Arte Destacados Entrevistas

Javier Correa: «El arte es un espacio políticamente fecundo para disparar procesos de emancipación colectiva»

Charlamos con el filósofo Javier Correa Román acerca de su interesantísimo ensayo 'Estética y emancipación: hacia una teoría del arte de lo común' (Libargo, 2021).

Seré breve: Javier Correa Román (Madrid, 1995) ha escrito un ensayo monumental sobre el alcance del arte contemporáneo en nuestras vidas y el alcance de nuestras vidas en el arte contemporáneo. En definitiva: ha escrito sobre Estética y emancipación: hacia una teoría del arte de lo común (Libargo, 2021), que ahonda en cuestiones alejadas del concepto clásico de interpretación artística y se centra en los efectos que el propio arte produce -o debiera producir, más bien- a nuestro alrededor. Por si fuera poco, aquí responde con trece mini-ensayos igual de monumentales a preguntas relacionadas con la institución museística, los espacios destinados a la representación, la libertad o la vinculación que mantiene su escritura con el (poli)amor.

PREGUNTA: Empecemos por el final: a modo de epílogo, afirmas que una vez leíste (no sabes dónde) «que todos los libros, y más los ensayos, son un intento desesperado por decir una sola cosa. Pero decirla alto y claro. De gritarla. La mía es así de simple: La autonomía del arte sólo vendrá cuando se democratice y se ponga al servicio de las causas más justas». El tono, sin ir más lejos, me recuerda a lo que decía Fernando Savater en el prólogo de El arte de ensayar (Galaxia Gutenberg, 2009), cuando afirmaba que en el ensayo -a diferencia del tratado- «siempre asoma más o menos la personalidad del autor, siempre se hace oír la persona, lo individual, la subjetividad que se asume como tal y se tantea a sí misma al formar cuerpo con lo objetivamente concretado». Dentro de tu experiencia personal, ¿qué desencadenantes han sido los que te han impulsado a alzar la voz para hablar concretamente de estética, emancipación y una teoría del arte de lo común?

RESPUESTA: Decía Deleuze que para entender bien un concepto filosófico había que rastrear, en primer lugar, el conflicto que le daba origen, el problema que le daba la vida. En el caso particular de este libro, existen multitudes de tensiones que se anudan en problemas filosóficos que a mí me apretaban cada vez más. En el origen del libro yace toda una constelación de insatisfacciones que me obligaron, en su momento, a plantear una salida.

Por un lado, experimentaba con amargura la contradicción que plantea nuestra sociedad al repetirnos que el arte es lo puramente humano versus nuestra experiencia en los museos. En nuestras sociedades hipertecnificadas, es un lugar común repetir que los robots nunca podrán hacer arte o escribir un buen poema. En fin, nos venden la inocuidad del progreso aduciendo que hay parcelas, como el arte, que la tecnología nunca podrá conquistar, porque el arte, dicen, es un medio de expresión puramente humano. Sin embargo, y he aquí la contradicción, nuestra experiencia en los museos no es la de liberarnos de todas las ataduras de nuestra vida cotidiana, sino que es una experiencia puramente alienante.

Las exposiciones de arte contemporáneo apelan a un público tan selecto y tan inserto en sus debates que es casi una broma de mal gusto que sean exposiciones abiertas al público. A veces, nos recorre incluso la sensación de que el arte actual sirve más como pasatiempos de burgueses esnobs y de especuladores inmobiliarios que como una dimensión humana que contenga la promesa de realizarnos.

Pero el arte excede los museos, bien se nos podría similar. Toda la razón, pero contradicciones parecidas nos encontramos también en el arte ajeno al museo. Con la cultura popular, por ejemplo, la industria cultural ha eliminado cualquier espacio de emancipación para generar espacios de consumo y pro-sumo (pues, el consumo no es pasivo, sino que acelera la producción del sistema).

Con el arte clásico, si queremos bucear fuera de las petulantes exposiciones contemporáneas, ocurre algo similar. El arte clásico no está atravesado por intereses deshonestos o farándulas experimentales, pero bien es cierto que se aleja de forma sobremedida de nuestro horizonte estético. Es verdad que es un arte con cuyos imaginarios, temas y representaciones podemos debatir. Sin embargo, para sernos sinceros, debemos aceptar de una vez por todas las capacidades limitadas de la re-presentación (y más en una época de simulacros como la nuestra).

Además, y esto también fue clave en la génesis del libro, intelectualmente sufrí un desplazamiento en mi forma de preguntar por el arte. Pasé de la pregunta «¿qué es el arte?» hacia otras que, a mi modo de parecer, contenían potencialidades más interesantes como «¿cómo hacer esto con arte?» o «¿cuáles son los efectos de este arte?». Es decir, me empezaron a dejar de preocupar las preguntas más metafísicas enredadas en delimitar las fronteras del arte (diciendo esto sí es arte o esto no) para empezar a preocuparme más el arte en un contexto socio-político muy concreto. Así, el desplazamiento centró mi preocupación en los efectos de un arte en particular o en hallar cómo se podía hacer algo a través del arte. Con ejemplos, me empezó a dejar de preocupar la pregunta sobre si el reggaeton es verdadera música y empezó a interesarme la pregunta sobre los efectos artísticos del reggaetón: ¿qué pasa cuando se escucha? ¿qué efectos sociales genera? ¿qué potencial tiene? ¿qué limitaciones arrastra? Etc.

En medio de esta constelación de insatisfacciones, mi objetivo fundamental era encontrar/crear/proponer/sugerir otro tipo de arte. Un arte que tuviese como objetivo la lucha contra el famoso «el arte por el arte», esto es, la lucha contra la idea kantiana de que el arte es una parcela autónoma, de que el fin del arte debe estar en él mismo y que los cuadros o canciones sólo pueden ser juzgados por reglas estéticas, en vez de desde coordenadas políticas, por ejemplo. A partir de aquí, se trató de seguir una intuición y ver dónde me llevaba: a ese horizonte, casi más de anhelo que de realidad, lo llamé arte de lo común.

P: En el epígrafe que dedicas a las categorías hablas del espacio y de lo común, y sobre lo común admites que se trata de un asunto «difícil de abordar», entre otras cosas porque responde a una propuesta tuya «nunca totalmente original, nunca totalmente copiada». Estamos hablando de arte, y justo en un libro sobre arte contemporáneo –La supermodelo y la caja de brillo (Ariel, 2015), de Don Thompson- leí por primera vez que «la originalidad es el arte de recordar lo que has oído, pero olvidar dónde lo has oído». ¿Hasta qué punto dirías que es cierto a la hora de escribir? ¿Y de crear?

R: Esta una pregunta muy interesante y que ha obsesionado a los teóricos del arte desde hace siglos: ¿de dónde surge lo nuevo? ¿Es posible realmente la creación en un sentido estricto? ¿O simplemente, como dices, nos copiamos sin saber dónde lo hemos visto?

Clásicamente, o al menos desde el Romanticismo, la originalidad ha ocupado un papel central en la tarea del artista y en su valoración como tal. La originalidad era entendida como creación de lo nuevo, como dar a luz a algo previamente no-existente. El arte, desde este paradigma, se ha concebido como proceso de poeisis, de creación. Sin embargo, esta concepción de la creación artística se ha visto rodeada normalmente de un halo de misterio: ¿cómo surge lo nuevo? ¿Cómo opera la creación? ¿Cómo puede ser que algo pase del no-ser al ser? De todo este misterio nace la concepción del artista como genio, como la persona capaz de asomarse a lo cuasi-divino y darle vida con sus manos. Sin embargo, esta forma de pensar, de raigambre aristotélica, me resulta tremendamente problemática. Es un paradigma que piensa en el ser todavía como substancia y que explica el paso de una sustancia a otra (por ejemplo, de una semilla a un árbol o de un trozo de mármol a una escultura) como el paso de la potencia al acto. Según esta teoría, el mármol contiene en sí la potencia de una escultura, pero necesita las manos del artista (causa eficiente en terminología de Aristóteles) para darle forma. Bajo este paradigma, la potencia está, de una u otra forma, dentro del acto, subordinada a él. De esta manera, cada sustancia tiene unas potencialidades muy definidas. ¿O no es absurdo que la semilla se convierta en delfín?

Esta manera de pensar sigue teorizando al ser como presencia, como substancia. Pero el ser excede el estado de cosas del que forma parte. En el ser humano esto se ve claramente: no somos sólo lo que somos, sino que somos también las posibilidades que dibujamos, el modo de vida que abrazamos, los proyectos en los que nos embaucamos. De no ser así, no seríamos más que un estado factual de cosas, un mero conjunto de átomos o disposiciones físicas. Visto de esta forma, la potencia no queda subordinada al acto, sino que el acto, lo que somos, se subordina a la potencia, a las posibilidades.

¿Por qué esta digresión? ¿Qué tiene esto que ver con la originalidad y el arte? El cambio es notorio. Si en la visión clásica-romántica el artista original (y esto era redundante) era el que daba forma a lo nuevo, a lo no creado (haciendo pasar la potencia a acto), ahora la originalidad se desplaza hacia las posibilidades. La originalidad, bajo esta nueva forma de concepción, consiste en ser capaz de liberar las potencias y posibilidades ocultas de los objetos artísticos de los que nos rodeamos. Con un ejemplo se ve mejor. Para un artista del Renacimiento un collage nunca sería original, pues no hay creación verdadera de elementos nuevos. Lo que hay, en cambio, es la exploración de nuevas posibilidades del mismo objeto artístico. Lo original, y de ahí la explosión de nuevas técnicas contemporáneas en este sentido, no será ya creación de lo nuevo actual, sino exploración de lo posible de lo ya dado. En fin, la originalidad entendida de esta manera ya no es creación de lo nuevo; es más bien la modificación juguetona y perversa de lo viejo para des-colocar, des-plazar, para apuntar no hacia otro objeto (nuevo), sino hacia la otredad del mismo objeto.

Ahora bien, seríamos, como Max Estrella, los últimos románticos si mantuviéramos este criterio artístico (aunque modificado) como único criterio de valoración de las obras. Como bien señala Jordi Claramonte en su Estética Modal, el abordaje estético no puede abordarse sólo por esta apertura o coqueteo con la posibilidad inmanente que genera una obra estética (lo que él llama el campo de lo disposicional). Habremos de valorar también su capacidad centrípeta, su capacidad para generar una multiplicidad de fuerzas repertoriales que más que abrir posibilidades cierren el marco. Es decir, habrá que valorar también la capacidad de una obra de generar repertorio artístico, de generar sentido serial (esto es, no a lo largo de una única obra, sino de muchas), que es lo que él llama el modo repertorial. Habremos de valorar también, y este es el tercer ámbito de relaciones modales, las relaciones que guarda la obra con su entorno, con el campo de fuerzas que le dan sentido o se lo quitan, cómo dialogo con el espectador, qué flujos produce, a qué espacios da pie, cuáles dinamita o cuáles mantiene, etc.

El filósofo Javier Correa junto a la también filósofa Mercedes López Mateo, en la presentación de la obra ‘Estética y emancipación: hacia una teoría del arte de lo común’ (Libargo, 2021). Fotografía tomada por Armando Díaz.

P: En el ensayo también hablas de la necesidad de acabar con la figura del autor si lo que queremos es empezar a hablar de un arte que contribuya a crear una idea de «espacios comunes», centrada más bien en las «relaciones humanas y su contexto social, más que el espacio autónomo y privativo», como diría Bourriedad -a quien tú mismo citas-. ¿Por qué? ¿Hasta qué punto es necesario?

R: La desaparición del autor, desde que hace 50 años la proclamara Barthes, tiene, a mi parecer, justificaciones metafísicas y propiamente políticas. Respecto a las primeras, la idea de autor-genio se basa en una concepción del mundo que tiene en su núcleo la separación ontológica entre el objeto y el sujeto. El sujeto, creador, trascendental, se asoma a lo divino y crea de la nada (de ahí el apelativo de genio) para dar a la luz a una obra completamente suya, con un sentido cerrado (este es el paradigma de la originalidad clásica que comentamos antes). Por distintos motivos que aquí nos dan igual, estas ideas se han ido debilitando en los últimos años.

Más que la concepción metafísica que subyace a la idea de autor, lo que más me interesaba para el libro eran los efectos políticos de la presencia del artista como padre y figura de autoridad de la obra. Por un lado, porque la presencia fuerte de un artista impide generar espacios dialógicos legitimados entre la obra y el espectador. De hecho, la idea de un artista que concibe por su propia genialidad la obra de arte refuerza el consumo de la misma como mera contemplación. Así, el nacimiento del lector, dijo Barthes, se paga con la muerte del autor. Por eso, en un primer momento, necesitamos que el artista deje su trono para generar un espectador activo, un espectador que forme parte del sentido de la obra. El autor necesita morir para permitir un espacio dialógico entre el público y la obra.

A un nivel más particular, dentro de mi interés especial de lo común, donde esto es definido como espacios de democracia radical (o de forma más rimbombante, como espacios de emancipación), es obvio que el artista debe ser sólo un catalizador, no guía del proceso mismo. El artista sienta unas condiciones políticas, a través de un lenguaje artístico, que pretenden disparar todo un proceso de autopoeisis, de autocreación, de auto-organización. La creación de estos espacios sólo es posible con un artista que no se sepa padre y genio de todo el proceso, por supuesto.

P: Me gusta mucho cómo usas el caso de los grafiteros en la obra para hablar del desdoblamiento de la personalidad como forma de cuestionar, precisamente, nuestra propia identidad. ¿Cuál es su importancia: tanto del desdoblamiento como del cuestionamiento artístico y personal?

R: Para responder a esta pregunta es fundamental atender a nuestro contexto histórico concreto. La reproducción social del capitalismo, la forma en la que el sistema se reproduce para garantizar su perdurabilidad, excede con creces (al menos en su versión actual) las meras relaciones económicas de desposeídos y capitalistas, esto es, ha ganado múltiples mecanismos no económicos para su reproducción. En esta fase del capitalismo asistimos al nacimiento de la subjetividad capitalista. ¿Qué quiere decir esto? Que el sistema ha ganado mucho terreno porque ha conseguido que nos comportemos como se comporta el propio sistema: hablamos de gestión emocional, beneficios de salir con alguien, etc. Así, las reglas coercitivas del sistema de dominación se naturalizan de forma radical.

La creación de espacios que permitan el desdoblamiento de la identidad es necesaria para examinar las inercias capitalistas (o patriarcales, por ejemplo) que arrastramos en nuestros cuerpos. Se trata, desde este punto de vista, no sólo de acabar con la policía (ejemplificada en la comisaría física y la institución), sino de acabar con lo que de policía hay en nosotros y que justifica, y que es causa y consecuencia de la propia institución.  

Para lograr tal examen de autoconciencia, o si se prefieren términos menos cristianos, para lograr tal ruptura con la identidad interiorizada, el arte tiene unas herramientas fundamentales. Su relación preferente con la ficción permite, por poner un ejemplo, la creación de espacios ficticios de una forma relativamente satisfactoria donde las identidades/máscaras pueden intercambiarse con bastante facilidad. El desdoblamiento de la identidad, o la puesta en crisis de la identidad propia, no es un mero juego artístico, sino que es un ejercicio sumamente político que permite sentar las bases de otra sociedad.

P: Guillaume Apollinaire proclamaba que «todos los museos deberían ser destruidos, pues paralizan la imaginación», ¿estás de acuerdo?

R:  Probablemente sí, aunque, si he de ser sincero, no lo tengo del todo claro. Estoy de acuerdo en que habría que destruirlos [se ríe], pero no tanto en que sea por una defensa de la imaginación. Creo que es importante conservar cierta tradición incluso para pervertirla o desterrarla. Ahora bien, ¿qué tradición? ¿La tradición canónica que ha entronado el museo? Por supuesto que no. De hecho, uno de los efectos más perjudiciales del museo, entre otros muchos, es, sin duda, este poder de canonizar las obras.

En relación con el debate sobre el museo, tengo claro, por ejemplo, que el arte debe tener espacios que permitan su sociabilidad, pero dudo que la forma-museo sea la única posible. Es decir, en nuestra sociedad actual hay muy pocos espacios de creación-recepción artística que no tengan la forma museo-institucionalizado. Hacia esa creación de nuevos espacios es hacia donde deberíamos andar.

Y no se trata sólo de dinamitar el museo (museo sí o museo no), sino de pensar otros modos. Hay efectos del museo que son, al menos en un primer vistazo, deseables. Por ejemplo, suponen un efectivo almacén de las obras de arte, aunque esto es discutible que sea beneficioso. ¿Qué importancia dar a la conservación en un mundo hiper-informatizado? ¿Es hora pensar en museos-fábricas-de-arte más que pensar en museos-almacenes? Probablemente.

También creo que debemos ser muy precavidos con la destrucción de las instituciones, pues no andamos boyantes de espacios públicos (por muy burocratizados que estén y muy alienados que nos tengan). El museo presenta unas contradicciones flagrantes, pero la solución no puede ser su disolución radical, con la ulterior liberalización de las obras de arte y su circuito. Paradójicamente, los museos, que en su visión de las obras como objetos casi sagrados han generado las condiciones para la posterior mercantilización del arte, paradójicamente, como decía, los museos son ahora una protección (en cierta medida) de las manos del mercado privado. Intuyo que, como todo, no se trata de destruir lo poco de público que tenemos, sino de desenmascarar los procesos privados que ocurren dentro de estos ‘espacios públicos’, denunciar que lo público sólo es público cuando es apropiado democráticamente por las personas que lo habitan.

El filósofo Javier Correa en la presentación de la obra ‘Estética y emancipación: hacia una teoría del arte de lo común’ (Libargo, 2021). Fotografía tomada por Armando Díaz.

P: Dentro de la antología de relatos Madrid, con perdón (Caballo de Troya, 2012), el autor colombiano Juan Sebastián Cárdenas nos cuenta lo siguiente:

«Pienso en los nombres de las calles del barrio, con referencias literarias o cinematográficas y me acuerdo de la instalación que hizo Hans Haacke para el Museo Reina Sofía hace poco, en la que muestra imágenes del Ensanche de Vallecas, otra zona fantasma del malogrado boom inmobiliario donde las calles vacías, con sus esqueletos de edificios que nunca acabarán de construirse, tienen nombres como calle del Arte Minimal, calle del Arte Expresionista, calle del Arte Hiperrealista o calle del Arte Conceptual. Para Haacke, que lleva casi toda su vida explorando los vínculos serviles o instrumentales entre las instituciones del arte y los grandes intereses del capital, encontrarse con esa zona del Ensanche de Vallecas debe de haber sido como hallar el Santo Grial. No solo porque de algún modo aquellas calles refrendan sus tesis sobre la complicidad entre arte y grandes negocios, sino también porque se trata de espacios donde la propia dinámica social y económica ha culminado en el fracaso de esa relación de complicidad. Ya no quedan nuevos ricos que quieran comprar viviendas en la calle del Arte Pop. Y en la calle del Arte Conceptual no vive casi nadie. Los pocos edificios terminados están prácticamente vacíos (…) Y sin embargo, el rotundo fracaso del modelo es lo que nos permite afirmar una necesidad de relectura y reapropiación: la calle del Arte Conceptual está ahí para quien se anime a luchar por ocuparla».

Sin duda, Cárdenas hace una referencia bastante interesante relacionada con el concepto de espacio y lo necesario que es plantearnos su problematización, tal y como tú mismo propones cuando hablas del pensamiento de Henri Lefebvre. ¿Por qué esta es una cuestión crucial en la sociedad del siglo XXI? ¿Qué tiene que ver exactamente el espacio con el arte?

R: Creo que la cita que has traído es realmente oportuna (y más porque tanto mi madre, como mi abuela como mi bisabuela nacieron en Vallekas). Mi obsesión por el espacio (probablemente muy ligado a esta historia familiar) es central para la propuesta del libro. Fue cuando estaba investigando para este libro que leí por primera vez a Lefebvre y quedé impactado. Además, llegué a él de la forma más azarosa posible: me compré impulsivamente un libro por internet un viernes por la tarde que no tenía planes y en ese libro se le mencionaba en una nota a pie de página. Y hasta el día de hoy he estado volviendo a él constantemente. ¿Por qué me impactó? Porque Lefebvre aportó, hace ya casi 50 años, una problematización del espacio y una nueva teoría que entendía al espacio de una forma mucho más política y social. Lo más importante es casi lo primero: la problematización.

Clásicamente, el espacio ha sido entendido como un mero contenedor vacío, como el espacio matemático, euclídeo, puramente formal. El espacio como algo neutral, natural, que se rellena bien sea con los muebles de una habitación, bien sea con los edificios de una ciudad o con las brochas de un pincel. Sobre el espacio no cabe política alguna. Es el que es. No hay más. Lo que muestra Lefebvre, dicho aquí de una manera muy sucinta y burda, es que todo espacio es un espacio social y, como producto social, es producido siempre bajo unas condiciones de producción determinadas. ¿Qué quiere decir esto? Resumidamente: que el espacio se crea. Que los modelos de ciudad, centro comercial, colegio o cárcel, responden a unos intereses políticos muy particulares que se plasman en la construcción del espacio. Al fin y al cabo, no vivimos entre montañas, sino que los espacios que habitamos son espacios construidos, y esto siempre implica una acción política. En La producción social del espacio, Lefebvre desarrolla toda una teoría, la trialéctica del espacio, que aborda esto con muchísima más precisión, pero este podría ser un buen resumen.

¿Cómo afecta esto al arte y por qué es importante recategorizar el espacio en pos de una emancipación? Pues le afecta de dos formas que es importante que notemos y que por eso en el libro se tratan de una forma previa a cualquier tratamiento del arte de lo común. Por un lado, porque supone un aviso, un toque, sobre esa ingenuidad tan extendida de que los espacios del arte no son importantes. Es decir, que -por ejemplo- donde exponga mi obra es un elemento accesorio a la misma. O que el museo, espacio artístico por antonomasia, pueda albergar alguna obra con algún tipo de intención política. Es cierto, y Lefebvre tiene aquí un peso importante, que en los últimos años el museo se ha ido problematizando más y más, tal y como hablábamos hace un momento. El museo es una muy buena muestra de la denuncia de Lefebvre. Se presenta como un espacio neutro, natural, como un mero contenedor de obras, como un espacio incluso que las protege, pero es un espacio -y esto es fundamental- construido. Así, las ideologías de arquitectos y comisarios se plasman en el espacio y condicionan cualquier práctica que deba llevarse a cabo. Sólo así, problematizando el museo, podemos entender al museo como una fábrica de cánones y como el desactivador político por antomasia. El museo no sólo impide cualquier participación del espectador, no sólo decide lo que debe o no debe exponerse, sino que desactiva cualquier denuncia social.

Por un lado, esto: la problematización de los espacios de circulación del arte. Pero, por otro, la problematización del espacio le abre a las prácticas artísticas una nueva dimensión inimaginable en las épocas previas a la industrialización: la creación y apropiación de los nuevos espacios. Una de las tesis fundamentales de Lefebvre, y que en verdad es profundamente nietzscheana, es que nuestros espacios de vida, nuestra forma de habitar la ciudad, está totalmente alienada por la planificación de los arquitectos y urbanitas. Estos conciben la ciudad como espacios de producción y a sus habitantes como trabajadores que necesitan una cama para dormir y un transporte para ir a producir. Y, además, un ocio consumista bien sea en las terrazas o en los centros comerciales que haga que la máquina siga girando mientras ellos no trabajan. O sea, el arte es una de las herramientas que tenemos para poder apropiarnos de un espacio que nos está siendo constantemente enajenado y que limita nuestra vida a ser meros trabajadores-productores-consumidores. Casi que en este sentido las dos prácticas más interesantes son el parkour y el graffiti, porque ambas tensan la ciudad impuestas y aspiran a una apropiación del espacio.

P: En Santa Cruz de Tenerife (de donde soy yo, como ya sabes) hubo hace algún tiempo dos ediciones de lo que vino a conocerse como ‘Exposición Internacional de Escultura en la Calle’, donde obras de Jaume Plensa, Henry Moore, Joan Miró o Alexander Calder rompieron con los límites del museo y conquistaron las ramblas y las avenidas de la ciudad para quedarse ahí expuestas para siempre. ¿Qué sucedió? Que con el tiempo las esculturas fueron deteriorándose y se terminó lanzando una campaña titulada ‘Adopta una escultura’ por medio de la cual, y gracias a determinados esfuerzos privados, se restauraban las piezas. Esto es algo que también exploras en la obra: ¿hasta qué punto es necesaria la sociedad/comunidad en la perdurabilidad del arte?

R: Desconocía que eso había pasado en Tenerife, pero es un síntoma muy elocuente de nuestro tiempo y de las limitaciones de las tibias propuestas para cambiar el circuito de circulación del arte.

Por un lado, hemos de valorar positivamente la intención de romper las paredes del museo, de sacar ‘el arte a la calle’. Inundar las vidas cotidianas de arte era un sueño vanguardista (y que heredaron los situacionistas) muy loable. Sin embargo, de aquellos barros, estos lodos, y de esos desvíos involuntarios tenemos que aprender para no cometer los mismos errores.

¿Cómo absorbió el sistema capitalista la proclama vanguardista? A través del formato publicitario. La ciudad está llena de colores, de fotografías preciosas, los anuncios se llevan premios, etc. Inundar la vida de arte se ha convertido ha sido la excusa perfecta del capital para camuflar su propaganda. No en balde, Dalí diseñó el logo de ChupaChups y La Caixa tomó el suyo de un cuadro de Miró.

¿Qué sentido tiene seguir llenando la calle de ruido? ¿Qué sentido tiene pasear por una calle y ver una obra de Miró entre dos anuncios de Mango y Zara? ¿Qué tipo de experiencia estética es esta? Dos problemas podemos identificar aquí en relación a este tipo de propuestas: una falta de problematización de la ciudad (el afuera del museo) y el mantenimiento de una experiencia estética pasiva, contemplativa. Sacar el arte del museo, librarlo de esa jaula de cristal no puede significar otra cosa que hacer arte fuera del museo, sentar las bases que permitan la germinación de procesos de creación artísticas a través de espacios populares y democráticos. ¿Con el fin de crear productos para contemplar? Ni mucho menos: con el fin de tejer lazos sociales que permitan la creación de espacios autónomos y radicales. ¿Y qué ocurre con las obras? ¿Qué hacemos con ellas después? Como decía un vecino ante el Museo Inacabado Arte Urbano de Fanzara (que cito en el libro): «pues borramos las paredes y volvemos a empezar».

Portada y ejemplares de ‘Estética y emancipación: hacia una teoría del arte de lo común’ (Libargo, 2021), de Javier Correa. Fotografía tomada por Armando Díaz.

P: Además del espacio, uno de los temas esenciales del ensayo es lo común, entendido como una redefinición de la individualidad, de la justicia, de la democracia y de las relaciones de poder. En este sentido, como sociedad, ¿crees estamos preparados para el arte? ¿Nos lo merecemos? En este sentido, ¿cómo funcionan las relaciones de poder?

R: Esta pregunta es realmente buena y dudo, dadas mis limitaciones, poder contestarte con la precisión y profundidad que se merece. En un primer lugar, y aunque la pregunta apunta hacia una realidad loable y compleja, creo que es importante no pensar el arte en términos de ‘merecimiento’. El arte no es un ‘premio’ que nos hemos ganado. No creo, aunque por supuesto es mi opinión, que haya sociedades que se merezcan su arte o sociedades con un arte inmerecido.

El arte es, o eso creo, una dimensión más de la praxis humana, es decir, otra forma más de nuestro quehacer con unas características muy concretas: fundamentada en el simbolismo, con cierta aspiración universal, relativamente orientada por la creación de lo nuevo… La pregunta quizá podría orientarse de otro modo: ¿qué potencialidades emancipadoras tiene el arte y por qué no se cumplen? Respondiendo la primera parte de la pregunta, y esta frase resume el libro (o mejor, el axioma del que parte el libro), el arte es una herramienta con potencialidades transformadoras, es un espacio políticamente fecundo para disparar procesos de emancipación colectiva. La clave, una vez supuesto, estará en la segunda parte de la pregunta: ¿por qué estas potencialidades no se actualizan? ¿Por qué no se llevan a cabo? La respuesta a esta cuestión es altamente compleja, pero podemos aventurar que, en la sociedad actual, la conversión del capitalismo a una máquina semiótica que resignifica todo flujo ligeramente rupturista dificulta en gran parte esa actualización de las potencialidades emancipadoras (o al menos las llena de contradicciones).

P: ¿Y si planteamos la pregunta anterior invirtiendo sus factores? Es decir, el arte contemporáneo, en tanto amalgama de valores artísticos y de mercado, ¿está preparado para nosotros? ¿Nos merece o se ha quedad ? ¿No se habrá quedado un poco atrás, comparado con las verdaderas necesidades artísticas de las sociedades actuales?

R: Por continuar con la pregunta anterior, un buen resumen del libro podría ser el siguiente: el arte, secuestrado por el poder, tiene una potencialidad emancipadora. Ahora bien, tenemos que ser conscientes de que este binomio arte-secuestrado/arte-liberado puede llevarnos a algunas impresiones o puede tentarnos hacia desfiladeros intelectuales poco útiles y quizá cometo el error en el libro de no explicitar esto o de ser ambiguo al respecto.

Por ejemplo, debemos tener en cuenta que el estado de ‘secuestro’ del arte (si es que queremos optar por verlo así) no es algo exclusivo de nuestra época hipermercantilizada, pues el arte, a lo largo de su historia ha servido siempre para legitimar los más atroces gobiernos y poderes. Tendremos que tener también en cuenta que el arte no es en sí mismo liberador y que no basta con levantar los mecanismos represivos para que esto ocurra  (pues nosotros mismos podemos replicar el sistema en nuestros ‘libres’ quehaceres, acordémonos de la importancia de la subjetividad capitalista). Lo que es importante, o en lo que creo que debemos poner el foco, es más bien lo siguiente: el arte, los procesos de creación artística, son un conjunto de técnicas y quehaceres en cuyo núcleo están la exploración, la búsqueda de la belleza, la salida del yo para conectar en el desdoblamiento ficticio etc… Hacer arte nos coloca en una posición mucho más autónoma que otros procesos de nuestra vida cotidiana como el trabajo, qué duda cabe. Sin embargo, el arte no es el fin. No aspiramos a una sociedad estética, sino que aspiramos a una sociedad justa. Para transitar ese camino, el arte puede ser un buen vehículo.

Recogiendo la otra parte de la pregunta, ¿se ha quedado el arte atrás? Depende cómo lo miremos, depende de las necesidades. Desde un punto de vista antropológico el arte suple la necesidad esencial del ser humano de salir de sí y de conectar con lo general. Para expresar esta dialéctica decía Lukács que con el arte pasamos de ser hombres enteros (esas personillas que tienen problemas individuales circunscritos a su existencia) a ser enteramente hombres (es decir, salimos de nosotros mismos y rozamos la humanidad, lo general). En este sentido el arte no se ha quedado atrás, sino más bien un tipo concreto de arte -muy ligado a la industria artística- que sustituye el placer banal por esta dialéctica antropológica. Desde el punto de vista material, en cambio, quizá sí que podríamos decir que el arte se ha quedado atrás. El constante empeño de las obras de arte por interpretar el mundo, en vez de por cambiarlo, es muestra de una distancia patente con la sociedad. Y es aquí, en el establecimiento de nuevas condiciones políticas, materiales y sociales, donde nace el arte de lo común.

P: En Un mundo común (Belaterra, 2013), la filósofa Marina Garcés escribe que «Desapropiar la cultura no significa ponerla fuera del sistema económico ni mucho menos defender una idea purista de cultura, un idealismo opuesto a cualquier tipo de materialidad. Todo lo contrario: desapropiar la cultura significa arrancarla de sus “lugares propios”, que la aíslan, la codifican y la neutralizan, para implicarla de lleno en la realidad en la que está inscrita». ¿Es este tipo de emancipación la que nos llevará, finalmente, a formular una teoría del arte -y de la cultura en general- inspirada en lo común? ¿Hasta qué punto se conecta esta idea de Garcés con tus ideas?

R: Por desgracia no he podido leer el libro de Garcés, pero esta cita tiene mucho en común con las ideas que intento articular en el libro. Por un lado, leo su «implicarla [a la cultura] de lleno en la realidad en la que está inserta» e intuyo que tenemos en común una lucha contra lo que podríamos llamar distancia contemplativa, esto es, con la distancia que ha operado clásicamente en el arte fruto tanto de su producción (al pensarse el arte como re-presentación, en vez de como acción-efecto) y de su recepción (al pensarse como mera contemplación de un objeto prístino en un lugar sagrado [museo]).

Si por «arrancarla de sus lugares propios» lo entendemos de una forma material, ese es otro punto de acuerdo. El tema del museo lo hemos comentado en preguntas anteriores, así que mejor no ser pesados [se ríe].

Con lo que quizá podemos estar más en desacuerdo Marina Garcés y yo, es con evitar sacar al arte del sistema económico. Si mantenemos todas las premisas aquí comentadas: el arte como efecto y no como representación (i) y el arte como herramienta subversiva y no como mero fin en sí mismo (ii), entonces necesariamente tenemos que pensar el arte (y esto pretendía con el arte de lo común) como un contrapoder del sistema económico actual.

El filósofo Javier Correa en la presentación de la obra ‘Estética y emancipación: hacia una teoría del arte de lo común’ (Libargo, 2021). Fotografía tomada por Armando Díaz.

P: En Twitter, una vez escribiste, citando a Ernesto Castro, que la «fidelidad es fingir que el tiempo no existe», y que para ti esa era la mejor manera de entender la monogamia y el amor romántico. En tu caso, ¿crees que con el paso de los años vas a seguir permaneciendo fiel a las ideas de esta obra?

R: Frente a la visión clásica del escritor como unidad que, en cada una de sus obras, expresa su opinión, me gusta pensar más en escribir como un proceso profundamente esquizoide. La escritura no salva de la locura, sino que necesariamente arrastra a ella. La obra de un escritor es una voz suspendida en el tiempo que nunca muere y con la que siempre se tendrá que dialogar.  Un escritor que afirma que mantiene al pie de la letra lo que decía en una obra concreta es un escritor que está muerto, un escritor que perdió la lucha a vida o muerte con su texto. Es un escritor que se dejó arrastrar no hasta el penúltimo paso, que ese debe ser siempre el punto y final, sino más allá. En estos casos, el autor es literalmente la obra del texto. Pero esto no es lo más común. De hecho, es anecdótico. Normalmente, como parte natural del proceso, el parto de la obra produce un desdoblamiento (entre la obra nacida y el escritor o escritora) caracterizado, necesariamente, por un espacio de diálogo. Este diálogo puede, por supuesto, y la tentación es alta, intentar acallarse bajo la neurótica fantasía de la identidad lógica (A=A). Estos son los casos de los escritores que nunca terminan su obra, que nunca terminan de acallar una falla que es constitutiva del proceso de escritura.

En mi caso, y en el de todos los escritores que publican, esa situación se ha superado. ¿En qué situación se encuentra uno, entonces, después de escribir y a sabiendas de que está en un diálogo perpetuo con su obra? Dos de las posiciones más elementales son las siguientes. Una se basa en la asunción absoluta de la obra. Esta posición ya la hemos comentado, el autor se convierte en una obra de su propio texto y asiste a su propia muerte: nada escribirá nuevo que no esté marcado por la dictadura de una obra cuya sombra es demasiado larga. Otra reacción bastante común, y ante el paso evidente del tiempo, como señalas en la pregunta, es el rechazo radical de la obra. El autor pretende salvarse («¡yo no soy ese!») matando todo lo que hace. Huelga decir que es otro modo de autosabotaje, como el anterior.

Visto de esta manera, o al menos este es mi parecer, el temor de un escritor o escritora no debe centrarse en si cambiamos o no de ideas, pues el paso del tiempo y el diálogo constitutivo aseguran que sí, sino en qué tipo de diálogo vamos a formar con nuestras obras. Es decir, sabiendo que escribiremos más obras que quedarán en un diálogo constante con nosotros, el buen escritor es aquel que construye una polifonía tal que permite no sólo un diálogo entre él o ella y las obras, sino también entre las obras entre sí. Espero, entonces, ser capaz de generar multiplicidades que enriquezcan a este libro, que permitan nuevas lecturas, que ensanchen más que cerrarlo.  Las nuevas ideas que vengan no deben matar a estas; más bien tensarlas en un movimiento que permita abrir el horizonte de las dos ideas por separado.

P: Siguiendo con esto, ¿cuánto de amor romántico -y monógamo- crees que hay en el arte contemporáneo? ¿Y en tu proceso de escritura?

R: Creo que no tengo un conocimiento tan basto sobre el arte contemporáneo en general, con todas sus vertientes, dinámicas y corrientes, para responder de la forma en que me gustaría a la pregunta. Cuando hablamos de arte contemporáneo quizá pueda hablar de algunas piezas, de algunas que a mí particularmente me interesan para tratar ciertos temas, para recorrer senderos o saltar algunas preguntas (como en el caso del libro). Siento que, por el contrario, hablar de arte contemporáneo en general se me escapa para hablar de la forma precisa en la que me gustaría para relacionarlo con el amor romántico. Prefiero aceptar el desvío que me ofreces y recorrer la pregunta sobre la monogamia y el amor romántico desplazándolo a mi escritura.

En general, toda escritura, supongo, aunque la mía particularmente, es profundamente monógama. La linealidad del libro nos empuja a una centralidad monolítica en el orden y exposición de las ideas. El libro, y mucho más los ensayos, se comprometen con una idea, con un objetivo. La misma falsa unidad eterna con la que se nos venden las relaciones monógamas, el famoso ‘para siempre’, recorre las entrañas de todos los libros. Cuando leemos un libro no hacemos otra cosa que asistir a una boda entre el autor y su idea.

Ocurre que este ideal monolítico no está exento de tensiones, como sabemos todos los que alguna vez hemos experimentado la tensión de la monogamia. Y en los libros no podría ser diferente. La idea central, la idea cúspide, aquella con la que se casa el escritor, nunca es la única idea. El texto, cual campo social, adolece de tensiones siempre entre unas ideas y otras. A veces las amantes recorren la boda por los pies de página, a veces las callan bajo el nombre de digresiones, los prólogos son buenos amantes de adolescencia… Sea como fuere, siempre, sea bajo la forma que sea, hay una multiplicidad.  La forma neurótica de ocultar y no lidiar con esta multiplicidad (las más de las veces contradictoria) es como se manifiesta la monogamia en la escritura.

Un lector perverso, y hábil, como sólo los perversos saben serlo, tratará de mirar a las voces silenciadas, intentará escuchar la polifonía que recorre el texto y dudará de toda jerarquía. Andará en busca no de la múltiple interpretación de lo uno, sino del collage de lo múltiple que habita el texto. Al final, tanto en los textos como en las relaciones, la monogamia no es más que un comportamiento neurótico imposible: la aspiración cristiana de reducir lo mucho, lo diverso, lo plural, lo informe y finito a lo uno, eterno, inmutable y sagrado.

P: ¿Y cuánto hay en ellos de poliamor?

R: Por continuar al hilo de tu anterior pregunta, la escritura poliamorosa (o mejor, no-monógama), será aquella que deje entrar múltiples voces en el texto sin jerarquizarlas, descentrando el movimiento relacional que las pone en juego. Esto se puede hacer, creo yo, al menos en varios niveles.

En primer lugar, dentro de la propia casilla del autor. Es cierto que nadie escribe libros hablando constantemente desde un yo que silencia a los otros, pero sí que es cierto que estos ocupan un lugar subsidiario y meramente residual. Para romper a este nivel la escritura monógama habremos de escuchar a Guattari cuando decía que el yo es simplemente una caja de resonancia. Somos huecos atravesados por flujos, desplazamientos, líneas, encajes y constelaciones plurales de afectos y relaciones. Dejar salir esta identidad rizomática es una tarea profundamente anti-monógama. Al final, la monogamia presupone dos sujetos fuertemente constituidos que se encuentran y se entrelazan. La media naranja sólo tiene sentido desde este marco. Destronar al sujeto y abrir lo que de los otros hay en nos-otros es un gran paso. La contradicción, por tanto, es vista como elemento constitutivo de una escritura no monógama.

Claro que, e incluso parece de Perogrullo, fomentar todo tipo de escritura compartida es la verdadera tarea de la literatura posmonogamia. Con Myriam [Rodríguez del Real] he tenido la suerte de iniciar varios procesos de escritura colectiva y hemos podido ver algunos aspectos importantes. Por ejemplo: escritura colectiva no es escritura por capítulos, sino la creación colectiva de una tercera voz distinta a la de las voces-persona. Además, el proceso de creación es tan estimulante (pues el pensar siempre es colectivo, aun cuando hablamos con las voces de nuestra cabeza) que después resulta casi ridículo volver a la escritura individual. Asimismo, hemos notado que la tentación de colmar, de ocupar el espacio por la voz propia debe estar siempre en constante vigilancia. En la escritura múltiple tenemos que medir siempre la distancia a la que bailamos, porque la resonancia se acalla cuando nos alejamos mucho y chirría cuando escribimos a unos pocos milímetros. La diferencia se aprehende como el verdadero motor del pensamiento. Una diferencia que, en contraposición a la monogamia, no busca acallarse (en el peor de los casos) o apriosionarla-domesticarla (en el mejor de ellos); una diferencia que me coloca con el otro en una situación de constante negociación y en donde mis deseos de escribir-poseer dejan paso al deseo del otro y de lo otro.

0 comments on “Javier Correa: «El arte es un espacio políticamente fecundo para disparar procesos de emancipación colectiva»

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s

A %d blogueros les gusta esto: