientes y tus amigas de la adolescencia. Y, por último, me gustaría traer a colación otros agradecimientos, esta vez de Paula Melchor en Amor y pan (Letraversal, 2022), donde aprovecha para dar «gracias a Carlos y todos los amigos que mantengo de mis quince años», para terminar añadiendo: «es importante tener amigos antiguos: en vosotros me reconozco». A modo de conclusión, cuéntanos: ¿cómo te reconoces tú en ellxs? Si lo importante, como augura Melchor, es tener «amigos antiguos», ¿no se podrán vivir, acaso, todas las infancias -o adolescencias- que uno quiera?
R: Absolutamente. Yo creo, además, que la forma de crear «amigos antiguos» pasa por esa apertura a la infancia. Es algo que hablo mucho con Lana [Corujo], con quien la vida no hizo posible que estuviéramos juntas cuando éramos pequeñas, pero es que yo sigo siendo un poco eso, un poco Kurt Vonnegut al afirmar que siempre somos niñes, durante toda la vida [risas]. También pienso que podemos aprender dejar entrar a las personas que llegan a nuestras vidas un poco más tarde como a ese territorio de la infancia, porque es algo que no va a dejar de acompañarnos por mucho que pasen los años. Al final es algo que tiene que ver mucho más con la intimidad que con cualquier otra cosa, que es lo que la mayoría de las veces romantizamos. Respondiendo a tu pregunta, lo que me dan mis amigas y lo que hace que me reconozca en ellas son los espacios seguros, y creo que lo mejor que podemos hacer por las personas a las que queremos es crear espacios donde poder ser nosotras mismas sin ningún tipo de traba. Porque todos crecemos y nos construimos en relación a los demás. Con mi amiga Lana, por ejemplo, soy de una manera, y luego con mi amiga Tayri soy de otra; pero a la vez soy todas ellas. Desde luego, si no las hubiese encontrado no hubiese podido ir descubriendo muchas partes de mí, y algo que me gusta muchísimo es comprobar cómo las cosas que son de una y de otra se acaban enredando, confundiendo, nos acabamos habituando a ellas y haciéndolas propias. Al igual que la imaginación no funciona de igual modo pensando que escribiendo, tampoco funciona de la misma manera si estamos hablando con personas a las que queremos. ¿Y qué mejor que crear espacios donde esto se pueda dar con la mayor comodidad y la mayor libertad del mundo? Esto es lo que busca el personaje de Aída. O lo que envidia, quizás. Por eso, para mí el reconocimiento con las amigas no está tanto en la antigüedad de la amistad, sino en los niveles de sinceridad u honestidad que somos capaces de alcanzar.
A veces ocurre que ponemos en las amistades un privilegio de tiempo, ¿no? Y personas como yo, que hemos crecido en contextos en los que fuimos un poco el bicho raro, personas queer que crecimos en pueblos, por ejemplo, hemos encontrado esos espacios seguros quizás un poco más tarde, y parece como si estuviese socialmente penalizado el hecho de haber vivido una segunda infancia. Por eso, para mí la calidad de la infancia no depende de si éstas vinieron de antes o después, sino del punto en que lograron ayudarme a ser, aunque fuera más adelante. En los agradecimientos hablo de mis amigas de la adolescencia porque ellas también me salvaron, con ellas también viví los primeros rituales, pero creo que quizás esa amistad de la que hablo en Leche condensada, la que apoya, la que da la mano, tiene un poco que ver más con mis amigas de ahora que con mis amigas de entonces. Creo que cuando vamos creciendo, cuando vamos escribiendo y poniéndonos en edades que ya no tenemos, lo que realmente hacemos es construir una falsa personalidad de doce años que está mediada por nuestro Yo del presente.
Tengo la suerte, además, de que mis amigas también escriben -mis amigas y mi novia, que es a quienes está dedicada la novela-, y tuve la enorme suerte de que me sostuvieron durante la escritura de Leche condensada, que fue muy dura y muy larga. Por ejemplo, si mi amiga Tayri no me hubiese recordado que tenía que salir a la calle y ver el sol no lo hubiese hecho [risas]. Y esto también es importante. Porque en la escritura también se necesitan espacios seguros y personas en las que sostenernos.
P: Por último, si la vida fuera un videojuego, ¿qué clase de jugador -o de lector- te escogería y se atrevería a vivir la aventura de escribir -o de leer- una novela como Leche condensada?
R: Pienso en alguien un poco cochino, y también en alguien que busque reírse de las cosas. No con una risa que sugiera levedad o banalidad, sino todo lo contrario: que surja de la profundidad y de lo doloroso. Lo cierto es que no escribí Leche condensada pensando en ningún prototipo concreto de lector -o de jugador-, pero sí que buscaba que me leyera alguien que apreciara el esfuerzo por perseguir el reverso de lo salvaje, por tratar de que hasta en las situaciones más mierda surja algo gracioso. Siento que escribo -o lo intento, al menos- para aquellas personas capaces de encontrar ternura en lo que hago, a pesar de que me centre mucho en la idea del asco o el dolor. En el fondo, y tal y como dice mi novia –Sofía Crespo Madrid, una poeta súper guay que te recomiendo muchísimo- en uno de sus poemas, yo escribo por el milagro de la ternura, que al final es lo que verdaderamente me mueve: la ternura hacia las cosas, hacia los demás, hacia las sensaciones fuertes que se quedan el cuerpo. Por eso escribo para gente tierna y para gente que se vaya a ver enternecida por mis temas, que en ocasiones pueden ser guarros -o lo que sea-.
Es verdad que a la hora de escribir Leche condensada tuve mucho cuidado con no perderme exclusivamente en las referencias a videojuegos -tratando de hacerlo comprensible para quienes no hubiesen jugado nunca- o de no hacer una obra que le resultara interesante sólo a gente de Canarias. Sea como sea, creo que una siempre tiene a alguien en mente cuando se pone a escribir, y ese alguien es una misma; y que al final todas escribimos para personas que son como nosotras. Ojalá hubiera un mundo ideal en que hubiesen dos mil lectoras como yo, porque a todas les encantaría la novela [risas]. Pero mi premisa en todo momento fue escribir un libro que me gustara a mí, que me entretuviera, pensando en mi propia satisfacción vital y en hacer mi mundo -o mi trocito de mundo- mucho más divertido. Así que, bueno, si la vida fuera un videojuego, creo que la persona que manejaría mi avatar sería yo misma. O al menos una réplica -además, así podría entender muchos guiños o bromas internas que dejé esparcidos a lo largo de la novela y que nadie más entiende, aunque considero que también hay algo muy guay en escribir sin que se entienda todo, porque en el fondo contribuye a hacerlo bello-.
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