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Meryem El Mehdati: «Tratar de hacer las cosas de otra manera es lo verdaderamente genuino»

Tras la publicación de su primera novela, 'Supersaurio' (Blackie Books, 2022), nos sentamos con Meryem El Mehdati (Rabat, 1991) para quejarnos conjuntamente del trabajo, cuyos desengaños son el tema principal de la obra.

«Pongamos que tienes que jugar a un juego porque no te queda otra. Es el único juego que hay. Todo el mundo juega a ese juego, ¿entiendes? Puedes inventarte el tuyo propio, claro, pero supone demasiado esfuerzo y demasiado sacrificio y a lo mejor, al final, pierdes mucho más de lo que ganas y resulta que todo ha sido para nada». De este modo resume Meryem El Mehdati (Rabat, 1991) lo que supone entrar en «el juego» del mundo laboral, lleno de altibajos, inventos absurdos -y perversos- como los afterwork o las dinámicas de grupo, desilusiones, cansancio y frustración. Porque «el juego es una mierda. Lo odio. Cuando ganas una partida no pasas a otro nivel, sigues en el mismo, juegas a la misma partida todos los días. ¡Todos los días! Me siento como si me estuviesen obligando a jugar, sabes, como si alguien todas las mañanas me despertase sacudiéndome por los hombros y me sentase en una silla delante del ordenador y me atase allí y yo tuviera que jugar sí o sí porque la otra opción, no jugar, es… La muerte». Sea como sea, y al contrario de lo que pueda parecer con este extracto, Supersaurio (Blackie Books, 2022) no es una novela pesimista, sino real como la vida misma, cada vez más encorsetada por las obligaciones cotidianas y por la falta de tiempo para dedicarle -sin remordimientos- al ocio, al descanso y a todo lo que no sea productivo o laboral. Recomendadísima para cualquier lector en edad de trabajar -y, por tanto, en edad de criticar el trabajo-, charlamos con su autora acerca de las jornadas interminables, la vocación, la familia, la amistad y la importancia del humor para sobrellevar determinadas circunstancias.

PREGUNTA: Es curioso: has escrito una novela bastante crítica con el trabajo que, sin embargo, te está haciendo contestar a esta entrevista fuera de horario, algo que te agradecemos enormemente, desde luego, pero que también nos llama la atención.

RESPUESTA: [risas] Pues es gracioso que lo comentes, porque es verdad que nunca en mi vida había trabajado tanto como hasta ahora, después de la publicación de Supersaurio. Sí que es un poco contradictorio, el hecho de repetir constantemente que no me gusta trabajar, que el único motivo que me lleva a hacerlo es el dinero que recibo a fin de mes en forma de sueldo, y que luego llegue a casa después de mi jornada laboral de ocho horas -o algo más, según el día-, encienda el ordenador de nuevo y siga haciendo cosas. Al final es como si me hubiese convertido en aquello que criticaba, ¿no? Sobre todo en Twitter y en algunas entrevistas, donde afirmo que el trabajo se ha comido nuestras vidas y que ya no trabajamos para vivir, sino que vivimos para trabajar. Sin embargo, y a pesar de la queja, no termino de bajarme de la rueda, como tantas y tantas personas que curran en los medios, asisten a coloquios y no paran de participar en proyectos cuyo mantra es criticar el trabajo mientras no paran de trabajar. El asunto es que yo antes lo veía desde fuera, pero últimamente lo experimento desde dentro y soy consciente de lo difícil que es salir de esa espiral.

P: Entonces, podemos concluir que criticar el trabajo es también un trabajo muy duro, ¿no?

R: Sí, sobre todo si se entera alguien de tu oficina y terminan echándote [risas].

P: «Si querer saca lo mejor de nosotros, odiar también. Cuando quieres eres mejor persona, cuando odias eres una mejor peor persona», escribes en la primera parte de Supersaurio. ¿Encaraste la obra con alguna de estas dos facetas? Hay quien dice que tu tono sonaba enfadado…

R: Para ser sinceros, yo la novela no la escribí enfadada, pero el personaje sí que lo está a cada rato; y es que basta con meterte en su piel para entenderlo. Fíjate, en algún sitio leí a alguien definir a la protagonista como a una persona complaciente, como a una persona que lo único que pretendía era agradar, pero a mí, sinceramente, me parece una lectura bastante errónea. Lo que le sucede a la Meryem protagonista, lejos de querer contentar al resto, es que ha visto cómo funcionan las cosas en el entorno laboral -al menos, en el entorno laboral que yo creo para la obra- y se ha dado cuenta muy rápido de que cuanto menos se note tu oposición y cuanto más participes en las dinámicas que se generan en esta clase de ambientes mejor le va a ir. Así, es capaz de establecer su idea del éxito desde el principio: tener dinero; que es lo que finalmente la motiva a no rendirse y a aguantar hasta el final, por mucho que la realidad se parezca en ocasiones a los interrogatorios de Guantánamo [risas]. Entonces, en vez de complaciente, a mí lo que me parece es una tía muy inteligente.

Entrando en la pregunta sobre el enfado, yo creo que una persona de clase obrera -en especial una mujer de clase obrera- que esté entrando en el mundo laboral tras creerse el discurso de la meritocracia y el esfuerzo, cuando ve lo que realmente sucede a su alrededor -cómo funciona la isla y cómo funciona el trabajo- es imposible que no se cabree y que no tenga ganas de volarlo todo por los aires; porque para nosotras las capas de enfado se van superponiendo a diario: primero, porque no hay día en que a mí o a alguna de mis amigas un hombre no nos chiste por la calle; segundo, porque la gente te dice que esas cosas no son para tanto, que cómo vas a enfadarte por eso, a ver si es que vas vivir malhumorada… pero día tras día las cosas se van poniendo peor. Al fin y al cabo, coges el periódico y te enteras de lo del puertito de Adeje, o lo de Salvar Chira-Soria, o lo del Circuito del Motor de Tenerife, y la única reacción posible es seguir enfadándote cada vez más, para luego llegar al trabajo y verte haciendo cosas para las que ni te esforzaste ni estudiaste, con gente mangoneándote a cada rato y sin tomarte en serio -y sin saber muy bien el motivo: ¿por ser mujer? ¿por ser joven? ¿por las dos cosas?-. Qué quieres que te diga: no es un enfado puntual, es un cabreo latente. Y no considero que esté fuera de lugar, pues muchos lectores y lectoras me han escrito y me han contado que se sienten identificados.

P: Decía Bob Black en La abolición del trabajo (Pepitas de calabaza, 2013) que «el trabajo es la fuente de casi toda la miseria existente en el mundo». Lo suyo, sin embargo, en vez de una novela era un manifiesto, aunque tú has llegado para evidenciar que se puede decir lo mismo de muy distintas maneras. También has criticado en algunas ocasiones la impostada autoridad de los ensayos, ¿dirías que la ficción tiene la llave para abordar mejor algunos temas?

R: Efectivamente, lo que yo trato de reflejar a lo largo de toda la novela es que trabajar es miserable. Si a algo tuve que enfrentarme a la hora de escribir Supersaurio, he de admitir que fue a una inmensa cantidad de ensayos, en comparación con las pocas novelas específicamente dedicadas a estos asuntos que encontré; y lo cierto es que tuve que hacer una labor bastante profunda de investigación para poder documentarme al respecto y ver qué se había escrito hasta la fecha, aunque lo que encontré fue, para mi gusto, bastante poquito. Recuerdo, por ejemplo, la novela Todo va bien (Pálido Fuego, 2013), de Socrates Adams, The beautiful bureaucrat (Pushkin Press, 2018), de Helen Phillips, o Everyday life (Dalkey Archive Press, 2006), de la francesa Lydie Salvayre, que abordaba maravillosamente hasta qué punto puede un lugar tan reducido como una oficina llevar a la locura a todos sus trabajadores cuando entra un nuevo participante en el juego, en la jornada laboral, y que me dio muchas ideas acerca de los caminos que podría seguir en Supersaurio. Es verdad que intenté, sobre todo, leer cosas escritas por mujeres, como también fue el caso de Curling (Hurtado y Ortega, 2022), de Yaiza Berrocal, aunque con ella me topé después. Claro, yo crecí viendo The Office, y muchísimas veces me planteaba por qué nos llegaban a hacer gracia muchas de las situaciones que se mostraban en la serie, pues algunas eran especialmente humillantes, al igual que sucedía en Superstore, por ejemplo, aunque en este último caso ya rozaban el ridículo y no llegabas tan siquiera a plantearte si podrían ocurrir en la realidad.

En el fondo, considero que cuesta muchísimo más desarrollar la miseria del trabajo asalariado en un ensayo que en una novela, y también tengo la impresión de que en los últimos años -desde hace cinco años para acá, sin ir más lejos, o incluso desde que empezara la pandemia- nos hemos vuelto incapaces de leer o se nos hace cuesta arriba terminar un libro. Y no porque las obras sean malas o nos hayamos vuelto más sibaritas, sino porque hemos ido perdiendo poco a poco la habilidad de concentrarnos o de sentarnos durante una hora para leer, al menos sin distraernos: siempre hay algo que tira de nuestra atención en otras direcciones, y quise tenerlo en cuenta a la hora de escribir Supersaurio: el hecho de cómo lograr que la persona que lo empezara a leer quisiera acabárselo en vez de apartarlo o decir «buf, no puedo más». Supongo que ese es el motivo por el cual me decanté también por el humor, pues sentía que si apostaba por una novela extremadamente seria -o si resultaba un libro que se tomara demasiado en serio a sí mismo- terminaría aburriendo o deprimiendo a los demás. La extensión de los capítulos más cortos también tiene un motivo similar, y es que nadie se extiende demasiado cuando escribe su diario, ¿no? Es decir, nadie le dedica más de veinte páginas a cada entrada, antes de cerrarlas con candado y apagar la lucecita de su mesilla de noche. Todas estas decisiones, sin embargo, no las tomé hasta leer el primer borrador, que fue cuando empecé a modificar, a ajustar y a pensar en los efectos que quería provocar con cada frase.

P: Hablando de humor: en su obra El estado natural de las cosas (Candaya, 2021), Alejandro Morellón tiene un relato titulado ‘Reprimir el gesto exterminador’ en el que, precisamente, habla de la risa como ese elemento catártico y apocalíptico que es capaz de provocar el final de todas las situaciones. Si queremos acabar con el trabajo, ¿debemos aprender a reírnos primero de él?

R: En mi opinión, lo cotidiano es extremadamente violento, pero como es algo que sucede cada día lo acabamos normalizando y suavizando, incluso aquellos ángulos que más pueden dolernos; y el humor es una de las herramientas más eficaces que tenemos para ello. Hay un libro de Andrés Barba titulado La risa caníbal: humor, pensamiento cínico y poder (Alpha Decay, 2016) que a mí me gusta mucho y que aborda a la perfección qué es lo que sucede cuando una persona hace que otra se ría, que es, en esencia, como si se la comiera. Porque cuando tú consigues que tu interlocutor se parta de risa lo que realmente estás logrando es tener el control de la situación, el poder sobre la misma, ser quien la controle a sus anchas y la guíe. Esto sucede todas las mañanas en Twitter, cuando cualquier mínimo suceso determina cuál va a ser la broma del día, que la mayoría de las veces son hechos que por sí mismos no tienen gracia, pero que cuando alguien con la habilidad suficiente los postea y los comenta cobran una importancia capital. Al fin y al cabo, ese alguien tendrá la capacidad de controlar todas las dinámicas que van a producirse durante ese día en la red social.

Como te decía antes, el humor es un recurso que a mí me gusta mucho porque creo que el número de cosas que puedes contar sin fatigar al resto es mayor -y también mucho más efectivo- que si el tono que usaras fuese más serio, académico e impersonal.

Meryem El Mehdati (Rabat, 1991), fotografiada por Judith Chamizo.

P: A pesar de todo, el recurso del humor puede llegar a tener un doble filo, ¿no? Tal y como admites en Supersaurio, a veces se asemeja más a una maldición: «Creo que una bruja me maldijo cuando nací. Serás graciosa, pero solo porque la mayoría de la gente que te rodeará no te creerá capaz de estar hablando en serio cuando expreses tus pensamientos».

R: Claro, en el día a día, alejados ya de la literatura -o de Twitter [risas]-, en vez de un poder, el humor puede volverse un maleficio, sobre todo cuando quieres hablar de asuntos que te importan de verdad. Cuando alguien a quien se considera gracioso trata de ponerse serio hay muchas personas que: o no pillan su frecuencia, o se siguen riendo con lo que dice o no terminan de escucharlo como deberían.

En el fondo, y aunque antes tratara de diferenciarlo, en el mundo literario ocurre lo mismo; y no hablo por mí, eh. Por ejemplo, uno de mis escritores favoritos es David Sedaris, que, evidentemente, es un autor que escribe humor y a quien, por ese mismo motivo, siento que no se le ha reconocido lo suficiente su talento, precisamente porque no lo toman muy en serio -o tan en serio como, qué sé yo, a Stephen King, que escribe novelas de terror-. Por suerte, a mí esto no me ha pasado, y creo que es porque, a parte de ciertos toques humorísticos, Supersaurio tiene otras cosas.

P: Todo esto me recuerda a lo que afirmaba Elvira Lindo en el prólogo de Tinto de verano (Aguilar, 2001): «A las personas que escribimos humor con frecuencia se nos tacha de ‘ocurrentes’, y la ocurrencia, para que sea buena, hay que trabajársela mucho, hay que pensársela, y cuando consigues una idea humorística que sea sólida, deja de ser ocurrencia, deja de ser un chispazo momentáneo de ingenio para convertirse en ironía. Y ya sabemos que las ocurrencias envejecen enseguida; sin embargo, los relatos irónicos pueden traspasar la frontera del tiempo». ¿Qué opinas al respecto?

R: Creo que tiene toda la razón. Yo misma me he sentido así muchas veces. En Twitter, por ejemplo -y vuelvo sobre él porque de verdad creo que es un formato buenísimo para explicar infinidad de cosas-. Y es que basta con que diga que Jorge [de Cascante] empezó a leerme allí, antes de ofrecerme la oportunidad de editar una novela mía en Blackie, para que la gente empiece a desdeñarla, pues la mayoría piensan que Twitter es un lugar destinado a la ocurrencia, a la gracia, pero que de ahí nunca pueden surgir cosas serias. Y es verdad que yo era ocurrente, graciosa e ingeniosa, pero muy pocos conocen las dificultades que conlleva serlo. Como siempre, el buen chiste es aquel que no se explica: hay que ser preciso, contarlo en menos de 140 caracteres, y eso implica sentarse, darle una vuelta a la primera idea, desplazarla y volverla a formular hasta que te convenza. Y pueden parecer tonterías de internet, pero no lo son del todo. Fuera de internet es algo que también pasa. Y, por supuesto, dentro o fuera de internet, la ironía permanece.

P: Hablabas antes de que todos los cambios los hiciste a partir del primer borrador de la novela. ¿Te ayudó, como acabas de contarnos, tu experiencia twittera a la hora de pulir tus primeras ideas y darles una forma más o menos definitiva?

R: Bueno, cuando terminé ese primer borrador fue cuando me di cuenta de que tenía escritas más de 350 páginas, y lo primero que me pregunté fue: ¿realmente quiero sacar 350 páginas? Y ahí empecé a recortar [risas]. Luego, para intentar darle un poco más de profundidad a la historia, se me ocurrió meter entre medias pequeños fanfics, con el objetivo de materializar el hecho de que el trabajo había ido poco a poco colonizando todo lo que era el fuero interno de la protagonista, es decir, que ya no sólo tenía su trabajo dentro del trabajo, sino que cuando se iba a casa, se sentaba y se proponía hacer aquellas cosas que le gustaban -que era construir un fic-, terminaba escribiendo también sobre el trabajo, pensando en sus compañeros de trabajo e imaginándose cómo sería la vida de aquellos con quienes ya compartía las ocho horas de la jornada laboral.

Respecto a las cosas que fui borrando, básicamente fueron partes que, tratando ya el libro de una manera unitaria, no terminaban de funcionar, no servían; porque su propósito podía estar relacionado con una escena, una oración o un diálogo concreto, pero dentro del conjunto de la obra ya no eran necesarias.

P: A nivel particular, ¿qué te ha dado el mundo del fanfiction que te haya servido en la construcción de Supersaurio?

R: Es curioso, porque el fanfiction lo que te da es un mundo que ya está construido, donde tú simplemente metes mano y desarrollas tus propias ideas sin tener que pararte a pensar en la creación de personajes o de universos; simplemente coges una estructura ya diseñada y la manipulas a tu antojo. Por desgracia, cuando se habla de fanfiction la gente como que tiende a restarle importancia, pero sus lectores son muy exigentes; y si creen que estás tratando a un personaje de un modo incorrecto te lo van a decir sin tapujos, es decir, puede que estés escribiendo historias sobre Harry Potter o One Piece, pero te van a juzgar como si se esperase de ti una obra como Cien años de soledad.

A mí, el mundo de los fanfic me confirmó que ya está todo inventado, que nadie va a inventar la gran novela americana -o francesa o española-, que las cosas dependen de las referencias previas que uno traiga, de las inquietudes que uno tiene y de lo que has ido leyendo o viendo a lo largo de tu vida. Original, original no se puede ser al 100%, básicamente porque para ello tendrías que vivir aislado del universo, en una cueva absolutamente impermeable al exterior, y seguramente las ideas que de ahí salieran también se le habrían ocurrido a otro antes… Es como cuando te levantas con una herida o con un sarpullido y sientes que eres la única persona en todo el planeta a la que le ha pasado algo así, pero de repente lo buscas en Google y te salen 100.000 resultados similares. Cuando ya eres consciente de ello, lo único que te queda es ir de cara, dejar de fingir y construir -y compartir- humildemente una historia que a ti realmente te remueva y te haga sentir algo.

Mira, esta es la típica frase que sale en los titulares y que se malinterpreta muchísimo, pero yo me tomo en serio muy pocas cosas, y, a pesar de que la literatura me parezca muy importante, yo no soy alguien que esté citando constantemente a todas las personas que ha leído. Leo de todo y prácticamente me gusta todo lo que trate de aportar algo nuevo -o distinto-. A lo largo de mi vida he leído muchos ensayos, por mucho que bromee acerca de ellos, y considero que el 45% de los mismos son innecesarios, ocupan espacio y no aportan demasiado valor. Sea como sea, a quien yo voy a valorar es a quien está tratando de hacer las cosas de otra manera, porque a veces saldrá bien, a veces saldrá mal, pero ese intento es lo verdaderamente genuino.

P: Hace unos meses, Marta Sanz nos confesaba que para ella «es muy importante que (…) se refleje en qué trabajan los personajes, por ejemplo. Incluso muchas veces me parece necesario especificar cuánto cobran». Sin duda, tú eres de su equipo, pues Supersaurio está plagado de referencias económicas relativas al precio de las compresas, de los plátanos, etc. Sin querer preguntarte, evidentemente, cuánto cobraste por escribir la novela, dinos: ¿cuánto te costó hacerlo?

R: En primer lugar, sí que es verdad que pensé que la idea de poner el precio de los artículos en los que la protagonista pensaba la anclaba mejor -en mi opinión- al entorno en que vivía, porque es un poco extraño idear a un personaje de clase obrera que nunca piense en el dinero. Es mi propio caso, sin ir más lejos, que cada vez que voy a hacer la compra pienso: cuánto ha subido la leche, o el agua con gas o el queso feta… No sé, buscaba crear un personaje coherente, y ese aspecto me pareció que le daba bastante verosimilitud a la idea original.

Sobre cuánto cuesta escribir, pues, mira, Supersaurio a mí «sólo» me costó tres años [risas]. Tres años en los que yo apagaba el ordenador del trabajo, encendía el mío personal y seguía. A veces, esperando la guagua. Otras, quedándome dormida porque se me hacían las dos o las tres de la mañana y tenía que entregarles una parte del manuscrito a Jorge o a la editorial para no faltar al compromiso que yo misma había mantenido con ellos. Y no es que sufriese haciéndolo, pero la escritura no consiste en sentarte y que las cosas salgan solas. Muchas veces te levantas al día siguiente con una especie de reacción alérgica, odiando lo que has hecho, borrándolo o con ganas de reescribirlo. Pasa un poco como cuando crees que hablas muy bien inglés y luego te escuchas y dices: «¡Dios mío, qué horror!». Porque una cosa es tener la idea muy clara en tu mente, saber qué te gustaría leer en el Word y estar segura de lo que quieres transmitir con ello, pero luego tienes que lograr escribirlo y muchas veces lo único que te sale es un «Hola, yo me llamo Ralph» del que no consigues deshacerte. También es un ejercicio muy solitario o del que sueles recelar, y eso también hace que cueste. Muy pocas veces terminas satisfecho contigo mismo: siempre sientes que podrías haberlo hecho mejor, haberle dedicado más tiempo -que es lo que me pasa con las columnas de opinión que escribo cada semana, por ejemplo- o haber cambiado determinadas ideas. No sé si es porque acabo de empezar en esto o porque yo misma soy de naturaleza insegura, pero en ocasiones la escritura se convierte en una lucha. Eso sí, al final termina saliéndote una frase que es «LA FRASE» y entonces dices: joder, qué buena soy, y es lo que termina provocando que haya merecido la pena. Pero, claro, no solemos ser personas de una única frase, y la construcción de los párrafos, de las oraciones interminables, subordinadas, sin sujeto… todo eso convierte la escritura en una actividad bastante dura.

P: A pesar de su dureza, ¿podrías vivir sin escribir? O dicho a la inversa: al margen de sus -escasos- aspectos positivos, ¿podríamos vivir sin trabajar?

R: Nos guste o no nos guste, el trabajo se ha convertido en una pieza fundamental de nuestra identidad. Hay muchísima gente, además, que te diría que no necesitas escribir porque cuando dejas de hacerlo sigues siendo una persona, pero ¿realmente seguiríamos siéndolo si dejásemos de trabajar? Yo pienso que sí, pues aquello que nos hace humanos no tiene que ver con nuestro trabajo, pero dejar de tenerlo nos situaría en un limbo que a muchos les parece terrorífico. Cuando eres escritor y no logras publicar, la visión que tiene la sociedad no es tan negativa ni lapidaria como la que suele recaer sobre las personas que viven al margen del mundo laboral, los conocidos como ninis -donde el estudio sigue escudándote porque se entiende como una preparación, un paso previo al propio trabajo-.

En mi caso, la escritura es un acto necesario, algo que llevo haciendo desde que era pequeña, aunque es verdad que siempre lo pensé como algo personal, como algo hecho para mí -y para las cuatro o cinco personas que me ayudaban a ello-. Empecé con diarios, luego me metí a escribir fanfiction, seguí con blogs y por ahora he llegado hasta aquí. Puede sonar muy cliché, pero no sé quién sería si no hubiese empezado a escribir, a poner mis pensamientos en orden y a ubicarme. También es un modo de anclarme en el presente, y también de volver a atrás, cuando abro mis antiguos cuadernos y recuerdo qué pensaba acerca de determinados asuntos en el pasado, para descubrir si sigo con las mismas ideas o si han cambiado. ¿Podría seguir respirando y llevar una vida normal sin escribir? Por supuesto. ¿Podría hacerlo sin trabajar? Pues a ver con qué pagaría el alquiler o qué comería a diario… Desde luego, la escritura es también lo que me ayuda a intentar cambiar aquello que no puedo cambiar, todo lo que me disgusta del mundo, que de un tiempo a esta parte ha dejado de gustarme un poco y me ha empezado a parecer mucho más terrorífico y cruel.

Portada de la novela ‘Supersaurio’ (Blackie Books, 2022).

P: ¿Crees que a personas como Zinedine Zidane o Karim Benzema les gusta su trabajo?

R: Sí. Siempre, además. A ver, son dos personas humanas y seguro que en muchas ocasiones se han despertado a las cinco o a las seis de la mañana y se han preguntado: «¿y ahora tengo que ir a entrenar? Con lo mucho que preferiría quedarme durmiendo o con mis hijos…», pero en el fondo, y también porque consiguieron convertir su talento en su profesión sin morir en el interno, no aborrecen lo que hacen, y eso se nota en su manera de hacerlo. El componente lúdico del fútbol ayuda, seguramente, pues jamás te daría esta respuesta si me estuvieses preguntando por un oficinista, cuya obligación de responder correos electrónicos no se puede ni comparar con el trabajo diario de un deportista.

P: Te hacía la pregunta anterior porque en muchas ocasiones tendemos a acallar lo gris del día a día a través de fantasías escapistas, y, claro, quizás Zidane o Benzema habían imaginado alguna vez cómo sería su vida si en vez de jugar al fútbol se hubiesen dedicado a cumplimentar tablas dinámicas en Excel.

R: Bueno, es que una condición inherente al ser humano es la idea de pensar que el jardín del otro siempre está mejor que el propio y que a nadie le va nunca tan mal como a nosotros. Sea como sea, la realidad es la siguiente: si mañana falta un futbolista o un periodista el mundo no dejaría de girar, pero si faltasen de pronto todos los limpiadores, todos los conductores de guagua o todos los reponedores del supermercado la gente sí se mosquearía, pues se verían afectados casi todos los aspectos de nuestra vida.

P: Esos trabajos son tan importantes que tú misma admites que incluso la vida se parece a ellos, a lo que ocurre en un supermercado, por ejemplo.

R: Para mí, la vida es un poco como ir al súper, sí. Al fin y al cabo, los supermercados son unos de los pocos espacios en los que todavía puedes ver a gente a la que no ves todos los días, lugares que te obligan a compartir tu tiempo con personas con quienes no estarías en otras circunstancias. También es un ejemplo paradigmático de cómo funciona el universo capitalista en el que vivimos, donde los dueños conforman el 1% del cómputo global y el resto son los trabajadores, quienes, además, se subdividen también internamente: los analistas, los contables, los trabajadores corporativos y luego la clase obrera, los trabajadores a pie de calle, los cajeros, los reponedores, los charcuteros, etc. En la novela yo quise reflejar esta distinción colocando a unos literalmente encima de los otros, en las plantas de arriba del supermercado original, para intentar explicar, a su vez, cómo funciona la vida: en lo más alto, el grupo híper reducido de personas millonarias que acumulan toda la riqueza y se lucran del trabajo de los demás; en lo más bajo, aquellas personas que no consiguen acumular nada, pero que al menos se consuelan con tener un sitio donde trabajar sin sospechar de su pobreza.

P: Por suerte nos quedan la familia y los amigos, ¿no? En Supersaurio, al menos, juegan un papel esencial, como si fueran una bombona de oxígeno en medio del naufragio…

R: En la jerarquía de mi vida está primero la familia y luego mis amigos, justo detrás y sin demasiadas diferencias. En general, tengo opiniones muy fuertes sobre la amistad y creo que tuve mucha suerte con mi familia, y por eso quise representarlo en la novela. Porque plasmar las rupturas familiares está bien, pero creo que también lo está el hecho de hablar de familias compuestas por personas que se quieren y que disfrutan de la compañía del otro. Evidentemente, la familia perfecta no existe, pero sí que existe el entendimiento y el querer al que opina diferente. Además, en Supersaurio, donde se cuentan cosas tan duras como la incorporación al trabajo o las primeras decepciones, darle al personaje una serie de elementos que la animasen era necesario. Sea como sea, una familia no deja de ser algo que te ha venido dado, mientras que las amistades surgen motu proprio. Me refiero al concepto de amistad pura, genuina, donde ninguna de las partes quiere algo de la otra, sino que lo único que importa es la propia amistad, lo que te aporta y no el beneficio que puedas rascar. Son espacios donde aprendes a desarrollarte, que surgen a cambio de nada y donde todo el mundo mira por el otro. Ambas relaciones son honestas, y por eso creo que no es baladí afirmar que los amigos son la familia que uno escoge o que son como familiares, pues por suerte hemos convertido a la familia en la base de todo lo bueno que nos pasa y en el punto de referencia donde mirar y comparar todo lo positivo.

P: Para terminar, me gustaría regresar a una de las primeras páginas de la obra, donde apuntas lo siguiente: «Cuando eres pequeño un adulto te escoge a ti, solo a ti, se pone a tu altura y te pregunta: “Ay, a ver, ¿y tú qué quieres ser de mayor?”. Lo que quiere saber es de qué vas a trabajar, lo que tú quieras se la suda. Es deprimente, pero es la verdad (…). La sociedad nos ha educado así, para ser pesados, para lanzar cuestiones complejas a los pies de los demás como si no fuesen nada. ¿Qué coño quieres ser de mayor?». Y lo cierto es que esta es una duda que yo mismo quiero plantearte a ti: a estas alturas, Meryem, ¿qué quieres ser de mayor?

R: Jubilada [risas]. Sin duda. Y no sé si está bien o mal admitirlo, pero, bueno, es que me da igual. No tengo una vocación muy clara, ¿sabes? Antes pensaba que eso era malo, que había algo raro en mí porque yo nunca había deseado ser ninguna cosa específica; lo único que quería era conseguir un trabajo de lo que había estudiado, y cuando lo conseguí dije: «qué bien», pero en el fondo no me importaba tanto. Luego pensé: «ojalá poder dedicarme a la escritura», y ahora que lo he logrado -aunque, por supuesto, no vivo de ello- he vuelto a comprobar que tampoco esta era mi vocación. Escribir es algo que me gusta hacer, como ir a la playa a nadar, pero sin más pretensiones. Por eso digo que de mayor me gustaría ser jubilada y no tener que trabajar, sólo hacer pequeñas cosas de pequeña Meryem, como darme un paseíto, cocinar algo rico para cenar, beber café del bueno, leer… Y sé que el mundo no funciona así, pero por eso lo planteo, porque no me gusta que el mundo funcione del modo en que funciona, suspendiendo nuestra existencia durante ocho horas, cinco días por semana, y dejándonos tan agotados que al llegar a casa no tenemos tiempo -ni ganas- de hacer nada más, aparte de prepararnos para ir de nuevo a trabajar por la mañana, claro. En fin, en el fondo aspiro a ser jubilada para que mi existencia le afecte al menor número de personas posible. Creo que así sería feliz.

*Imagen de cabecera tomada y cedida por Judith Chamizo.

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