Para Oihan Iturbide (Pamplona, 1977), biólogo clínico, editor en Next Door Publishers y Yonki Books, y adicto rehabilitado, la droga es un gran tema de conversación, sobre todo entre drogadictos, pues sólo de pensar en ella las hormonas se disparan y uno ya es capaz de anticipar el subidón; sin embargo, para quienes han logrado escapar de ella supone un escenario conflictivo, una especie de tabú asociado a la palabra tóxico -tal y como pautan las sesiones de rehabilitación- y un recuerdo ennegrecido. Para todos, salvo para uno: el propio Oihan, cuyo caso es inaudito; porque lejos de callar, habla y derriba prejuicios; porque, además de ayudar a que nos (re)conozcamos a nosotros mismos, nos ofrece las herramientas, los testimonios y el conocimiento científico preciso. Y así de bien le va: cosechando éxitos y acercándonos a espacios que siempre estuvieron cerrados -y prohibidos-.
PREGUNTA: Antes de nada, permíteme que te felicite, pues en marzo recibiste, junto a otros 6 galardonados, la Cruz de Carlos III como reconocimiento a tu contribución al progreso de Navarra; y te alegraste porque, entre otras muchas cosas, «en el Salón del Trono del Gobierno de Navarra se usó la palabra YONKI», muestra de que, inequívocamente, las cosas estaban cambiando. ¿Cuánta importancia tiene subirse a la palestra y empezar a hablar de lo que llevan tantos años acallando?
RESPUESTA: Pues mira, el momento del discurso fue bastante curioso, porque empezó conmigo diciendo delante de todos los políticos de Navarra que hace 15 años -que fue cuando salí de desintoxicación- yo no tenía ni esperanza ni futuro; para terminar hilándolo luego con la importancia de la comunicación en la ciencia y otras cosas relacionadas con el mérito concedido. Cuando bajé del estrado, se me acercaron unos cuantos para felicitarme: qué valentía, qué no sé cuánto atreverme a decir todo aquello nada más empezar, hablando de la desintoxicación y demás, pero yo sólo pensaba en el enorme privilegio que tenía, en que si había logrado la oportunidad para explicar esas cosas en el Salón del Trono del Gobierno de Navarra era precisamente porque yo reunía una serie de características que me permitían hacerlo, ligadas, básicamente, a mi contexto económico y sociocultural. Todo el rato pensaba: si yo no hubiese sido una persona con recursos para poder desarrollarme después de mi adicción, o si no hubiera nacido en la familia que nací, probablemente nunca hubiese recibido una Cruz de Carlos III, ¿no? Siendo así, el hecho de haber podido utilizar una palabra como «yonqui» en un espacio como aquel supuso, por un lado, un pequeño éxito personal, ya que por fin alguien ha podido subir a la palestra y decir que es un adicto rehabilitado, que es algo que antes no se podía ni nombrar -o al menos había que tener muchos huevos para hacerlo-, a pesar de que para lograrlo haya que seguir teniendo una posición de privilegio, perpetuando ligeramente la trampa y, de cierto modo, el statu quo. Sea como sea, es un gran triunfo que por fin se pueda hablar y se pueda mencionar una palabra como «yonqui» con todas sus connotaciones; aunque sigue habiendo mucho trabajo por hacer, sobre todo para que se deje de estigmatizar a la persona o al individuo más allá de sus circunstancias.
P: ¿Cómo celebraste el mérito? ¿Cómo lo hubiese celebrado el Oihan de 25 años?
R: Esto te va a divertir mucho, porque lo celebramos en un restaurante que hay al lado del edificio del Gobierno de Navarra, con mi familia y con mis mejores amigos, y fue increíble porque nada más entrar en el restaurante, donde teníamos un reservado, la encargada le dijo a los camareros: bueno, traed champán y un poco de jamón, que vamos a regalárselo a este chaval para que brinde. Y, bueno, aunque yo ya no beba alcohol no es algo que me moleste, pero mi madre, a quien sí que le importa y es algo que lleva muy mal, se puso como una moto: «¡¿Qué pasa, que no se pueden celebrar las cosas sin alcohol o qué!?», y, nada, a los dos minutos ya estaba solucionado, pero sí que es verdad que festejamos sin la necesidad brindar con vino ni champán.
¿Cómo lo hubiera celebrado con 25 años? [risas] Dios mío, pues con mucha, muchísima cocaína, y estoy seguro que en esas circunstancias sí que no hubiese faltado el alcohol.
P: ¿La tuya es, por tanto, una historia de superación o de talento?
R: Hostia, buena pregunta, ¿eh? Fíjate, yo creo que es una historia de suerte, la típica historia de un perfil muy compulsivo que encontró reconocimiento gracias a su trabajo. Porque yo dejé la droga, sí, pero me enganché a otras cosas vinculadas al mundo laboral, y lo admito: yo tengo una obsesión con el trabajo clarísima, y tengo que currármelo para que no me termine absorbiendo, a pesar de que me cueste muchísimo. Además, soy una persona de naturaleza emprendedora que ha tenido los recursos y la suerte. Supongo que algo de talento debo de haber manifestado también, porque desde muy pequeñito se me ocurrían o asociaba cosas que otros no veían. O se me ocurría desarrollar historias -que eran bastante locas, en su mayoría-. Lo complicado ha sido siempre buscarle rentabilidad a las mismas [risas]. Dicho esto, no sé si en algún momento llegaré a alcanzar el éxito socioeconómico que hay que tener par ser considerado como un hombre talentoso, porque, claro, he hecho muchos proyectos interesantes, pero nunca he ganado muchísimo dinero con ellos; pero si me lo llegaran a considerar algún día sería precisamente por esa combinación de la que hablábamos: el entorno, el momento y, en un amplio porcentaje, la suerte.
P: Por cierto, tanto a nivel profesional como particular, ¿cuáles son tus historias favoritas?
R: Volviendo a la pregunta anterior, voy a empezar diciendo que a mí no me gustan las historias de superación. De hecho, yo mismo tengo un perfil al que seguramente nunca seguiría y por el que seguramente nunca me interesaría. Me pasa, además, que me revuelve mucho el sufrimiento ajeno, por mucho que sea tratado desde el humor o desde un punto de vista profesional o de autoayuda. Por eso no me dedico de una forma mucho más activa a la asistencia o a los grupos de terapia -que es algo que también me preguntan mucho-, y es que a mí me resultaría imposible, dada la cantidad de situaciones vinculadas al sufrimiento que hay.
Con el asunto de las adicciones existe, además, un extra, y es que tampoco soporto a los adictos. No me gusta nuestra personalidad: somos narcisistas, egoístas, manipuladores… aunque dejemos la droga, nos quedan resquicios; entonces, como te decía, mi perfil es un perfil que no me gusta en absoluto. Respecto a otras personas con vidas complicadas que han logrado superarlas, no suelo leer nunca obras biográficas, aunque sí que disfruto cuando se tratan todos estos asuntos en una obra de ficción. Supongo que se debe a la distancia física y emocional que se genera. Por ejemplo, vengo de la leer la novela gráfica Hierba, de Keum Suk Gendry-Kim, que tiene un montón de premios y trata sobre las esclavas sexuales que reclutaron China y Japón en toda la guerra con Corea. La historia es brutal y durísima -precisamente por ser real-, y a mí me dejó hecho mierda; sin embargo, si eso me lo cuentas con ficción lo disfruto. Disfruto la estructura, disfruto los personajes, disfruto cómo está elaborada, ¿sabes? Y es por eso, porque no tengo una implicación emocional con la historia narrada.
P: Hace poco te leíamos en Twitter que te gustaría decorar con las portadas de los libros en los que has participado las paredes de las escaleras de tu casa. Teniendo en cuenta el titánico trabajo que desarrollas en el sello Yonki Books, ¿adónde dirías que conducen esas escaleras: al cielo o al infierno?
R: Si pienso en el trabajo de Yonki Books -que es uno de esos proyectos interesantes que no generan grandísimas cantidades de dinero, como te decía al principio-, diría que son unas escaleras al cielo en momentos muy puntuales y unas escaleras al infierno la mayor parte del tiempo [risas]. Hay que tener en cuenta que la gente que lee los libros de Yonki en su mayoría es porque, o bien tienen problemas, o bien porque conocen a alguien que los tiene, y, por tanto, su entrada en ese mundo va a ser dolorosa, tal y como me pasó a mí con Hierba; o tal y como me pasa cuando me pongo a editar uno de esos libros por primera vez.
Me doy cuenta de que antes no te contesté a cuáles eran mis historias favoritas a nivel profesional, pero con esta pregunta también te estoy respondiendo; porque en este caso sí que me gusta publicar historias de superación -a pesar de que yo no las disfrute-, porque creo que son útiles y, sobre todo, porque creo que la gente las necesita, especialmente con el tema de la droga. Me pasa, como con las otras, que a mí me llevan al infierno, a revivir muchas cosas, a querer entrometerme y a pensar: «Ay, esto yo lo hubiera escrito de otra forma; le falta humor, le falta ironía», aunque luego no las trastoco demasiado -además, como la mayoría son traducciones no puedo llegar a un acuerdo con el autor-. Sea como sea, todo tiene también su parte positiva. En el caso de Yonki Books, cada vez que alguien nos agradece que hayamos publicado una obra concreta, o el descubrimiento de un autor que trataba su mismo problema de un modo distinto al que están acostumbrados -cercano, evitando el paternalismo y la condescendencia-, y que además les haya ayudado y servido, eso ya equivale a una escalera que te lleva al paraíso, es la motivación para seguir trabajando. Y, bueno, ya si ganásemos dinero sería una escalera automática [risas], pero mientras tanto estamos en ello: bajando y subiendo.

P: Reza vuestro eslogan que hacéis «libros para dinamitar prejuicios». ¿De dónde surge esta motivación? Y más importante todavía: ¿cómo se logra?
R: Hablando con naturalidad, eso lo primero. Esto fue algo que comprobé al salir de desintoxicación, cuando todavía estaba muy tierno, con muchísimo miedo a la vida y sin el descaro ni la soltura que tengo ahora mismo. Es cierto que yo siempre admití que era un yonki, y soy consciente de que hacerlo hace 15 o 17 años todavía impactaba más que ahora, que estamos en un momento donde por suerte se habla con mayor naturalidad de estos asuntos o de salud mental; pero es que en aquel entonces no se hablaba de nada de esto. Claro, así fue como yo me di cuenta de que al tratar determinados asuntos se hacía un silencio en la mesa, se mascaba la tensión, a pesar de que luego los interlocutores -en especial la gente nueva con la que hablaba y que no me conocía de antes- se interesaran por todos ellos, bien porque tenían a un hermano que consumía, bien porque tenían a un primo que bebía, bien porque nunca habían encontrado a nadie con quien poder hablar de aquello, no sé; lo que era evidente es que sólo con una palabra, «yonki», si la decías en el momento oportuno lograbas generar una serie de transformaciones muy potentes, transformaciones a tu alrededor que, de hecho, lograban reducir los prejuicios. No te digo eliminarlos, porque hasta yo mismo sigo manteniendo algunos, pero sí reducirlos, permitiendo que la realidad permease un poquito más en todos nosotros. Así fui entendiendo el estigma del heroinómano, el estigma del drogadicto, el estigma del alcohólico… y también fue como aprendí que la única forma de derribar los prejuicios es con naturalidad y cultura: leyendo, viendo, viajando -si puedes-, viendo documentales, indagando sobre autores y autoras de otros lugares y tradiciones. De verdad, no creo que se pueda reducir el prejuicio de ninguna otra manera, porque incluso la empatía -que es una emoción muy humana y muy genuina- requiere a veces de cultura.
P: En el prólogo de Yonqui (Anagrama, 2006), William Borroughs escribe algo curioso: «He aprendido la ecuación de la droga. La droga no es, como el alcohol o la yerba, un medio para incrementar el disfrute de la vida. La droga no es un estimulante. Es un modo de vivir». Bajo este pretexto, y según tu opinión, ¿existen modos de vivir que son malos y otros que son buenos o todos son estados intermedios?
R: Yo creo que los modos de vivir considerados como malos -si hacemos esa distinción entre lo bueno y lo malo, claro- tienen que ver con el dolor que eres capaz de provocarle al otro. No creo que algo pueda considerarse malo por sí mismo, nunca. Al contrario: creo que algo siempre es malo en relación a otra persona que puede ser dañada. Y, ¡ojo!, puede ser dañada una forma inconsciente, con lo cual tampoco tiene que existir necesariamente una voluntad de maldad.
Por otro lado, opino, como Borroughs, que la droga es una forma de vida porque de alguna forma es identitaria, o sea, te otorga identidad. Una identidad construida a lo largo de los dos últimos siglos, te diría, porque culturalmente todos nuestros registros, todos nuestros -¿cómo se dice?- referentes parten de ahí, ¿no? A nivel particular, defiendo que constituye un tema identitario porque cuando yo dejé la droga perdí esa identidad, precisamente; y eso para mí fue algo muy doloroso. Fue doloroso porque tuve que redescubrir quién era realmente. Piénsalo: no podía recurrir a los referentes que había tenido hasta la fecha porque hacerlo me generaba una situación comprometida, un cierto conflicto mental aparecía cada vez que volvía a escuchar la música que escuchaba, a vestir como vestía, a utilizar el lenguaje que utilizaba. Toda mi cosmovisión cambió de repente. Tuvo que cambiar, de hecho, y no fue de la noche a la mañana.
No digo que en otros drogadictos que se rehabiliten pase lo mismo, pero yo, al menos en la época en que me rehabilité, con los modelos de tratamiento que había, donde la deconstrucción absoluta era la norma, fue lo que sentí. ¿Y qué me pasa ahora? Pues, fíjate, cuando echo de menos algo de aquella vida, de la vida de la droga, echo de menos cierta proyección de mí mismo que desapareció, que tiene que ver con lo rebelde, con lo más anárquico, con la sensación de autocontrol y libertad. O sea, ahora me tengo que cuidar por cojones, porque a la que no me cuido ya me encuentro mal, pero antes si no quería comer no comía, y no pasaba nada: volvía a consumir y todo lo malo se acababa: la desidia, el hambre, la falta de ganas…
P: Otra cita que nos gusta mucho, esta vez de Walter Benjamin en sus Protocolos de ensayos con las drogas (Abada Editores, 2016), y que tiene que ver con la primera vez en que el filósofo alemán probó el hachís, concluye que, en general, «son los mismos caminos ya recorridos por el pensamiento. Pero ahora parecen sembrados de rosas». En este sentido, ¿qué hay de pétalo y qué hay de espina?
R: Mira, lo más difícil de estar recuperado es no poder escaparte de la realidad. Eso es lo más difícil para mí, por eso trabajo tanto. Porque estar en la realidad 24 horas al día es muy jodido; porque la vida, hostia, la vida muchas veces es complicada, ¿no?
En ese sentido, creo que la droga es un gran ayudante para aliviarte de vez en cuando. Puede serlo también el sexo, pueden ser otras cosas que te generen toda esa amalgama de neurotransmisores -como la dopamina-, pero, sí, creo que la droga te ayuda mucho ante esta clase de situaciones. No me parece, sin embargo, que te lleve a estados de espiritualidad más avanzados, digamos, o de mayor crecimiento; al contrario: creo que te lleva al otro lado, a un lugar en el que te haces daño a ti mismo y haces daño a los demás; te convierte en alguien vulgar, pierdes mucha sensibilidad, pierdes mucha capacidad de empatía -toda, diría-. Es posible que sea un gran recurso para algunas personas, como lo fue para Castañeda o Escohotado, que sí profundizaron en sus obras en los cambios de perspectiva de la realidad que provocaban determinadas sustancias, pero otras quizás no las necesiten tanto. Yo, desde luego, no puedo hablar desde la postura del consumidor que las usa para experimentar, y es algo de lo que me arrepiento; yo fui un consumidor compulsivo, que se volvió drogadicto súper rápido, y en el fondo no soy quién para opinar sobre otras alternativas.
Volviendo un poco a la pregunta de la rosa y de la espina: en mi opinión, el consumo se parece mucho al enamoramiento. No en vano, cuando estamos enamorados también tenemos los niveles de neurotransmisores muy altos: la dopamina, la oxitocina, las endorfinas…, pero cuando de quien estamos pillados no nos hace caso o pasa de nosotros sufrimos, ¿no? Sentimos miedo a ser desposeídos de eso que tanto ansiamos; pues con esto pasa un poco lo mismo: las drogas pueden producir mucho bienestar y mucho malestar a la vez.
A nivel neurobiológico también se explica, por supuesto: al fin y al cabo, si yo me meto una raya de cocaína y tengo un pico de dopamina muy alto, al cabo de una hora -o de media- voy a tenerlo muy bajo y a mi cerebro le va a costar retenerlo, porque se adapta al número de receptores inicial y va a sufrir intentando volver a generarlos, incluso alcanzar de nuevo los niveles normales; y, claro, ahí me voy a sentir deprimido, ansioso, angustiado. Sin duda, todos estos tipos de experiencias tienen una correlación biológica muy clara.
P: Como ves, nuestra aproximación es eminentemente teórica, pero la realidad es pura práctica. Esto me recuerda a uno de los programas de ‘Si sí, o si no’, donde Bob Pop y Jorge Ponce debatieron acerca del consumo de drogas y el segundo le dijo al primero que para juzgar correctamente no bastaba con haberlas probado una vez y punto, sino que recomendaba tener más de una experiencia con ellas y ya luego decidir si estabas en contra o a favor. En estos asuntos, ¿es la experiencia también un grado?
R: La droga amplifica lo que somos, pero cada uno de nosotros es muy distinto a los demás. Siendo así, habrá gente que necesite probar varias veces las cosas para poder extraer una conclusión, evidentemente; pero más allá de las conclusiones, lo interesante son las preguntas que nos hacemos al respecto: ¿Cómo vivo yo las drogas? ¿Qué experimento cuando las consumo? ¿Lo que experimento es bueno? ¿Lo que experimento es malo? ¿A veces es bueno y a veces es malo? Luego habrá otras personas que, con un único consumo, conozcan algo de sí mismos que no conocían antes -y a lo mejor ese conocimiento es algo negativo, eh, como encontrarse mal, sufrir un ataque de ansiedad, de pánico o una paranoia-.
Es curioso, porque con las drogas todos pretendemos buscarnos a nosotros mismos y llegar a grandes respuestas o a grandes conclusiones: ¿La droga sí o la droga no? ¿Cómo nos afecta? ¿Qué pretendemos realmente al acercarnos a ellas?, pero en el fondo es como preguntarle a un niño por qué come chucherías súper dulces y estimulantes. Por mucha teoría que quieras añadirle, a fin de cuentas el niño te dirá: ¡Porque me encantan! [risas], y eso es lo que debería decir la gente que se relaciona con las drogas, por muy místicos, teóricos, oscuros o metafísicos que queramos ponernos -y que también es algo muy humano, eh-: nos drogamos porque nos encanta ponernos así, sea bueno o malo, da igual: nos gusta mucho volvernos locos por un rato.
P: ¿Y qué papel juega el Estado -o el sistema, más bien- en todo esto?
R: La vida es complicada, tal y como comentábamos, y mientras te dicen que no hagas una cosa parece como si te estuvieran empujando a hacerla, pero escondiendo la mano. Y la realidad no es precisamente la nuestra, que podemos permitirnos el lujo de dedicarle un tiempo a la reflexión y a pensar tanto sobre el tema, sino que el consumo es algo mucho más prosaico, mucho más vulgar y muchísimo más funcional que todo esto. Todo se reduce a que es imposible vivir en este modelo que hemos creado siendo parte del mismo, porque el sufrimiento diario es tal –derivado de situaciones de trabajo, situaciones familiares, situaciones personales, etc.- que ¿cómo va la gente a privarse de su caña -o de sus cuatro cañas- al final de la jornada? En cierto sentido, yo creo que los seres humanos nos mataríamos si no tuviésemos drogas, si no pudiéramos acudir a determinadas sustancias o acciones para (auto)regularnos; y eso es algo que el sistema prohíbe, sí, pero que a la vez promueve: las leyes prohíben, pero el modelo promueve. Y no soy un conspiranoico, eh: no creo que nos quieran drogados para manipularnos, sino para que no acabemos los unos con los otros, directamente.
P: Desde luego, la alternativa la hemos visto mil veces en el cine o en series de televisión. Bajo tu punto de vista, ¿pesa más la realidad que la ficción?
R: Yo creo que la realidad es insuperable. Te lo juro, eh. De hecho, cuando la gente me pregunta: ¿por qué no escribes tu historia? Yo siempre les respondo: porque no es verosímil. Hay una parte muy grande de mi historia que yo nunca he contado, y no lo he hecho, precisamente, porque no tiene verosimilitud alguna, el papel no la aguantaría, ¿sabes? Siendo así, considero que la realidad supera con creces a la ficción, que en términos de sufrimiento y padecimiento los humanos podemos inventarnos lo que sea que siempre habrá alguien que lo haya vivido de verdad, y de forma más intensa todavía. ¡Hasta cuando hablamos de marcianos o de fantasía!
P: Como cuando a Kary Mullis se le ocurrió la reacción en cadena de la polimersa PCR puesto de LSD y después de charlar con un mapache extraterrestre, ¿no?
R: ¡Es que es eso! Hay casos concretos -y muy puntuales, todo hay que decirlo- que son verdaderamente fascinantes. Luego lo que pasa es nos subimos todos al carro y decimos: venga, voy a ponerme ciego para ser un genio [risas]. No sé, pienso en Susan Sontag, por ejemplo, que escribió sus libros puesta de speed -que era una sustancia que, además, sólo consumía para escribir-, o en otros tantos artistas que utilizaron las drogas para estimular ciertos canales a nivel creativo, y que lograron cambiar sus perspectivas de una forma muy bestia, o desarrollar o descubrir cosas como la reacción en cadena de la PCR, sí. A mí, de hecho, esos casos me encantan, pero son algo que me puedo permitir ahora, porque antes, por desgracia, lo que hacían eran acercarme muchísimo al hecho de consumir. Eran historias súper estimulantes, y cuando las escuchaba me entraba envidia y pensaba: joder, quizás es que yo no he tomado lo suficiente, seguro que si aumentara la dosis se me ocurrirían cosas brillantes; y por supuesto olvidaba que en realidad estaba tirado, sin ducharme y sin comer, ¿sabes? ¡¿Cómo diablos iba a ocurrírseme nada!? Era imposible, ese glamour yo no podía alcanzarlo.

P: Y ya que hemos estado hablando a lo largo de toda esta entrevista de substancias y compuestos, ¿de qué dirías que se compone, precisamente, la adicción?
R: ¡Qué buena pregunta! Pues, mira, te diría que el tipo de sustancia que empiezas a consumir primero podría tener un peso del 15 %. Al fin y al cabo, no es lo mismo empezar a consumir heroína que empezar a consumir alcohol, pues la dependencia se desarrolla con tiempos muy diferenciados.
Por otro lado, la edad a la que empiezas a consumir diría que supone el 30 %. Si empiezas a consumir a los 14 años, como empecé yo, tu probabilidad de desarrollar una adicción -sobre todo si tienes el resto de ingredientes- va a ser muy elevada. Si empiezas a consumir a los 21 va a ser más difícil que te hagas adicto. Se puede dar, evidentemente, pero va a ser más difícil.
Otro 30 % podría ser el nivel de trauma temprano que ha habido en tu vida. De este modo, las personas que han tenido trauma temprano -y cuando hablo de esto me refiero a una infancia con abusos, maltrato físico, o incluso abandono o abandono constante de las necesidades- y que no han contando con alguien que les enseñe con qué recursos pueden afrontar correctamente su realidad, tienen unas posibilidades enormes de buscar luego en las sustancias o en la conducta algo que les sirva para evitar todo el sufrimiento. Y si encima prueban la droga siendo jóvenes, como decíamos, ya para mí es un cóctel molotov.
A la genética yo no le metería más de un 10 %. La gente se empeña en darle mucho peso en la ecuación, pero para mí es una pequeña trampa dentro del discurso de la adicción, y realmente considero que los puntos anteriores son mucho más determinantes dentro de su posible desarrollo.
Por último, el ambiente económico y sociocultural también computaría un 15 %, porque en lugares de mucha precariedad siempre hay mayores posibilidades de acabar siendo adicto.
Sea como sea, estas son mis sensaciones y esta es la distribución que yo haría, que seguramente no tenga nada que ver con la de un médico o un psicólogo, o un antropólogo, o un trabajador de reducción de daños, con las que muy probablemente no coincidiría.
P: ¿Crees que conocer y entender la composición -o la realidad- de algo nos ayuda a prevenirlo o evitarlo?
R: En el caso de la adicción, que es una situación que lleva implícita el autoengaño, resulta muy, muy, muy complicado contestar; porque el autoengaño es tan poderoso y tan sofisticado que los argumentos que un adicto va a encontrar para decirte que es consciente de su realidad y que aun así ha decidido seguir consumiendo son tan elaborados que no va a dejar de creérselos. Tú que estás fuera y lo estás oyendo quizás frunzas el ceño y pienses: «chaval, ¿pero tú te estás oyendo?», pero para él funcionan de verdad. Entonces, claro, para ser verdaderamente consciente y salir de esa adicción lo primero es lograr trascender el autoengaño y darte cuenta de todas tus limitaciones. Sólo en ese momento podrás abandonarlo, según mi experiencia; es decir, cuando descubras, como descubrí yo, que tu capacidad de desarrollo personal es nula -con todo lo que esto supone-, será cuando salgas del bucle.
P: Y al margen de la lucha contra el autoengaño, ¿de qué más cosas se compone un proceso efectivo de desintoxicación?
R: De motivación, sin duda. Y es que, ahora mismo, los nuevos métodos de trabajo que se aplican en rehabilitación están todos atravesados por lo mismo: motivación, motivación y más motivación. Por suerte, hemos aprendido que el castigo ya no supone una buena estrategia; de hecho, nunca lo fue. A algunos de nosotros nos tocó vivirlo y también nos costó varios años afrontarlo y recuperarnos de todos los momentos terroríficos que inundaban las terapias, pero ¡por fin han encontrado algo mucho más poderoso y efectivo! Ahora bien, ¿de qué se compone esa motivación?
En mi caso, la motivación que sentí para desintoxicarme estuvo mediada en un 90 % -como mínimo- por el miedo, aunque creo que podría decir perfectamente que fue en un 100 %. De verdad, yo tenía mucho, muchísimo miedo: a la terapia, a lo que iban a decir de mí, a mi familia, a la propia droga, porque los meses previos a enfrentarme a ese momento había experimentado mucha locura, sensaciones horribles, pensamientos totalmente alejados de la realidad; y a mí eso me asustó. De hecho, al año y medio de dejar de consumir tuve que empezar con un proceso terapéutico muy potente, para poder terminar de resolver ese miedo y evitar la recaída.
Si pienso en la gente a la que he podido conocer y entrevistar a lo largo de estos años para el podcast de ‘Yonki’ se me ocurren otras causas, por supuesto, porque todas las motivaciones tienen una composición diferente. El cantante Zenet, por ejemplo, a quien entrevisté hace un año, me habló en su momento de la autoestima, y de que uno de sus grandes empujes para salir de la adicción fue su voluntad de recuperar su percepción de validez profesional en el mundo de la música, porque sentía que su identidad estaba absolutamente atravesada por la droga, a pesar de ser popular; y lo que quería era volver a estar contento consigo mismo, volver a ser quien había sido.
A este respecto, el trabajo constituye un empuje muy importante, sobre todo en perfiles exitosos que lo han perdido todo por culpa de su adicción. Pienso en abogados o cirujanos buenísimos que estuvieron a punto del colapso profesional -y personal, claro- y que lograron afrontar el cambio porque querían volver a sentirse útiles, para sí mismos y para la sociedad. Aunque, bueno, es verdad que estos casos son especiales, pues dentro del proceso de rehabilitación el trabajo es el último aspecto que al que te reincorporas.
Hay otros entrevistados para quienes su mayor motivación fueron su pareja o sus hijos. Sin embargo, uno puede llegar a desintoxicación por esos motivos, es decir, uno puede sentir el impulso, ir y aceptar que tiene que dejar consumir inmediatamente; pero, desde mi punto de vista, si no hay -mucho- más trabajo de por medio seguramente no se logre sostener. O sea, cuando esa persona lleve dos, tres, cuatro, seis meses sin meterse nada, con mono, con malestar, y se vea en la situación propicia, muy probablemente se vaya a olvidar de sus hijos y de su pareja y vaya a gritar: «¡A la mierda! Mañana vuelvo a dejarlo y listo», porque, como te digo, son motivaciones que funcionan al inicio, pero que luego no se mantienen.
En esta misma línea, hubo otra compañera con la que charlé –Mari, se llama- que tuvo un bebé y llegó un punto en el que estuvo tan desesperada que empezó a robarle a sus propios padres para poder consumir; todo mientras su bebé estaba con ella, en la cuna. Según me contó, fue esa imagen de sí misma la que en un momento dado la llevó a ponerse en recuperación; un momento increíblemente trágico en el que tuvo el grado de consciencia adecuado. Son episodios que suelen repetirse en una buena cantidad de las obras que edito, sin ir más lejos: instantes de revelación, fogonazos de luz, pero luego esa luz no se mantiene -o no lo hace, al menos, sin ayuda del trabajo terapéutico adecuado-.
En realidad, con todas las motivaciones que estamos comentando sucede una cosa, y es que a la larga no se sostiene ninguna. La clave, para ello, consiste en trabajar en uno mismo. Y no basta con dejar de consumir; no, claro que no. Lo más difícil es lograr mantenerlo en el tiempo. Por suerte, los seres humanos, como mamíferos, somos gregarios y necesitamos de los demás para sobrevivir; y cuando perdemos el estatus -o el valor social- sentimos la irremediable exigencia de recuperarlo o revertirlo. Porque sin estatus no hay valor; sin un papel en la manada, el animal descarrilado muere; y a nosotros nos pasa algo parecido: si abandonamos lo que somos -como padres, como hijos, como trabajadores, me da lo mismo- llegará un momento en que nos sintamos perdidos y queramos reengancharnos al entorno, volver a sentirnos útiles y queridos; y la motivación es crucial para conseguirlo.
*Fotografía de cabecera tomada y cedida por María Missaglia.
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